Cielos, si Paula le hubiera hablado de su embarazo cuando se enteró... quizá las cosas habrían sido muy diferentes.
Se habría casado por ella. Qué demonios, sabía que quería casarse con ella desde la noche que bailaron juntos en la fiesta del instituto, cuando se dio cuenta por fin de lo que había estado siempre delante de sus narices. Pero entonces Mel murió trágicamente y la situación se le había escapado de las manos.
Aquella noche Mel estaba muy borracha y afectada por su culpa, y él sabía que los remordimientos no lo abandonarían nunca, probablemente igual que a Paula. Debía haber evitado que Mel bebiera tanto. Debía haber ido tras ella más deprisa. ¿Por qué le sorprendía tanto que Paula no quisiera ponerse en contacto con él al enterarse de que estaba embarazada? Si le hacía responsable de la muerte de su hermana, ¿cómo se sentiría por haberse acostado con él el mismo día del entierro de su gemela?
Respiró profundamente varias veces para tranquilizarse, y después se apeó del coche alquilado y se dirigió por la acera hacia la casa. Una punzada en la cadera le recordó que no estaba tan sano como desearía. Tenía que controlarse.
Sí, Paula había cometido una equivocación, pero la respuesta no eran los gritos ni los reproches.
Aunque a él lo ayudaran a sentirse mucho mejor.
Apenas se había cerrado la puerta tras ella cuando Pedro entró por el sendero y subió los escalones del porche. Después llamó con golpes secos a la puerta.
Paula la abrió un momento después.
—¿Sí? ¡Pedro!
Evidentemente no lo esperaba. Quizá pensó que habría regresado a California.
«De eso nada».
Pedro cruzó el umbral, obligándola a dar un paso atrás. La canguro estaba recogiendo sus cosas, pero al verlo se detuvo y abrió desmesuradamente los ojos con evidente interés.
—Adiós, Angie — dijo Paula, manteniendo la puerta de la calle abierta e invitándola a salir—. Hasta el lunes. Que pases un buen fin de semana — le dijo prácticamente empujándola por la espalda.
La joven apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando Paula la cerró sin hacer ruido y se volvió a mirar a Pedro.
—Hola. ¿Quieres entrar? —dijo, sarcástica.
Pedro hizo una mueca, pero llevaba toda la noche pensando y tenía muchas cosas que decir y poco tiempo que perder.
—Bien. Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones. O volvemos a California, o nos quedamos aquí.
Los ojos azules de Paula se abrieron como platos.
—¿Los dos? Tú puedes hacer lo que quieras, pero...
—Me gustaría llevar a mi hija a California para que conozca al único abuelo que le queda con vida —dijo él, bruscamente.
—No puedes irte con mi hija.
—No, pero puedo irme con mi hija — le aseguró él.
Pedro se dio cuenta del momento exacto en que Paula absorbió el alcance de sus primeras palabras.
—¿Un único abuelo? Pedro, ¿ha muerto uno de tus padres?
—Mi madre —dijo él—. Murió hace siete meses.
—¡Oh, Dios mío!
La noticia dejó anonadada a Paula, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tengo que sentarme —dijo, apenas en un susurro, mientras caminaba hacia atrás hasta que dio con la parte posterior de las rodillas en el sofá.
Entonces se dejó caer en él y unió las manos con fuerza.
—Oh, Pedro, lo siento muchísimo. ¿Qué pasó?
—Tuvo una embolia —dijo él, sin emoción en la voz—. Hace diez meses. La dejó muy débil y sin ganas de vivir. Tres meses después de la primera, tuvo otra.
«Pero si hubiera sabido que tenía una nieta, las cosas podrían haber sido diferentes».
Pedro vio en los ojos horrorizados de Paula que a ella se le había ocurrido lo mismo.
Paula se apretó las palmas de las manos contra los ojos y apoyó los codos en las piernas. —Lo siento muchísimo —dijo ella, con voz apagada.
Pedro sabía que no estaba dándole el pésame. No, estaba pidiéndole perdón, una vez más, por no decirle que tenía una hija.
—Quiero que mi padre conozca a Olivia antes de que pase más tiempo —
dijo él.
—Pero no puedo dejar el trabajo y marcharme a California.
—No te he pedido que lo hagas —repuso él, sin alzar la voz.
El rostro de Paula perdió el poco color que le quedaba.
—¿Vas a... intentar quitarme la custodia?
Pedro tardó un tiempo en responder, después de sentarse en un cómodo sillón situado en ángulo recto junto al sofá.
—¿Me vas a obligar? —preguntó, y esperó hasta que ella lo miró—. Quiero conocer a mi hija. Quiero estar con ella todos los días. No puedo recuperar el tiempo perdido, pero te aseguro que no quiero perder más.
Pedro cerró los ojos y esperó la acalorada negativa de ella.
Pero ésta no llegó.
—De acuerdo —dijo Paula.
—¿De acuerdo?
Casi no podía creerlo. La Paula que él conocía era una mujer tranquila y serena, pero bajo la superficie había una auténtica luchadora por las cosas en las que creía de verdad. Pero ella asintió con la cabeza. —De acuerdo —tragó saliva—. Me equivoqué al no decirte lo del embarazo cuando me enteré, Pedro. Y no te imaginas lo mucho que lo siento.
Pedro no supo qué decir a eso. Paula tenía razón, se había equivocado. Se había equivocado al decidir no decírselo, y por eso su madre había muerto sin saber que tenía una nieta.
Pero todavía no podía expresar en palabras la aceptación de sus disculpas. Le gustaba pensar que era un hombre adulto y que sería capaz de perdonarla, pero en aquel momento no se sentía tan magnánimo. En lugar de responder, se puso en pie y salió de la casa.
Unos minutos después, cuando regresó, Paula seguía sentada en el sofá con las manos entrelazadas y apretadas. Al verlo se levantó de un salto. Pedro acababa de entrar sin llamar y había dejado el petate en el suelo, junto a la puerta. Paula tenía lágrimas en la cara, que rápidamente secó.
—¿Qué haces?
Ya lo sabía, y estaba aterrada.
—Me quedo —dijo él, con un encogimiento de hombros—. Es la única manera de poder conocer a Olivia sin apartarla de ti.
Paula asintió, como si viera la lógica del razonamiento, pero un momento después, sacudió vigorosamente la cabeza.
—Espera, no puedes instalarte aquí.
—¿Por qué no? Tú y yo siempre nos hemos llevado bien. Seguramente nos conocemos mejor que muchas otras parejas. Y tienes una habitación libre. La vi anoche. Te pagaré alquiler.
Paula abrió la boca, pero volvió a cerrarla y sacudió la cabeza sin fuerzas.
—Esto es ridículo —dijo ella, por fin—. ¿Cómo puedes decirlo como si fuera lo más lógico del mundo?
Pedro sonrió, sintiéndose mucho más relajado al ver que Paula no lo ponía directamente de patitas en la calle.
—Tengo ese don —respondió él, sin perder la sonrisa.
Lo cierto es que por un momento se sintió feliz. Había confiado en que los remordimientos de conciencia de Paula la ayudaran a aceptar su propuesta, y por lo visto había funcionado.
De repente se dio cuenta de que Paula no hablaba. Sólo lo estaba mirando, como si fuera un monstruo.
—¿Qué?
Paula se encogió de hombros.
—Es la primera vez que te veo sonreír desde ayer.
—No tenía muchos motivos para sonreír —observó él.
Al instante, toda la tensión y la ira se apoderaron de nuevo de él y vibraron entre ellos como un cable eléctrico. Pedro iba a decir algo, buscando más respuestas a las preguntas que Paula nunca le dio la oportunidad de preguntar, cuando un extraño susurro sonó en el salón.
Apenas se oía, pero Paula reaccionó inmediatamente, con una amplia sonrisa que le iluminó la cara.
—Olivia se ha despertado.
El cuerpo masculino también respondió a la sonrisa. Pero...
—A ba ba ba.
El balbuceo se hizo más audible. Pedro miró a su alrededor y vio el interfono para bebés en una mesa.
Paula echó a andar hacia las escaleras.
—Si no voy a sacar la de la cuna enseguida, la oirán hasta el final de la calle. Enseguida bajo.
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