Divina

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jueves, 4 de junio de 2015

En la cama de un millonario Cap 4



Se había sentido tan mal las últimas seis semanas, preguntándose en qué se había equivocado, qué había hecho para que Pedro ni siquiera la llamara o quisiera verla...

Y en esos momentos aparecía inesperadamente, dando por zanjada aquella noche como si no hubiera sido más que la satisfacción de una breve y mutua atracción, antes de pasar al tema de Miguel Chevis: un artista de gran reputación, y muy reservado, desde hacía treinta años.

Comprobó lo poco que conocía a Pedro Alfonso.

-¿Eso es todo? -lo miró fríamente.


-¡Por supuesto que no! -rugió él para luego respirar profundamente-. ¿Intentas molestarme a propósito? -la miró con los ojos entornados.


-¡Parece que lo hago sin siquiera intentarlo! -exclamó ella.


-Ahora entiendo por qué resultabas tan intrigante aquella noche –Pedro se relajó y en su rostro apareció una sonrisa.


Eso no era lo que ella quería oír. En esos momentos no. No en ese lugar.


La primera semana tras su marcha a Nueva York, Paula no había parado de recriminarse por lo sucedido, necesitando desesperadamente la llamada de Pedro para borrar esos pensamientos negativos.


Estaba enamorada de él, totalmente cautivada físicamente por él, a pesar de ser una mujer moderna del siglo XXI.


No había hecho nada malo al pasar la noche con un hombre que le resultaba tan atractivo, y que también la deseaba a ella. Pero a medida que pasaban las semanas, su seguridad disminuía. Y en esos momentos, frente a Pedro, había desaparecido por completo.


-Puede que lo mejor sea que ambos olvidemos aquello, ¿no? -dijo ella con una mueca.


Pedro no pudo evitar sentirse irritado ante la ligereza con que zanjaba la cuestión.


De acuerdo que se había apresurado a echarla de su apartamento por la mañana hacía seis semanas, y que no la había llamado, tal y como prometió hacer, pero era un golpe para su ego descubrir que ella estaba tan dispuesta a olvidarse de aquello como lo había estado él a olvidarse de ella.


¿0 no lo estaba?


-¿Tan fácil soy de olvidar, Paula? -se acercó a ella, que tenía la mirada baja, y le acarició la mejilla con un dedo, sabiendo que seguramente se equivocaba al hacerlo-. ¿Nuestra manera de hacer el amor también es tan fácil de olvidar? -dijo con voz seductora-. ¿No te ha mantenido despierta noches enteras, pensando en cómo nos tocamos y excitamos?


Ella lo miró sobresaltada mientras el rubor aparecía en sus mejillas y sus labios se entreabrían al acercarse sus cuerpos.


-Eso creía yo... -murmuró satisfecho con la reacción de ella y le acarició los labios con un dedo antes de seguir por su garganta hasta el escote de su blusa y la cremosidad de sus pechos, sin dejar de mirarla a los ojos.


«¿Cómo me puede estar ocurriendo esto?», pensó Paula, que no podía evitar responder a sus caricias. Sus pechos se endurecieron al instante, sus pezones estaban rígidos y sensibles, sus piernas temblaban y alargó instintivamente los brazos para abrazar a Pedro.


Pero en cuanto se tocaron, Pedro la apartó de un empujón y dio un paso atrás con gesto de contrariedad.


-Eres de lo más sexy -murmuró él mientras se apoyaba en su escritorio y la miraba con sus ojos miel, directamente a los pechos.


-Señor Alfonso...


-Venga ya, Paula -rugió irritado mientras agitaba la cabeza y un brillo burlón aparecía en sus ojos-, no puedes volver a llamarme así después de compartir tu cuerpo conmigo -le recordó mientras alzaba desafiante la barbilla.


Paula sentía arder sus mejillas. ¿Por qué le hacía eso? ¿Qué perverso placer sacaba de humillarla así?


-A la vez que tú compartías tu cuerpo conmigo -le espetó, furiosa y sin importarle ya que ésa fuera su táctica para que dejara su trabajo.


Ya no le importaba si él la despedía.


-Me halaga que todavía me recuerdes entre todos tus otros amantes -sonrió burlonamente.


«Todos tus otros... pero ¿de qué estaba hablando?» Había mantenido una relación anterior a él, y de eso hacía cinco años.


-Dejemos ya este jueguecito –dijo Pedro con impaciencia mientras se ponía en pie.


-¡Menos mal! -contestó ella-. ¿Ya puedo volver a mi trabajo? -si no salía de allí iba a echarse a llorar de rabia delante de él.


-¡No, maldita sea! -estalló Pedro, sin respiración, al ver cómo ella le provocaba deliberadamente.


¿Y todo porque conocía, su relación con Miguel Chevis?


Seguramente, admitió mordazmente. De acuerdo que como artista era toda una leyenda, pero no dejaba de ser un hombre en la cincuentena, y Paula tenía veintitantos. ¡Y pensar que se había preguntado si él no sería demasiado mayor para ella!


-De acuerdo, Paula -dijo tranquilamente-, admito que tu relación con Miguel Chevis no es asunto mío...


-¿Mi qué? -exclamó ella con ojos incrédulos.


-Es agua pasada, me doy cuenta...


-¡Pasada! -Paula sacudió la cabeza- ¡Pero si ya te he dicho que ni siquiera lo conozco! -protestó indignada.


-Las pruebas demuestran lo contrario...


-¿Pruebas? -repitió-. Mira, Pedro, no tengo ni idea de qué hablas -negó con la cabeza, lanzando sus plateados mechones de pelo sobre sus cremosas mejillas-. A lo mejor es por el jet-lag. No lo sé, pero...


-Volví de Nueva York hace una semana, Paula -contestó dulcemente y con los ojos entornados mientras la escrutaba-. Me enteré de que a lo mejor un Miguel Chevis podría ponerse en venta al norte de Inglaterra -torció los labios-. Y comprenderás que nadie más que las Galerías Alfonso podían hacerse con él.


-Te referirás a Pedro Alfonso, no a las galerías -le espetó ella.


-Exactamente -sonrió-. Imagina mi sorpresa cuando descubrí el tema del cuadro...


Paula sacudió la cabeza. No tenía ni idea de qué trataba esa conversación, pero Pedro, al parecer, hacía una semana que había vuelto a Inglaterra. Una semana durante la cual ni la había llamado ni había intentado volver a verla.


Hasta ese día, que no había hecho sino humillarla y avergonzarla.


Aunque también la había tomado entre sus brazos...


Sólo para demostrar una cosa: que ella respondía a su presencia cuando él quería.


A veces se preguntaba si no le odiaba en lugar de amarle.


-¿El tema del cuadro? -preguntó ella.


-Sí -Pedro la estudiaba con los ojos entornados-. Un retrato. Una mujer... preciosa de hecho -se encogió de hombros ante la evidencia.


-¿Entonces es una de sus primeras obras?


-No -la cortó Pedro-, te puedo asegurar que es reciente: yo diría que de hace cinco años como mucho -añadió.


-Yo pensaba que ya no pintaba retratos...


-Obviamente esta mujer le inspiró lo bastante -le espetó Pedro.


A Paula no le gustaba cómo la miraba, como si diseccionara su cuerpo con sus críticas.


Un cuerpo que tan íntimamente había conocido hacía seis semanas...


Claro que entonces no tenía tantos motivos de crítica...


-Por lo que yo sé -ella se encogió de hombros-, Miguel Chevis no ha pintado un retrato desde hace más de veinte años.


-¿Dudas de mis conocimientos, Paula? -la cortó Pedro.


No, no lo hacía. Pedro no había logrado un prestigio mundial para sus galerías sin un profundo conocimiento de arte. Era tan experto en arte como buen amante.


Pedro ya estaba cansado de sus mentiras. Cruzó su despacho con decisión y descubrió el cuadro que había llevado sin dejar de mirar a Paula para comprobar su reacción.


Los ojos de ella se abrieron de par en par y su cuerpo se tensó al contemplar el retrato.


El retrato era suyo. Sentada de lado sobre una silla y vestida con un ajustado vestido de color azul oscuro. Su pelo era una preciosa cortina plateada que cubría su espalda.


Y ahí acababa toda la formalidad.


Porque su expresión sólo podía calificarse de sexualmente provocadora. Su sonrisa curvada, sus jugosos labios y sus maravillosos ojos dorados entornados: todo reflejaba su deseo. Sus pechos se marcaban bajo el vestido azul, tan ajustado que era imposible que llevara puesto algo debajo.


Esa Paula no llevaba nada debajo.


Porque esa mujer era sin duda ella misma.


Pedro había besado esos mismos labios hacía seis semanas. Había visto esa excitación en sus ojos. Había acariciado esos pechos. Había chupado esos pezones. Y esas largas piernas habían rodeado su cuerpo, más de una vez, aquella noche.


-¿Quién es...?


Pedro se volvió hacia ella con el ceño fruncido al ver lo pálida que estaba.


-Vamos, Paula -esa pregunta sobraba, y suspiró de impaciencia mientras se colocaba junto a ella-. ¡Eres tú, maldita sea! -si no fuera porque parecía que se iba a desmoronar al menor contacto, la hubiera estrangulado allí mismo.


Sin duda ella nunca pensó que ese retrato, pintado por un hombre que plasmó todo el amor que sentía por la modelo en cada pincelada, sería visto por el público en general. Por eso estaba tan impresionada. De hecho, casi había pasado a una subasta local, junto al resto de las pertenencias de una casa que habían vaciado los parientes del dueño fallecido, con lo que hubiera desaparecido de la circulación.


Por suerte, el subastador era lo bastante bueno como para reconocer la firma de Miguel Chevis: un cisne con la letra S al lado, y había llamado a un amigo suyo de Londres para que lo ofreciera a los grandes marchantes, como Pedro, que consiguió que nadie tuviera acceso al cuadro antes de que él volara desde Nueva York para verlo.


Sólo le bastó una ojeada para reconocer su autenticidad, y Pedro supo que tenía que conseguir ese cuadro.


A cualquier precio.


Había necesitado tiempo, y bastante habilidad, para negociar el precio con el nuevo propietario y el subastador antes de llevárselo con él a Londres, y su prioridad había sido hablar con Paula.


Sin duda, la modelo del cuadro.


Y, en el momento de pintarlo, la amante de Miguel Chevis.


¡Algo que ella se empeñaba en negar!


Paula se acercó al cuadro como en un sueño y alargó la mano para tocar la pintura, pero sin llegar a hacerlo. Respiraba agitadamente.


-¿Quién es? -preguntó emocionada.

-¡Por el amor de Dios, Paula, eres tú! -Pedro se acercó a ella.


-¡No soy yo! -se giró hacia él-. Míralo de nuevo, Pedro -añadió temblorosa, suplicante, observando el cuadro con una punzada de dolor en el pecho.


-Claro que eres tú...


-No -le cortó-. Tiene una marca de nacimiento, Pedro, mira ahí -señaló una marca con forma de rosa en uno de sus pechos, visible en la línea del escote bajo de su vestido azul-. Y mira aquí -se abrió la blusa, dejando al descubierto su propio pecho.


Completamente desprovisto de esa marca de nacimiento con forma de rosa...


Quienquiera que fuera la mujer del retrato, desde luego no era Paula.


Pero eso ya lo sabía ella.


Pero si no era ella...


¡No podía ser!


¿0 sí?



Y en ese momento todo se volvió negro...

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