Divina

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lunes, 29 de junio de 2015

Seducción total Capítulo 5


Pedro se detuvo en seco y quedó en silencio. Por fin, como si no estuviera seguro de haber entendido el idioma que hablaba Paula, dijo:


—¿Qué?


—Es tu hija —dijo Paula.

Seguramente ella debía haberse ofendido por la acusación de tener otro hombre en su vida, pero al ver la perplejidad reflejada en el rostro masculino no pudo.


—¿Me estás tomando el pelo? —dijo él, con la misma incredulidad en la voz que en el rostro—. Sólo... sólo aquella vez...
Ella asintió, entendiendo su sorpresa.


—Esto fue lo mismo que pensé yo cuando me enteré.


—Cuando te enteraste —saltó él rápidamente, como el gato que espera a que el ratón se aleje lo suficiente de su escondrijo para saltarle encima—. ¿Cuándo demonios te enteraste? ¿Y por qué no te molestaste en decírmelo?

Paula se obligó a reprimir un balbuceo de disculpa. En lugar de eso, señaló el sofá.


—¿Por qué no te sientas? Te lo explicaré todo.


—¡No, no quiero sentarme! —las palabras explotaron con rabia—. ¡Sólo quiero saber por qué no me dijiste que ibas a tener un hijo!

Paula sintió ganas de acurrucarse en una bola y esconderse detrás de los muebles, igual que un ratón asustado. Los remordimientos que le habían acompañado desde que supo de su muerte se apoderaron de nuevo de ella.


—No lo sé —dijo, sin levantar la voz—. En aquel momento, parecía lo mejor. Ahora, ya hace algún tiempo, sé que fue una decisión equivocada.


—¿Y por qué no me buscaste para decírmelo?


—¡Estabas muerto! O al menos eso era lo que yo creía.
Pedro quedó en silencio, sin saber qué decir.


—Siempre se me olvida —dijo por fin en un tono más suave. Después, entrecerró los ojos—. Pero no estaba muerto cuando supiste lo del embarazo.

Paula tuvo que apartar la mirada.


—No —dijo—, entonces no estabas muerto.

Se hizo un silencio. Paula se rodeó con los brazos y se alejó unos metros. Enseguida sintió los pasos de Pedro tras ella.


—Quiero verla —dijo él.


—Está bien —Paula tragó saliva—. Mañana después del colegio...


—Ahora.
La palabra sonó como un latigazo y ella se sobresaltó.


—Está dormida —dijo en tono protector.

Pero cuando se volvió a mirarlo, el rostro de Pedro permanecía impasible, como una estatua de piedra.


—Está bien —accedió por fin.

Dejó escapar un suspiro de nervios y exasperación, al darse cuenta de lo estúpida que había sido al imaginar que podía contar a Pedro la existencia de su hija sin que éste deseara verla inmediatamente con sus propios ojos.


—Puedes subir conmigo si me prometes no despertarla.
Se hizo otro tenso silencio. Por fin, Pedro dijo:


—Sí. Vamos.
Paula giró sobre sus talones y se dirigió a las escaleras con piernas temblorosas, dejando que él la siguiera.

Mientras subía las escaleras y recorría el pasillo que llevaba hasta el dormitorio de su hija, era tremendamente consciente de la enorme presencia masculina a su espalda. En la puerta del dormitorio infantil, se detuvo. Sentía una fuerte opresión en el pecho, como si tuviera a alguien sentado encima y no le llegara bastante aire a los pulmones. En la nuca notaba la respiración de Pedro, y no tuvo valor para volverse a mirarlo. Por encima del hombro, susurró:


—Se llama Olivia. Tiene seis meses.
La puerta estaba ligeramente entreabierta, apenas un par de centímetros, y Paula sujetó el pomo y la abrió despacio de par en par. Después entró y lo invitó a pasar.


—Entra.

Pedro asintió una vez, con un seco movimiento de cabeza, y desde la puerta, Paula lo observó acercarse con pasos lentos, casi vacilantes, hasta la cuna que había al otro extremo del dormitorio, junto a la pared.

Pedro se quedó allí durante un largo momento, mirando a la pequeña que dormía plácidamente, iluminada por la suave luz que Paula acababa de encender. No hizo ademán de acariciarla, ni miró a su alrededor para ver la habitación decorada con cubos de letras del alfabeto, cortinas de colores, o las estanterías llenas de libros infantiles, peluches y otros juguetes. Sólo se quedó allí, mirándola.
Por fin, Paula se acercó a su lado.


—¿De verdad es mi hija? —preguntó él, con voz entrecortada e intensamente emocionada.
Paula supo que la pregunta no quería ofenderla.


—De verdad lo es —le aseguró ella, suavemente—. Puedes acariciarla.

Las grandes manos de Pedro estaban inmóviles, sujetando con fuerza la barandilla de la cuna. Pedro no hizo ademán de moverse, y Paula, incapaz de soportarlo más, le tomó una mano y, cuando vio que él no oponía resistencia, la levantó y la colocó sobre la espalda de Olivia.
Paula tenía un nudo en la garganta. El cuerpo de su hija parecía increíblemente diminuto y frágil con la mano de Pedro cubriéndole prácticamente toda la espalda.

Incluso sintió un cosquilleo en la mano cuando rozó la piel masculina. No era justo. Incluso un contacto inocente como aquél le aceleraba los latidos del corazón. Ni antes ni después de Pedro había conocido a ningún hombre capaz de afectarla tanto con tan poco esfuerzo. Y seguro que él no tenía ni idea.

Pero ella sí. Sabía con toda certeza que siempre compararía a todos los hombres con Pedro.

Tenía la esperanza de casarse algún día, pero era lo bastante realista para saber que no podría ofrecer a nadie la clase de amor apasionado e intenso que sentía por Pedro. También sabía que nunca podría fingir amor por alguien sólo para conseguir un anillo en el dedo, por lo que temía que habría muchas noches y años de soledad en su futuro, sólo interrumpidos por las alegrías de la maternidad.

Un movimiento la apartó de sus pensamientos. Olivia había empezado a moverse en sueños, y automáticamente Pedro la tranquilizó con un suave movimiento circular en la espalda. La pequeña suspiró y dejó de moverse, pero él no. Pedro extendió el dedo índice y acarició casi sin rozarla la suave mejilla de la pequeña. Le pasó el dedo por los rizos pelirrojos y después apoyó la mano sobre la diminuta manita de la niña.

Paula creyó que se le partía el corazón en dos cuando Olivia sujetó en sueños uno de los dedos masculinos, sin despertarse. Con un nudo en la garganta, tuvo que contener un gemido ante la ternura del momento.
Tragó saliva varias veces hasta que logró contener la emoción y las lágrimas. Entonces abrió la boca para susurrar una disculpa, pero cuando vio el rostro masculino las palabras murieron en su garganta.

Pedro tenía lágrimas en las mejillas. Iluminadas por la luz de la luna que se colaba por la ventana, las lágrimas habían dejado un rastro desde los ojos hasta la mandíbula, pero él no pareció darse cuenta, ni siquiera cuando una de ellas le cayó al dorso de la mano, todavía sujeta a la barandilla de la cuna.

El dolor del hombre la afectó como nada le había afectado desde la noticia de su muerte. Y con ello volvieron los remordimientos. Ella era la causante de su agonía. Ella era la fuente de la tristeza que lo asolaba.

Pedro se alejó de la cuna lentamente, dirigiéndose hacia la puerta de la habitación. Paula lo siguió también despacio, esta vez incapaz de contener las lágrimas. Mientras avanzaban por el pasillo, Paula tragó el gemido que le atenazaba la garganta y habló.


—Pedro, no...


—No —la interrumpió él, levantando una mano sin volverse a mirarla—. Ahora no puedo hablar contigo —dijo, bajando las escaleras.

Paula no dijo nada más y observó, estupefacta, cómo Pedro salía por la puerta de su casa sin decir ni una palabra más.

Pedro sabía que Paula había ido a trabajar al día siguiente porque estaba aparcado cerca de su casa, esperándola. Cuando Paula se apeó del monovolumen que conducía, lo rodeó, abrió la puerta corredera lateral y sacó lo que parecía una bolsa de veinte kilos, probablemente llena de exámenes o trabajos para corregir.

Verla arrastrar una carga tan pesada por los peldaños del porche despertó en él dos emociones. La primera fue el impulso instintivo de protegerla. Paula no debería cargar con tanto peso. La segunda fue otro arrebato de la misma ira que lo había consumido la noche anterior, cuando empezó a digerir el hecho innegable de que tenía una hija y que se había perdido medio año de su vida sólo por la decisión de Paula de no comunicarle su embarazo y maternidad. Ni siquiera sabía cuándo era el cumpleaños de su hija, aunque era capaz de calcular aproximadamente el mes de su nacimiento.

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