Divina

Divina

martes, 30 de junio de 2015

Seducción total Capítulo 9



Lo único que estropeó la interpretación fue todo el alcohol que llevaba en el cuerpo. Apenas había dado dos o tres pasos en dirección a la puerta, empezó a tambalearse y hacer eses, chocando contra un grupo de compañeros de clase que la miraban estupefactos.


—¡Quitaos de en medio! —les gritó.

Para entonces, ya había logrado tener las mejillas llenas de lágrimas.
Pedro se volvió hacia Paula.


—Será mejor que vayamos con ella. Ha bebido mucho.


—Sí —Paula asintió—. Menos mal que no tiene coche.


—Ven conmigo —dijo Pedro, tendiéndole la mano.
Paula sacudió la cabeza.


—No. Si me ve se pondrá imposible. Sabes que sólo se calmará si no nos ve juntos.

Pedro asintió y dejó caer la mano al lado, reconociendo la verdad que encerraban las palabras.
Paula se volvió y fue hasta la mesa donde había dejado el bolso.


—Toma —le entregó las llaves del coche—. Llévala a casa. Yo ya encontraré a alguien que me lleve más tarde.
Pedro tomó las llaves. Después le sujetó la mano con su mano libre, y se la llevó un momento a los labios.


—Te llamaré —le prometió.

Paula asintió un nudo en el corazón. ¿Lo diría en serio? ¿Sería aquella noche, aquellos momentos que habían compartido en la pista de baile, el día que había soñado desde que tuvo uso de razón y empezó a notar cómo se le aceleraban los latidos del corazón cada vez que Pedro estaba cerca?
Le respondió con una temblorosa sonrisa.


—Espero tu llamada —dijo, guardando la promesa en el corazón.
En ese momento, oyeron un chirrido de ruedas en el asfalto del aparcamiento.


—¿Qué demonios...?

Pedro echó a correr tan deprisa como se lo permitieron las piernas.
Paula corrió tras él y llegó a la puerta justo a tiempo para ver cómo su coche salía a toda velocidad del aparcamiento y se alejaba calle abajo. Inmediatamente supo qué había ocurrido. Melanie sabía que Paula guardaba una llave de recambio en una caja magnética en el hueco de una de las ruedas. Y se había llevado su coche.
Paula apartó la boca de la de Pedro.


—No... no podemos hacer esto.

Cohibida, se dio cuenta de que estaba prácticamente jadeando. Y entonces se dio cuenta de que tenía las manos clavadas en los hombros masculinos con gran fuerza. Peor aún, no había hecho nada para separar sus cuerpos, que continuaban tan pegados como los dos trozos de pan de los sándwiches de crema de cacahuete que solía prepararse para almorzar.
Pedro arqueó las cejas. Había un destello en sus ojos que parecía casi peligroso.


—Acabamos de hacerlo.


—No más —dijo ella, bajando las manos y dando un paso atrás, obligándolo a soltarla.


—¿Nunca más?


—Nunca más.


—¿Por qué?


—Porque tu vida está en California —dijo ella, abriendo las manos—, o donde sea, y la mía está aquí, en Nueva York.


—Mi vida ya no estará donde sea nunca más —le informó él—. Voy a vivir aquí si es aquí donde vais a vivir las dos. El sitio me gusta.


—En invierno hace mucho frío.


—No olvides que he vivido cuatro años en West Point —le recordó él—. Créeme, sé el frío que hace en invierno.


—Siempre has dicho que querías vivir donde hiciera calor —le recordó ella.


—Estar cerca de mi hija es mucho más importante que pensar en el clima. Así que tu razonamiento no se mantiene. ¿Qué otra cosa te preocupa?


—Bueno... no es justo que aparezcas de repente en mi vida sin darme la oportunidad de pensarlo.

«No puedo liarme con él»

«¿Por qué no? Te deseaba después del entierro. Y antes, en la fiesta».

«El deseo no es lo mismo que el amor».

«Es un comienzo»

«No te hagas falsas ilusiones», se recordó ella. «En la fiesta, Pedro sólo quería dar una lección a Mel. Él no tuvo la culpa de que las cosas se tornaran como lo hicieron. Y en cuanto al funeral, ¿qué hombre rechaza a una mujer que prácticamente le quita la ropa y se le echa encima?»


—Tómate todo el tiempo que necesites. Te escucho —dijo él.

Pero no la estaba escuchando. Sus ojos miraban a Olivia, observando cada movimiento con una intensidad que resultaba dolorosa. Era evidente que ya se había olvidado del beso.
Olivia permanecía felizmente ajena al drama que se desarrollaba junto a ella. Seguía tendida en el suelo con el juguete que por fin había logrado sujetar. Se había tumbado de espaldas y lo estaba agitando vigorosamente para que sonara.


—Para su edad sabe entretenerse muy bien sola.
Paula miró al reloj, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz. Le destrozaba el corazón ver el desesperado interés de Pedro en su hija.


—Pero en cualquier momento se va a dar cuenta de que es la hora de la merienda.

Ésa era la solución. Tener una actitud de buena amiga y buena vecina. Si se concentraba en recordar a Pedro unos años antes, antes de todo lo que había pasado, podría ignorar el deseo que sentía por él. Entonces habían sido amigos, y no había ningún motivo para que no pudieran continuar siéndolo ahora.

Pedro seguía sin mirarla, aunque ella tenía la sensación de que era muy consciente del motivo que la había llevado a cambiar de conversación.
Pero no protestó, se limitó a seguirle la corriente.


—¿No le quitará las ganas de cenar?


—No si es algo pequeño, como una galleta. Normalmente no cenamos hasta las seis.

Y entonces se sentarían a cenar juntos, como una familia de verdad.
¿Una familia de verdad? ¿En qué estaba pensando? No eran una familia. Eran dos personas que se conocían desde hacía mucho tiempo y que ahora compartían una hija. Pero no la mayoría de los detalles importantes que comparten los miembros de una familia de verdad.
Claro que aunque no lo fueran, sin duda iban a hacer muchas cosas propias de una familia. Lo mejor que podía hacer, pensó ella, era tratarlo como si fuera un inquilino. O mejor un huésped.
Pedro ya había anunciado que iba a instalarse allí, por lo que tendrían que ocuparse de detalles tipo las comidas o quién compraba el papel higiénico.
Por otro lado, no habían hablado sobre la custodia, ni los derechos de visita, ni otros temas más importantes a los que ella no había dejado de dar vueltas durante todo el día.


—Será mejor que organice la cena —dijo ella, con tono práctico—. Nada especial. Un asado que he metido en la olla eléctrica esta mañana.


—Me encanta la carne roja. No tiene que ser especial —dijo él, con rostro serio y expresión inocente en los ojos.

¿Era ella la única que imaginó el doble sentido?
Sintió el rubor en las mejillas y le dio la espalda antes de que la viera sonrojarse otra vez.


—Prepararé la cena si tú te quedas a jugar con Olivia.


—¿Qué haces con ella cuando estás sola?


—La llevó a la cocina conmigo. Antes la tumbaba en una hamaca y le cantaba, pero ahora le pongo la manta en el suelo y la dejó jugar a su aire.


—Se parece mucho a ti.

Pedro estaba observando de nuevo a Olivia.


—Hasta que decide que quiere algo. Cuando quiere algo, aprieta la mandíbula igual que tú, y se le pone la misma expresión intensa en los ojos que a ti —dijo ella.


—Yo no aprieto la mandíbula.
Paula sonrió.


—Vale. Me lo habré imaginado como un millón de veces en los últimos veinte años.

Pedro no pudo reprimir una risita.


—Me conoces muy bien.
Sin embargo, el brillo divertido de sus ojos pronto se apagó y se puso serio.


—Y ése es otro motivo por el que necesito estar en la vida de Olivia. Tiene derecho a saber cómo se conocieron sus padres, y que crecieron juntos.
¿Cómo se conocieron sus padres? Hablaba como si llevaran años casados. Eso le dolió. Tanto que no pudo seguir mirándolo y se alejó hacia la cocina sin volver la vista atrás. Pero cuando llegó a la puerta de la cocina y volvió la cabeza un momento para mirarlo, Pedro seguía allí de pie, mirándola fijamente, con una expresión que por un momento la hizo recelar de sus intenciones.

Era cierto que le había dicho que no lucharía por la custodia de Olivia, pero ¿podía confiar en él?

Lo vio acercarse a la niña y sentarse en la manta junto a la pequeña. Olivia se volvió hacia él con una encantadora sonrisa cuando él la tomó en brazos y la sentó en su regazo. Inmediatamente la niña le sujetó el dedo y se lo llevó a la boca.

Pedro miró a Paula por encima del hombro con expresión incierta, como si no supiera qué hacer. A ella casi se le escapó una carcajada, pero la reprimió, aunque, no pudo evitar sonreír y entrar en la cocina. Él era quien quería conocer a su hija.
Pero mientras comprobaba el asado, se puso seria. Cielos, ¿qué estaba haciendo? No podía tirar la toalla y permitir que Pedro viviera en su casa.
Pero no tenía otra alternativa. Si no le dejaba tener acceso a su hija, se arriesgaba a que Pedro buscara la ayuda de un abogado.
En lo más profundo de su corazón sabía que nunca podría oponerse a él. Tenía grandes remordimientos por haberle ocultado el embarazo, y más aún por no haberle dicho nada de su hija. Y sabía que si negaba a Pedro un segundo de tiempo junto a su hija los remordimientos la matarían.
Y nunca se perdonaría no habérselo dicho a él cuando lo sabía vivo, ni a su familia cuando lo creyó muerto. Y por haber permitido que su madre muriera sin saber que tenía una nieta.

Aunque Pedro hubiera muerto, como ella pensaba, ella debía haber hablado con sus padres. Lo sabía, y sabía que era parte de la rabia que asomaba a los ojos masculinos cada vez que Pedro se quitaba la máscara de amabilidad que trataba de llevar en todo momento.

Paula se estremeció mientras preparaba los ingredientes para la papilla. Pedro nunca la perdonaría por eso. 


Nunca.

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