Su marido. Lo había amado. Lo había odiado. Y ahora se había ido. El dolor y el sentimiento de culpa dejaban a Paula Chaves helada hasta los huesos. Había querido terminar con ese matrimonio, pero no de esa forma. Nunca de esa forma.
Deseando quitarse los zapatos de tacón y el ajustado vestido negro, cerró la puerta cuando salió el último de los parientes y se apoyó en ella, con los ojos cerrados. Odiaba aquel vestido, pero era el único de color negro que no tenía escote... y a Brett le gustaba. Paula se alegró de que aquél fuera el último día que tenía que impresionar a nadie.
—¿Te encuentras bien? —la profunda voz de su cuñado, Pedro, la sobresaltó.
Paula apretó los dientes mientras se daba la vuelta, con una sonrisa falsa en los labios.
—Creía que te habías ido.
Deseaba que se hubiera ido porque no quería que la viera así: débil, angustiada, perdida. Su mundo estaba patas arriba y no tenía fuerzas para fingir más, ni siquiera por Pedro.
—Salí al jardín un momento.
Perder a su hermano pequeño había sido terrible para él. El dolor había ensombrecido sus ojos miel, marcando las arruguitas que tenía alrededor. Sus atractivos rasgos estaban pálidos y su pelo oscuro parecía despeinado por la brisa, o por unos dedos nerviosos.
—Deberías irte a casa, Pedro.
«Por favor, vete antes de que me derrumbe».
—Sí, debería. Pero me siento tan... vacío —suspiró él. Con el flequillo sobre la frente parecía más un universitario que el jovencísimo propietario de una empresa de informática.
—Sí, entiendo.
—Estoy esperando que Brett entre por esa puerta riendo y gritando: «¡Era una broma!».
Sí, a Brett le gustaban las bromas crueles. Ella había sido objeto de muchas. Y la peor de todas era el desastre económico en que la había dejado sumida. Pero ni siquiera él podía haber falseado el accidente de coche en el que había perdido la vida. —¿No te importa quedarte sola?
Sola. Las paredes de aquel mausoleo empezaban a ahogarla. En aquel momento, necesitaba un abrazo más que nada, pero había aprendido a sobrevivir sin ellos. Paula se mordió los labios, abrazándose a sí misma.
—No me importa.
Le quemaban los ojos por falta de sueño y le dolía todo el cuerpo de estar paseando toda la noche. Ojalá nunca hubiera encontrado esa llave entre los efectos personales que le habían dado en el hospital. Si no hubiera encontrado la llave, no habría abierto la caja fuerte. Y si no hubiera abierto la caja fuerte... Paula respiró profundamente.
¿Qué iba a hacer?
Estaba buscando los papeles del seguro de vida, pero lo que había descubierto eran extractos de cuentas bancarias en las que no había dinero y un diario privado en el que su marido escribió que nunca la había amado, que la encontraba tan sosa en la cama que tuvo que buscar otra mujer. Había catalogado sus defectos al detalle.
—¿Paula? —Pedro levantó su barbilla con un dedo—. ¿Quieres que me quede esta noche? Podría dormir en la habitación de invitados.
No, no podía. Porque ella llevaba meses durmiendo en la habitación de invitados. Y si Pedro veía sus cosas allí, sabría que nada iba bien en el hogar de los Alfonso.
No quería contarle que Brett y ella no se entendieron nunca, ni que había sospechado que su marido tenía una aventura. Incluso consultó con un abogado sobre el divorcio, pero Brett decía que el problema era su trabajo y la convenció para que le diera otra oportunidad.
Paula había dejado que la convenciese de que un hijo resolvería todos los problemas y se acostaron juntos por última vez... poco antes de encontrar pruebas de su infidelidad, de perder los nervios y echarlo de casa.
Una hora después, Brett moría en un accidente de tráfico.
—Estoy bien —dijo con voz rota. No tenía dinero, ni trabajo, ni forma de pagar la extravagante casa que Brett insistió en comprar. Tenía que pagar el coche, las deudas... y por si eso no fuera suficiente...
Paula se llevó una mano al abdomen, rezando para no haber quedado embarazada tras la última noche con su marido. Adoraba a los niños y siempre había querido tener una familia, pero en aquel momento no sabía siquiera cómo iba a cuidar de sí misma.
Pedro la abrazó y Paula apoyó la cabeza en su hombro. Pero no quería llorar... no quería llorar y apretó los labios para no hacerlo. Sobreviviría, conseguiría salir de aquel lío.
—Tranquila —murmuró él.
Paula notó su aliento en la frente, sus manos grandes en la espalda, el aroma tan
masculino de su colonia... y sintió un escalofrío. Sorprendida, intentó apartarse, pero él no la dejó. Lo sintió temblar y después, algo húmedo rozando su cuello. Las lágrimas de Pedro.
Se le encogió el corazón. Pedro había estado a su lado mientras identificaban el cadáver de Brett y, durante el funeral, intentó esconder su pena para darle valor. Por eso, verlo así era más doloroso.
Paula decidió concentrarse en el dolor de su cuñado porque el suyo estaba mezclado con otras emociones: desilusión, fracaso, rabia, traición, culpa.
—Se nos pasará —murmuró—. Todo pasará, ya lo verás.
Deseando ofrecerle el consuelo que necesitaba, enredó los brazos alrededor de su cintura, susurrando palabras tranquilizadoras en su oído, pero nada de lo que dijera podría cambiar lo que había pasado. No podía devolverle la vida a Brett.
Pedro enterró la cara en su cuello. Su aliento le quemaba la piel y sintió un extraño cosquilleo en el abdomen. Hacía años que nadie la abrazaba así. Llevaba mucho tiempo helada por dentro y no era culpa de Pedro que su cuerpo reaccionase de esa forma.
Él se apartó entonces, pasándose una mano por la cara.
—Se me pasará enseguida.
—Es normal —murmuró Paula.
Ver llorar a aquel hombre tan fuerte le encogía el corazón. Enternecida, se puso de puntillas para darle un beso en la cara, pero él volvió la cabeza de repente y... lo besó en los labios sin querer. Cuando las solapas de su chaqueta rozaron sus pechos, Paula se sintió avergonzada al notar que había una reacción sexual.
¿Cómo podía responder con Pedro y no con su marido?
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