Brett decía que era frígida. Pero no había sido frígida hasta que él le hizo daño buscando su propio placer, sin pensar en ella. Después de eso, cada vez que la tocaba algo se le encogía por dentro. Paula temía la intimidad del matrimonio porque representaba su fracaso como esposa y como mujer.
—Quiero olvidar —la voz angustiada de Pedro amenazaba con romper el dique emocional que Paula había construido alrededor de su corazón.
—Yo también —murmuró, tocando su cara. El roce de su barba, tan masculina, hizo que sintiera un escalofrío.
Estaban muy cerca. El dolor en los ojos de Pedro se volvió sorpresa y luego otra cosa... algo que la calentaba por dentro, que le daba miedo, que aceleraba su corazón. Pero no podía apartar la mirada.
Paula se pasó la lengua por los labios, buscando las palabras que rompieran aquel momento prohibido.
Pedro la miraba con los ojos ardiendo y, antes de que pudiera apartarse, buscó sus labios en un beso desesperado. Una ola de deseo la transportó a su última cita con Pedro, cinco años antes, cuando pensó que él podría ser el hombre de su vida. La transportó a un tiempo en el que su corazón no estaba roto, antes de que Brett entrase en su vida, cuando se sentía hermosa y deseable y aún tenía esperanzas para el futuro en lugar de desesperación.
Pedro se apartó y sus miradas se encontraron por un momento. Levantó una mano para acariciar sus labios con un dedo... Paula podría haberse apartado, pero no lo hizo y él inclinó la cabeza para besarla en la frente, en las mejillas.
Debería detener aquello, pensaba. Pero su cuerpo había estado muerto durante tanto tiempo que las caricias de Pedro lo despertaban a la vida. Era como si hubiese apartado la piedra de entrada a la cueva donde había enterrado su alma durante aquellos cuatro años.
El calor que transmitía derretía lo que su marido había congelado con sus insultantes comentarios.
Los labios de Pedro rozaron los suyos una vez, dos veces, como pidiéndole permiso, antes de tomar su boca ansiosamente.
Paula abrió los labios, dejando que la explorase, disfrutando del roce de su lengua. Durante su matrimonio se había acostumbrado a los besos asfixiantes de Brett, pero no sabía cómo reaccionar ante la suave persuasión de aquel hombre, su cuñado. No sentía repulsión alguna y él la apretaba sin hacerle daño. No tendría cardenales cuando terminase aquella locura. Y terminaría.
«Ahora», se dijo. Pero no tenía fuerza de voluntad para apartarse.
—Dime que me vaya —murmuró Pedro. A pesar de eso, deslizaba las manos por sus costados, por sus caderas, apretando su trasero hacia él.
El calor de su cuerpo traspasaba la tela del vestido. El cuerpo duro del hombre se aplastaba contra el suyo y sentía el rígido miembro apretándose contra su abdomen. No podría haberse apartado aunque su vida dependiera de ello. Pero le temblaban las piernas y, sujetándose a las solapas de su chaqueta, Paula echó la cabeza hacia atrás, buscando aire.
Apenas tuvo tiempo de respirar antes de que Pedro devorase su boca con un ansia que debería haberla asustado. Pero no era así, todo lo contrario. Sus caricias encendían una hoguera en su interior, una hoguera que ella creía apagada para siempre. Paula dejó escapar un gemido cuando él, acariciando ansiosamente sus pechos, apartó sus piernas con la rodilla todo lo que daba de sí la tela del vestido.
Sentía un deseo en el bajo vientre que no había sentido en años. Le temblaban las rodillas. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? No podía responder a ninguna de esas preguntas. Apartando la chaqueta, empezó a acariciarlo por encima de la camisa. El corazón de Pedro latía con fuerza, igual que el suyo.
Él se quitó la chaqueta con un abrupto movimiento y volvió a abrazarla. Su mirada cobalto chocó con la suya. La pasión que había en sus ojos la hacía temblar. Por dentro, por fuera, por todas partes.
Pedro metió los dedos en su pelo para quitarle las horquillas que sujetaban su larga melena rubia.
—Paula —dijo con voz ronca. No sabía qué le estaba pidiendo y daba igual porque la voz, junto con la cordura, la habían abandonado. Sólo podía pensar que Pedro la deseaba.
Levantó una mano para tocar su cara y él aprovechó para besar apasionadamente su muñeca.
Luego, sin decir nada, tiró hacia arriba del vestido. A Paula se le quedó el aliento en la
garganta. Los largos dedos del hombre dejaban un rastro de fuego en su piel, en contraste con el aire frío que helaba sus muslos mientras le bajaba las bragas. La acariciaba con una ternura que la derretía por dentro. Paula echó la cabeza hacia atrás, dejando escapar un gemido de placer.
Pedro la llevó hasta la escalera y la empujó suavemente para sentarla en el primer peldaño. Así, sentada, le quitó las bragas, y empezó a desabrocharse el cinturón. Clavando las uñas en la alfombra, Paula luchó para recuperar la cordura.
Un fragmento de su mente reconocía lo que iba a pasar si no ponía fin a aquella locura. Debería detenerla, pero se sentía viva por primera vez en años. Viva y excitada como nunca. Como una mujer y no como un bloque de hielo. De modo que permaneció muda.
En lugar de empujar a Pedro, alargó una mano para ayudarlo a bajarse los pantalones. Jadeando, él separó sus muslos, tumbándola de espaldas sobre la escalera, consumiendo su boca con besos que le robaban la razón. La cabeza de su erección se abrió paso entre sus pliegues y, cuando empujó con fuerza, Paula se quedó sin aire en los pulmones.
«No me duele», pensó por un segundo. Pedro empujaba con fuerza, sin dejar de acariciarla allí donde sus cuerpos se unían, en el centro neurálgico de su ser, besándola en el cuello, apretando su trasero, haciéndole experimentar un placer que le resultaba completamente nuevo.
Sorprendida, clavó las uñas en sus firmes nalgas mientras Pedro la mordía en el cuello, murmurando su nombre, sin dejar de poseerla.
Enredando los brazos alrededor de su cuello, Paula se perdió en aquella enajenación. Con los músculos relajados, abrió más las piernas para dejar que la poseyera profundamente, tanto como para llegar a las porciones de su alma que había tenido escondidas durante años.
Pedro devoraba su boca como un hombre hambriento y ella se arqueó para recibir sus embestidas. Él se estremecía, empujando con fuerza, jadeando roncamente como un animal herido.
Poco después, cayó sobre ella, aplastándola contra la escalera. Sus jadeos resonaban por todo el vestíbulo. Flotando en una nube, Paula apretó los labios contra el cuello del hombre para disfrutar del sabor salado de su piel.
Después, puso las manos sobre el corazón de Pedro, intentando entender lo que había pasado. ¿Por qué? ¿Y por qué con él, con su cuñado? El vacío en el que había vivido durante años había desaparecido por completo. Hacer el amor con Brett, si podía llamarlo así, jamás la había conmovido como copular con Pedro. Incluso enfebrecido, había pensado en ella y, sin embargo...
Dios santo, ¿qué había hecho?
El sudor hacía que la camisa de Pedro se pegara a su espalda como una segunda piel. Su corazón latía como si quisiera salirse de su pecho y jadeaba angustiosamente para buscar aire.
Paula lo empujó entonces. La combinación de pánico y remordimientos que vio en sus ojos miel le hizo un nudo en el estómago. Y la vio cerrar los ojos cuando miró su alianza.
¿Qué había hecho? ¿Cómo podía haberse aprovechado de la viuda de su hermano? Pedro intentó levantarse, pero le temblaban las piernas. Avergonzado, se subió los pantalones y, con las prisas, estuvo a punto de tener un accidente mientras se subía la cremallera.
—Lo siento, Paula. Esto no debería haber pasado —su voz parecía la de un desconocido, pero era un milagro que hubiese podido decir una sola palabra.
Ella se levantó, bajándose primorosamente el vestido. Pero cuando vio las braguitas negras en el suelo de mármol blanco su rostro se descompuso.
Pedro cerró los ojos. Había perdido el control. Le había hecho el amor a su cuñada en el suelo, como si fuera un adolescente.
«Idiota». «¿En qué estabas pensando?».
—No pasa nada, Pedro. Los dos necesitábamos olvidar por un momento. No volverá a ocurrir —murmuró ella, casi sin voz.
—¿Quieres olvidar lo que ha pasado?
Él no podría. ¿Cómo iba a olvidar la suavidad de su piel, el sabor de sus labios, el calor de su cuerpo?
—Sí.
—A menos que tomes la píldora, olvidar podría no ser tan fácil. No he usado nada... Lo siento. Si te sirve de consuelo, no me había pasado nunca.
Paula cerró los ojos, tragando saliva. El vestido negro se ajustaba a cada curva de su cuerpo como una tentación.
—Paula, ¿tomas la píldora?
—Yo... Estoy muy cansada.
—¿Paula?
—No tomo la píldora y el momento... el momento no era el mejor.
Pedro la tomó por los brazos.
—¿Qué estás diciendo, que podrías quedar embarazada? ¿Cómo puedes saberlo?
Su rostro perdió todo el color, acentuando las profundas ojeras. El deseo de apretarla contra su corazón era tan fuerte que Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para apartarse. El deseo de consolarla acababa de hacer que perdiese la cabeza...
Había cruzado una línea prohibida.
Pedro se metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras ella, distraídamente, se llevaba una mano al abdomen donde, en aquel momento, sus células podrían estar mezclándose para crear una nueva vida. Pedro no podría ponerle nombre a las emociones que despertaba ese pensamiento.
—Brett y yo estábamos intentando tener hijos y... el día que murió había empezado mi ciclo de fertilidad.
El apretó los labios, angustiado. Después de enterrar a su hermano pequeño, le había hecho el amor a su cuñada... La mujer a la que debería proteger ahora que estaba sola.
Entonces recordó lo que acababa de decir: Brett y ella habían querido tener hijos. Brett era la única familia que tenía y su hijo podría estar creciendo en aquel mismo instante en el vientre de Paula. Pedro se agarró a lo que quedaba de su hermano como si fuera un salvavidas.
Podía ser tío.
O padre.
Nervioso, tuvo que tragar saliva. Lo primero sería una bendición, lo segundo una maldición por haber tomado lo que no era suyo. Y, sin embargo, le hacía ilusión que Paula tuviera un hijo suyo.
Debería marcharse de allí, pensó, para poder pensar con claridad, para recuperar la razón que había perdido durante unos minutos. Pero no podía hacerlo hasta que supiera si Brett le había dejado dinero a su mujer.
—Me quedé porque quería saber si podrás mantenerte con el seguro de vida de mi hermano —dijo, con voz ronca.
El silencio se alargó tanto que pensó que Paula no iba a contestar. Pero entonces ella levantó la mirada.
—Tu hermano había dejado de pagar el seguro.
Genial. Brett nunca se había molestado en lo que consideraba detalles triviales.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
Ella se cambió de pie, incómoda. Ese gesto le recordó que estaba desnuda y húmeda bajo el vestido. Pero sería mejor no pensar en eso.
—Prefiero no hablarlo ahora mismo, Pedro.
—Sé que estas cansada, que ha sido un día terrible para ti... y yo he metido la pata hasta el fondo. Pero no me iré hasta que me digas si tienes dinero.
—Eso no es problema tuyo. Tendré que buscar trabajo...
—¿De qué?
—No lo sé. Antes era camarera.
Paula era camarera en un café de Chapel Hill cuando la conoció, cinco años antes. Entonces era una cría de diecinueve años que atraía a todos los clientes con su preciosa sonrisa y sus ojos verdes. Su uniforme consistía en una blusa blanca de cuello cerrado y una minifalda negra que dejaba al descubierto unas largas y torneadas piernas...
Le pareció tímida hasta que empezó a conocerla. Entonces descubrió que era una mujer ambiciosa. Paula soñaba a lo grande y eso era algo que tenían en común.
Tardó meses en pedirle que saliera con él porque tenía nueve años más que ella, pero al final no pudo resistirse. Pero cuando empezaron a salir cometió el segundo gran error de su vida: se la presentó a su hermano. Un viaje de negocios lo obligó a salir de la ciudad y, cuando volvió, la encontró casada con él.
«Olvídate de eso, Alfonso. No puedes cambiar el pasado. Ella eligió a Brett».
—Trabajando de camarera ganarías el sueldo mínimo. Tú mereces algo más que eso.
—Pedro, sólo tengo el bachiller y un semestre en la universidad. No estoy cualificada para casi nada.
—Deberías haber terminado la carrera.
Paula apartó la cara y Pedro se percató de que tenía unas marcas rojas en el cuello. La había marcado con su pasión, pensó. El deseo de acariciar esa marca, de devolverle el color natural a su piel, lo pilló por sorpresa.
—Brett quería que me quedara en casa.
Él arrugó el ceño. No era eso lo que su hermano le había contado.
—¿Has hablado con el administrador?
—No, yo... Brett se encargaba de todo.
Pedro suspiró. Su hermano era un genio del marketing, pero los números nunca habían sido lo suyo.
—¿Cuándo vas a hablar con él?
—Lo veré dentro de unos días, pero le he echado un vistazo a las cuentas y... voy a vender la casa.
¿Vender la casa? Eso no tenía sentido. Brett ganaba un buen sueldo como director de marketing de la empresa Alfonso—Software.
—¿Vas a vender la casa? ¿Por qué?
Paula levantó la cabeza, con expresión cansada.
—Es demasiado grande para mí.
Pedro masculló una maldición. Si Brett hubiera pagado el seguro de vida, Paula no se vería obligada a vender la casa en la que había vivido con su hermano. En la que... lo había amado. Ese pensamiento le resultó extrañamente turbador.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—No, gracias. Ya he hablado con una inmobiliaria... Van a venir a hacer la tasación.
Parecía dispuesta a hacerlo todo sola. Pero él estaba decidido a ayudarla. Paula era su responsabilidad... especialmente si llevaba un Alfonso en su vientre.
—Puedes vivir en mi casa hasta que encuentres otro sitio.
—No, gracias.
Era lógico. Después de lo que había pasado... Pedro se pasó una mano por el pelo.
—Lo que ha pasado... no sabes cómo lo lamento. No volveré a perder el control, te doy mi palabra.
¿Por qué sonaba como una mentira? ¿Y por qué Paula hizo un gesto de dolor, como si la hubiera abofeteado? Pedro se habría dado de tortas. Pero en lugar de eso, sacó unos billetes de la cartera.
—Sólo llevo esto, pero puedo darte más... todo lo que necesites.
Ella se puso pálida.
—¿Estás intentando que me sienta como una prostituta?
—¡No! Pensé que necesitarías dinero y...
Ella no hizo movimiento alguno.
—No necesito nada, gracias.
—Quiero ayudarte...
—Sé que estás acostumbrado a cuidar de Brett, pero tengo veintitrés años, Pedro. Puedo cuidar de mí misma. Y ahora, si no te importa, estoy agotada, así que... — Paula abrió la puerta. La invitación no podía ser más clara.
—Paula...
—No quiero seguir hablando. Vete, por favor.
—Muy bien, me iré. Pero tenemos que hablar.
Wowwwwwww, pinta re intrigante esta historia. De quién será el bebé???'
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