—¿Está diciendo que la situación es peor de lo que
yo creía?
Paula estaba sentada al borde de la silla, frente a
Jim Alien, el administrador de los bienes de su marido, con una hora de
terminología legal dando vueltas y vueltas en su cabeza.
El hombre la miró por encima de sus gafas bifocales.
El despacho, elegantemente amueblado, olía a dinero. Irónicamente, acababa de
decirle que ella no tenía nada.
—El patrimonio de su esposo está cargado de deudas,
señora Alfonso. Tendrá que liquidar sus propiedades para pagarlas. Lo único que
está libre de deudas es el treinta por ciento de Alfonso—Software.
Paula se irguió, intentando disimular su miedo.
—¿Debería vender esas acciones?
—Sí, pero su cuñado podría negarse.
—No creo que eso sea un problema. Pedro querrá
comprar la parte de su hermano.
—Tiene usted derecho a vender la casa cuando quiera.
Y le recomiendo que lo haga antes de que el banco emprenda acciones legales.
—¿Y los muebles?
—Mi secretaria le dará el nombre de una empresa que
podría comprárselos.
Paula apretó los puños para que no le temblasen las
manos. La tarea que tenía por delante parecía formidable, pero el treinta por
ciento de Alfonso—Software le daría dinero suficiente para empezar de nuevo.
—Sé que ha pagado usted el funeral... y, sin
embargo, el dinero no salió de ninguna de las cuentas de su marido.
Ella empezó a darle vueltas a la alianza.
—No, devolví un regalo que me hizo... y usé ese
dinero.
¿Si no hubiera tenido dudas después de su último
encuentro íntimo con Brett, habría descubierto la existencia de su amante?
Estaba colocando el traje de su marido, como hacía siempre, cuando una cajita de terciopelo cayó al suelo. Una cajita con un enorme anillo de diamantes. Paula se emocionó porque creyó que era un regalo para ella, un regalo que significaba un nuevo comienzo en su matrimonio. La inscripción en el interior del anillo destrozó sus esperanzas: Para Nina, con amor. Brett.
En ese momento, sus peores miedos quedaron confirmados. Su marido le era infiel.
Brett inventó una historia, siempre tenía una historia. Decía haber comprado el anillo para ella y haber decidido luego que no era su estilo. Según él, pensaba devolverlo al día siguiente... incluso sacó el recibo para probarlo. Lo peor era que, de no haber visto la inscripción, lo habría creído otra vez. Brett decía que habían cometido un error en la joyería, pero Paula sabía que no era verdad. Podía ver la mentira en sus ojos.
Si no hubiera estado tan enfadada por su propia ingenuidad, si no le hubiera gritado, furiosa por tantos años de mentiras, ¿Brett seguiría vivo? Le exigió explicaciones, le juró que al día siguiente pediría el divorcio... Una hora después, la policía llamaba a su puerta para decirle que Brett había muerto.
Cuando quedó claro que no había dinero siquiera para pagar el entierro, Paula devolvió el anillo a la joyería. Había costado más de diez mil dólares. Su propio anillo, una simple alianza de oro, había costado sólo cien. Eso demostraba lo poco que Brett la estimaba.
¿Cómo había podido estar tan ciega?
—¿Señora Alfonso? —la voz del administrador interrumpió sus pensamientos.
—¿Sí?
—Debo sugerirle algo más: busque trabajo lo antes posible.
Paula le había dado esquinazo por última vez. La vería aquel mismo día, como fuera.
Pedro apretó los dientes mientras se dirigía hacia la casa. Llevaba una semana intentando ponerse en contacto con ella. Sí, Paula había contestado... dejando mensajes en su casa cuando sabía que estaría en la oficina.
¿Cómo iba a cuidar de Paula si ni siquiera podía hablar con ella?
Le había dado unos días porque el recuerdo de sus besos, de su piel, de sus gemidos de pasión, seguía persiguiéndolo, pero no pensaba dejar que lo evitase para siempre.
Cuando llegó a la casa, el cartel de Se Vende lo sorprendió. Pero lo sorprendió más que hubiese organizado un rastrillo en el jardín. Había gente, extraños, observando las intimidades de su hermano... Sólo había muerto diez días antes y Paula ya parecía dispuesta a borrar su recuerdo.
Pedro salió del coche y se dirigió hacia ella, furioso. Los pantalones cortos y la blusa sin mangas que llevaba harían que cualquier hombre de sangre caliente se excitara de inmediato. El escote de la blusa casi revelaba el nacimiento de sus pechos y el pelo rubio caía por su espalda como una cascada de oro. Su mera presencia lo excitaba, pero en aquel momento la rabia era más fuerte.
—¿Qué estás haciendo? —le espetó, furioso.
—Estoy vendiendo las cosas que no podré llevarme a un apartamento pequeño — contestó ella.
—Ésos son los libros de mi hermano, los palos de golf de mi hermano, su ropa...
—Pedro, lo siento, debería habértelo dicho...
—¡Todas las posesiones de mi hermano están aquí!
Paula miró por encima de su hombro, como para advertirle que la gente estaba mirando. Pedro la llevó aparte.
—Paula...
—He separado las cosas que pensé que te gustaría conservar...
—No estoy hablando de eso. Es como si estuvieras intentando borrar a Brett de tu vida.
Ella se soltó, enfadada.
—Mis recuerdos están aquí —dijo, señalando su frente—. Esto son sólo cosas.
Pedro empezó a pasear, nervioso. ¿Intentaba borrar a Brett de su vida? ¿Por qué? ¿Y si estaba embarazada?
—¿Por qué intentas olvidar a mi hermano?
—No es eso. Es que... tengo que pagar deudas.
—¿Qué deudas?
—Nada que no pueda solucionar —contestó ella, sin mirarlo.
—Paula, no puedo ayudarte si no me lo cuentas.
—Ya te he dicho que no necesito tu ayuda. Tengo que pagar deudas de... las tarjetas de crédito. Y puedo cancelarlas vendiendo algunas cosas que no necesito.
Pedro dejó escapar un suspiro. ¿Brett no había aprendido nada después de tener que apretarse el cinturón tras la muerte de sus padres? Y desde que se casó con su hermano,
Paula había llevado un estilo de vida muy sofisticado, con vestidos caros, manicura, peluquería... Se cambiaba el color del pelo cada temporada.
Su hermano solía decir que cada vez que se teñía el pelo era como hacer el amor con una mujer diferente, una pelirroja, una morena... Era como engañarla sin engañarla, solía decir, guiñándole un ojo.
Esos comentarios le asqueaban, pero nunca se lo dijo. Como tantas otras cosas.
Paula. Paula era tan importante para él... Una vez creyó que había un futuro para los dos, pero eso fue ante de que ella eligiera a su hermano.
A Pedro le gustaba cuando iba de rubia y, además, ahora sabía que era su color natural. Pero le gustaba más cuando era una camarera que se cambiaba el uniforme por un par de vaqueros. Sí, lo atraían sus curvas como a cualquier hombre, pero prefería que una mujer dejase algo a la imaginación. Y desde que se casó con su hermano... esos vestidos que llevaba eran como una segunda piel.
Pedro se aclaró la garganta, intentando controlar la incomodidad que empezaba a sentir bajo la cremallera del pantalón.
—¿Cuánto dinero debes?
Paula levantó la barbilla, orgullosa.
—Mira, ahora mismo estoy ocupada. ¿Podemos hablar de esto en otro momento?
Estaba claro que no quería darle explicaciones. Pedro sabía que no tenía derecho a interrumpir el rastrillo, pero no podía soportar ver a unos extraños llevándose las cosas de su hermano.
—¿A qué hora terminarás?
—Mi vecino vendrá a las tres para ayudarme a guardar lo que no se haya vendido.
—Volveré por la tarde entonces.
Como si no hubiera pasado nada. Tenía que decirse a sí misma que el hombre que se acercaba no le había dado más placer en cinco minutos que su marido en cuatro años.
Como era una cobarde, Paula salió corriendo hacia la puerta de la cocina. No podría soportar recibirlo en el vestíbulo.
El polo azul marino de Pedro delineaba sus pectorales a la perfección. La manga corta revelaba unos bíceps y unos antebrazos bien formados, cubiertos por un suave vello oscuro, el mismo que asomaba por el cuello abierto del polo. Los pantalones de color caqui, cortos, dejaban al descubierto unas piernas musculosas, duras como piedras. Paula apretó los puños, casi haciendo un esfuerzo para no tocarlo.
Había perdido a su marido y, aunque hubiese dejado de amar a Brett mucho tiempo atrás, no debería mirar así a su hermano. Avergonzada, agachó la cabeza, esperando que él no se hubiera dado cuenta.
—Has estado evitándome.
—Es que he estado muy ocupada con el papeleo, la inmobiliaria...
Pedro la miró de arriba abajo, haciéndole sentir un escalofrío.
—¿Cómo va todo, Paula?
—Bien. ¿Y tú, cómo estás?
Él se encogió de hombros. Qué típico de los hombres esconder sus emociones, pensó. Su padre, un duro policía, había sido igual... especialmente tras la muerte de su madre.
—Entra, por favor. ¿Quieres un café?
—Sí, gracias.
Paula intentó controlar el temblor de sus manos para no tirar el café en la encimera. Pero le resultaba difícil porque notaba los ojos de Pedro clavados en su espalda.
—¿Cuánto dinero debes? —la pregunta parecía impersonal, pero no así su mirada. La intimidad estaba entre ellos como si fuera algo vivo, algo que los conectaba como nunca.
«No intentes engañarte a ti misma». No habían hecho el amor en el vestíbulo, sólo habían copulado como dos animales en celo. Y el arrepentimiento de los dos dejaba claro que no volvería a repetirse.
Entonces, ¿por qué no podía olvidarlo? ¿Y por qué, cuando Pedro la miraba de esa forma, su cuerpo parecía recordar cada caricia, cada beso?
«Dios mío, ¿qué pensará de mí?», se preguntó. ¿Se habría convertido en la típica viuda alegre? Nerviosa, dio un paso atrás, hacia la ventana que daba al jardín, y se concentró en las plantas, quitando una hoja por allí, arrancando una raíz por allá. Pero el aroma de su colonia parecía perseguirla.
—¿Cuánto dinero debes, Paula? —insistió Pedro.
—Eso no es problema tuyo.
—Lo es si tengo que ayudarte.
—No tienes que ayudarme. Sólo tienes que comprar las acciones de Brett. Con ese dinero pagaré todas las deudas.
El se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Ahora mismo no puedo hacerlo. La empresa está atravesando ciertas dificultades.
Paula sintió un escalofrío en la espalda. Eso era lo único que tenía. Si no podía vender las acciones, estaría en la ruina.
—Pero necesito el dinero para empezar de nuevo una vez que venda la casa.
—Y yo necesito que seas paciente. Dame la oportunidad de levantar la empresa otra vez. Si vendes ahora, sólo conseguirías una fracción de lo que valen.
—Pero...
—¿Qué piensas hacer?
Paula se llevó una mano a la frente.
—Mi tía ha dicho que puedo quedarme con ella durante un tiempo.
—¿En Florida? Si estás buscando vivienda gratis, ven a mi casa. Hay sitio para ti.
La oferta era tentadora, pero... Ella adoraba aquella pequeña ciudad, con sus colinas, sus carreteras llenas de curvas y su ambiente universitario. Y la casa de Pedro, en la zona más antigua de la ciudad, tenía un encanto que nunca tendría una casa nueva. Cuando terminase con las reformas, quedaría de maravilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario