Divina

Divina

jueves, 18 de junio de 2015

Mujer prohibida Capítulo 6



Un golpecito en la puerta la sobresaltó.


—¿Sí?

Opal asomó la cabeza con un montón de cajas, que dejó en el suelo.


—¿Quiere que la ayude?


—No, gracias.


—Pedro me ha dicho que va a trabajar con nosotros. ¿Qué sabe hacer?

El tono frío de la mujer dejaba claro que no le hacía mucha gracia. Paula suspiró. ¿Qué sabía hacer, además de servir mesas y planear elaboradas cenas para los amigos de su marido?


—Yo... ayudaba a Brett cuando llevaba trabajo a casa y...

Paula se mordió los labios. Había cuidado a los niños de sus vecinos sin que su marido lo supiera. Y con ese dinero se pagó un curso de informática. Pero Brett había desaparecido. Sus secretos ya no podían hacerle daño.


—¿Sabe algo de informática?


—He hecho un curso con los programas básicos.


—Bueno, al menos sabe algo —suspiró Opal—. A ver si reconoce estos programas —murmuró, encendiendo el ordenador.

Cuando Paula vio los programas, dejó escapar un suspiro de alivio.


—Sí, creo que sé usarlos.


—Si supiera usar un programa para crear folletos promocionales, me alegraría el día —dijo la secretaria entonces—. Brett estaba trabajando en eso antes del accidente, pero el proyecto ha terminado sobre mi mesa.
Paula sonrió.


—Le eché un vistazo al programa mientras Brett trabajaba en él. Además, hice un curso de diseño gráfico por ordenador.
Opal levantó una ceja.


—¿Está dispuesta a intentarlo? Nos ahorraríamos tener que contratar a una empresa de fuera.

¿Qué podía perder?, se preguntó Paula.


—Puedo intentarlo.


—Estupendo. Haga lo que pueda y luego le presentaremos el proyecto a Pedro, a ver qué dice. ¿Le importaría trabajar en este despacho? Los archivos están en el disco duro.
Paula se mordió los labios. El despacho de Brett...


—De acuerdo.

Si lo intentaba, seguramente podría olvidar que Pedro estaba sólo a unos metros de allí.

¨¨¨¨

—No quiero que la policía se meta en esto, Carter —Pedro miraba a su antiguo compañero de facultad mientras tomaban una cerveza—. Quiero saber quién me está robando, pero no me apetece denunciarlo públicamente.


—Muy bien. Es una empresa privada, así que no vas a ocultarle información a ningún inversor.


—Mi cuñada y yo somos los propietarios de la empresa, pero prefiero que Paula no sepa nada de la investigación. Ella ya tiene suficientes problemas como para preocuparse de esto.


—Sí, ya... Oye, siento mucho lo de Brett —murmuró Carter, rozando el posavasos con el dedo—. ¿Crees que alguno de tus empleados está metido en esto?

Pedro intentó controlar la angustia que sentía cada vez que alguien mencionaba el nombre de su hermano.


—Lo que he averiguado me lleva en esa dirección, pero sólo somos quince y nos llevamos muy bien... No me imagino a ninguno de mis empleados llevándose secretos de la empresa a la competencia. O me he perdido algo en mis investigaciones o...


—¿Tú? Lo dudo. Además, ya sabes que el robo de secretos informáticos es bastante habitual.

Que alguien le estuviera pasando sus programas a la competencia era algo incomprensible para Pedro. El comía en casa de sus empleados, conocía a sus familias, incluso jugaban juntos al fútbol.


—Yo confío en mi equipo.

Carter lo miró, escéptico.


—Pues mi trabajo consiste en averiguar si confías demasiado. ¿Quieres que trabaje desde dentro o desde fuera?


—Con tu reputación como detective informático, sonaría la alarma en cuanto aparecieses en la oficina. Yo te daré las claves.


—¿Y nadie se dará cuenta?


—La persona que se encarga de controlar a los intrusos está de baja por maternidad hasta el mes que viene. Y el resto está hasta el cuello de trabajo con un proyecto para una empresa farmacéutica, pero te daré mi contraseña, por si acaso.


—¿Tanto confías en mí? —rió Carter.


—Como en un hermano.


—Lo mismo digo. Bueno, ¿y cuánto te ha costado esto?


—Una fortuna. Estábamos a punto de lanzar un nuevo programa, pero alguien nos ganó por la mano. Y sospecho que no es la primera vez. Tuvimos un incidente parecido hace un par de meses. Entonces pensé que había sido mala suerte, pero ahora no estoy tan seguro.


—¿Esto representa un problema serio?
Pedro asintió con la cabeza.


—Sí. Hay que hacer lo que sea para evitar que ocurra de nuevo.


—Encontraremos al ladrón. Mientras tanto, necesito los nombres de todos tus empleados... y quiero saber quién tiene acceso a qué.

Pedro terminó su cerveza.


—Te enviaré un e—mail desde la oficina. Siendo viernes por la noche, no quedará ni un alma.


—La información que tengo aquí es suficiente para empezar —dijo Carter, señalando la carpeta.


—Gracias. Esto es muy importante para mí. Te debo una.
Su amigo sonrió.


—De eso nada. Así quedaremos en paz.

No era una inútil y lo había demostrado. Paula llevaba tres días peleándose con los folletos y estaba decidida a terminar aquella misma noche para no pasarse todo el fin de semana pensando en el asunto.

Tragando saliva para controlar el sabor amargo que tenía en la boca, aumentó el tamaño de la figura que había en la pantalla. Por fin, su estómago parecía haberse dado cuenta de que no iba a parar para comer o cenar. Había dejado de rugir horas antes y ahora parecía dar vueltas como el tambor de una lavadora. Debería marcharse a casa, pero le quedaba poco para terminar...

Su estómago empezó a protestar de nuevo. Con un vaso de agua se le pasaría, pensó, levantándose. Pero tuvo que agarrarse a la mesa para no perder el equilibrio. No podía ponerse enferma... tenía que probarle a todo el mundo que era capaz de hacer su trabajo.

Paula salió al pasillo tapándose la boca con la mano. Afortunadamente no había nadie en la oficina, de modo que nadie pudo verla corriendo al lavabo para vomitar.

Pero la puerta se abrió de golpe.


—Paula, ¿te encuentras bien? Te he visto entrar corriendo...

Pedro.

¿Por qué aquel hombre la encontraba siempre en el peor momento?


—Estoy bien —consiguió decir... antes de vomitar de nuevo.

Oyó el grifo del lavabo y enseguida sintió una toalla mojada sobre la frente. Paula le hizo un gesto para que se fuera, pero Pedro no se movió.

Después de lo que le pareció una eternidad, por fin las náuseas desaparecieron. El duro suelo se clavaba en sus rodillas y, temblando, tiró de la cadena.

Le daba vueltas la cabeza y tuvo que agarrarse a la pared, pero Pedro la sujetó por la cintura.


—Tranquila, bebe un poco de agua.

Al ver su imagen en el espejo, Paula hizo una mueca. Se le había corrido el rimel y estaba pálida como una muerta. «Estupendo», pensó. Nerviosa, se mojó la cara con una toalla.


—¿Estás embarazada? —preguntó Pedro.

Paula se mordió los labios mientras hacía un rápido cálculo mental. Con los nervios por vender la casa y empezar a trabajar había olvidado... o quizá había querido olvidarlo.


—No lo sé.


—Te llevaré a casa y en el camino compraremos un test de embarazo.

Ella hizo una mueca. Si estaba embarazada quería descubrirlo a solas para decidir qué iba a hacer.


—No es necesario.


—Sí lo es. Podrías estar embarazada de mi hijo —dijo Pedro.


—O no —replicó Paula—. Además, podría ser la gripe o un virus... cualquier cosa.

Pedro no parecía convencido. Y lo peor era que ella tampoco lo creía. Con su mala suerte, seguramente estaría embarazada de Brett... ahora que no podía permitirse tener una familia después de haberla deseado tanto.

Y si fuera hijo de Pedro...


—¿Has comido? —preguntó él.

Paula hizo una mueca.


—Sí... bueno, no. No he comido nada desde el desayuno.

Pedro chasqueó la lengua.


—Voy por un zumo y unas galletitas de la máquina. Nos vemos en la puerta dentro de tres minutos.


—Pedro...


—Paula, por favor —la interrumpió él. Su tono le advertía que discutir sería una pérdida de tiempo.

Además, estaba demasiado cansada, así que aceptó que la llevara a casa y fue comiendo galletitas hasta la farmacia. Él mismo bajó del coche para comprar el test y, veinte minutos más tarde, paraba delante de su casa.

Paula no tenía energías para hacerse el test esa noche. Sólo quería meterse en la cama y dormir hasta el día siguiente.


—Nos vemos mañana.


—Voy a entrar contigo.

Ella dejó escapar un suspiro. El garaje estaba cerrado, de modo que no le quedaba más remedio que entrar por la puerta principal, pero le temblaban las manos mientras sacaba la llave. Cuando atravesaron el vestíbulo no podía mirarlo; no podría soportar ver el arrepentimiento en sus ojos.


—Espérame en el salón, vuelvo enseguida.

Sus tacones repiqueteaban por el suelo de mármol. La bolsa del test le pesaba una tonelada mientras subía por la escalera... y entonces oyó los pasos de Pedro.


—¿Qué haces?


—Esperaré arriba mientras te haces el test.

Paula entró en el cuarto de invitados. Ni siquiera por Pedro podría soportar estar en la habitación que había compartido con Brett, la habitación en la que se había sentido como un fracaso, cuando descubriera si iba a o no a ser madre.


—¿No duermes en el dormitorio principal?


—Estos muebles eran de mi familia. Mi abuela me regaló esa colcha cuando me casé y necesitaba... —Paula no terminó la frase.


—Tenerla cerca —dijo él, comprensivo. Brett nunca había aceptado su necesidad de conservar esos recuerdos. Su marido quería tirar lo que llamaba «trastos viejos».

Lo último que vio antes de cerrar la puerta del baño fue a Pedro sentándose sobre la cama de bronce. Estoico y decidido a hacer lo que creía mejor, no podía ser más diferente de su hermano, que solía elegir el camino más fácil.

Paula leyó las instrucciones dos veces. Le temblaban las manos y tenía los dedos de mantequilla. Tres minutos. Si salía un punto rosa, era que sí.

Siguió las instrucciones y luego se lavó las manos, se cepilló los dientes y miró el reloj. Faltaban dos minutos. Sin mirar el test, se cepilló el pelo y, nerviosa, colocó las cosas que había sobre el lavabo. No oía nada al otro lado de la puerta. ¿Estaría Pedro tan nervioso como ella?

Miró su reloj de nuevo. Faltaba un minuto. ¿Quería tener un hijo?

Sí.

No.

No podía decidirse. La razón luchaba contra la emoción. Quería un hijo, pero no podía permitírselo en aquel momento.

Con el corazón acelerado y la frente cubierta de sudor, se concentró en la segunda manecilla del reloj y contó hacia atrás: cinco, cuatro, tres, dos, uno. Con el corazón en la garganta, miró el test de embarazo.

Un puntito rosa.

La primera reacción fue de alegría, pero entonces la realidad apareció como una mano helada.




Estaba esperando un hijo, pero ¿de quién?

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