Paula Chaves era preciosa y deseable, y respondía ante él de una forma que le resultaba irresistible. Pero era esa falta de control lo que le advertía que tenía que resistirse a ella.
Los grilletes de terciopelo de una mujer no eran para él, ni la agradable intimidad que estrechaba los lazos hasta que uno dejaba de ser dueño de sus pensamientos o acciones. Nunca más. Ésa era la causa del dolor y la desesperación que había intentado borrar la noche anterior.
Y además, era su empleada. Algo intocable. ¡Aunque había hecho bastante más que tocarla! Había creado la situación que siempre había procurado evitar.
Desde su divorcio hacía dos años, había conocido a muchas mujeres, las había invitado a una copa y a cenar, se había acostado con ellas y se había marchado sin remordimientos. Ninguna de esas relaciones había durado lo bastante para crear un vínculo, sobre todo emocional. Pero una empleada, y por eso siempre las había evitado, iba a ser un poco más difícil de evitar.
Aún no estaba seguro de cómo iba a tratar el hecho de que Paula trabajara para él. Lo más fácil sería despedirla, pero no parecía justo que perdiera su empleo por haberse acostado con él. De hecho, la mayoría de las mujeres pensarían que su trabajo sería más seguro después de acostarse con el jefe.
Contempló el rostro que dormía en sus brazos. ¿Por qué había estado Paula tan dispuesta a irse con él la noche anterior? ¿Por el mismo motivo por el que había vuelto a hacer el amor con él?
Si no era eso le esperaba una desagradable sorpresa.
Nadie, ni nada, sujetaba a Pedro Alfonso, y mucho menos una sirena de cabello rubio platino y ojos verdes.
Paula se sentía casi intimidada al entrar en la modernísima cocina varias horas después.
Se había despertado sola en la enorme cama de Pedro que le había recordado la tórrida escena de amor que allí había tenido lugar, tanto la noche anterior como esa misma mañana. Había recogido su ropa y se había dado el gusto de ducharse y vestirse antes de ir a buscar a Pedro.
Él se encontraba en la espaciosa cocina, vuelto de espaldas, mientras preparaba café. Llevaba puestos unos vaqueros desteñidos y una camisa negra.
Paula observó la musculatura de su espalda y los oscuros cabellos que le llegaban a los hombros.
Con treinta y ocho años, doce más que ella, era sin duda el hombre más maravilloso que había visto jamás. No le sobraba ni un gramo de grasa, y sus manos, que tanto la habían acariciado, eran largas y delgadas. Y hacía el amor con una maestría que denotaba una experiencia que ella estaba lejos de igualar.
Cierto que había estado casado cinco años, según Kate, otra ayudante de la galería. Se lo había contado hacía tres meses, después de otra visita relámpago de Pedro, durante la cual les había abroncado antes de irse a la galería de París a aterrorizar a sus empleados de allí.
Kate le había explicado que él era así a veces, que había tenido un hijo: un niño que había fallecido cuando tenía cuatro años. Su muerte había precipitado su divorcio hacía dos años y Pedro se hundía a veces en el torbellino de un infierno de emociones.
No era de extrañar. Paula no podía imaginarse nada más traumático que la muerte de un hijo. Pero esos retazos de información sobre su jefe no habían hecho sino aumentar su interés por él.
Le había observado a hurtadillas durante sus visitas a la galería. Le había visto sonreír sólo ocasionalmente, aunque una vez se rió abiertamente, lo que suavizó la expresión de su rostro dándole un aspecto casi infantil, salvo por el profundo gesto de dolor que nunca abandonaba sus ojos.
De vez en cuando irrumpía en la galería, con su vitalidad y energía, dejando a Paula fascinada y perpleja, para luego desaparecer con la misma vitalidad.
Pero nunca se habría imaginado Paula que la invitara a cenar como lo hizo, ni que pasaría la noche con él en su apartamento.
Pedro presintió la llegada de Paula a la cocina, y notó su silencio, de pie tras él, mientras seguía preparando café para retrasar el inevitable momento de la conversación. Conversación que a él se le antojaba inútil tras pasar la noche con una mujer.
Para él, la mañana después siempre había sido lo peor de las breves relaciones que había tenido desde su divorcio. ¿De qué se suponía que tenían que hablar? ¿Del tiempo? ¿De quién ganaría el campeonato de tenis ese año? ¿Del torneo U.S.A. de golf?
Pero la alternativa era hablar sobre volverse a ver: algo inaceptable para Pedro. Sobre todo en ese caso. Comprendía que había cometido un terrible error, y no tenía intención de enmendarlo con la pretensión de que su relación, ¿aventura de una noche?, tuviera algún futuro.
«Bueno, llegó el momento», pensó Pedro mientras se volvía hacia ella. Cuanto antes acabara con eso, antes podría proseguir con su vida.
Ella llevaba puesta otra vez la blusa de seda negra y los ajustados pantalones del día anterior, y su cabello caía sedoso por los hombros. El maquillaje pretendía, aunque no conseguía, ocultar el enrojecimiento de sus mejillas, allí donde su barba y la intensidad de sus besos habían marcado su cremosa piel.
¡No iba a continuar! Tenía que dejar de pensar en lo salvaje y dispuesta que había sido esa mujer en sus brazos. De lo contrario acabarían de nuevo en la cama.
-¿Lista para marcharte? -preguntó sin darle importancia- ¿0 prefieres tomarte antes un café? -dijo mientras sujetaba la cafetera.
Paula frunció el ceño ante tanta brusquedad. No podía esperar más para echarla. Se esfumaba la esperanza de pasar el día juntos, hablando, riendo y haciendo el amor.
-No... gracias -rechazó el café mientras se preguntaba si él esperaba que se marchara sin más.
Se produjo un incómodo silencio.
«¿A qué espera?», se preguntó Pedro. Le había ofrecido café, ella lo había rechazado y lo mejor para ambos sería que ella...
-Yo... será mejor que me vaya -dijo ella torpemente al notar la urgencia de él, pero en un tono inquisitivo: como si esperara que él le pidiera que se quedara.
¿Para qué? Habían cenado. Habían hecho el amor. Habían disfrutado. Y se había acabado. ¿Qué más esperaba de él? Porque él no tenía nada más que ofrecer.
-Mi compañera de piso seguramente se preguntará dónde estoy -añadió contrariada.
Pedro no se había molestado la noche anterior en preguntarle si estaba comprometida, o si por lo menos tenía novio. Había estado demasiado reconcentrado en su propio dolor.
Pero en esos momentos sentía curiosidad. No parecía la clase de mujer que engañara a su pareja. Pero tampoco le había parecido la clase de mujer que se acostaría con él ¡y cómo se había equivocado!
Paula pensaba que la situación era muy incómoda y no sabía exactamente cómo debía comportarse la mañana después de la noche anterior. Seguramente porque había pasado mucho tiempo desde la última mañana después de la noche anterior.
No era que fuera completamente inexperta: había mantenido una relación hacía unos años, en la universidad. Pero nunca había pasado la noche en el piso de un hombre, y ese hombre era Pedro Alfonso, su jefe desde hacía seis meses, haciendo que la situación fuera aún más incómoda.
-¿Seguro que no quieres café? -suspiró Pedro aliviado ante su sugerencia de marcharse, mientras se servía una taza sin leche ni azúcar.
Paula reconoció tristemente que la insistencia de la invitación parecía más una cortesía que otra cosa, mientras Pedro se sentaba a beberse su café sin siquiera dirigirle una mirada.
La noche anterior se había visto completamente rodeada de las atenciones de ese atractivo y seductor hombre y no se podía creer su buena suerte cuando él
pareció mostrar su mismo interés. Pero iba a tener mucho tiempo para arrepentirse si ese comportamiento distante iba a ser la tónica general.
Era el momento de acabar con esa situación embarazosa...
-Entonces me voy -dijo alegremente-. Gracias por... la cena -añadió torpemente.
«Y por todo lo demás», pensó, sin decir nada. Después de la noche anterior, eso era demasiado incómodo. Si eso era lo que se sentía a la mañana siguiente, no tenía intención de repetirlo.
Pedro advirtió con una punzada de irritación que ella lo miraba perpleja por su brusquedad. Esos increíbles ojos dorados reflejaban recelo, y sus mejillas habían palidecido ante su evidente falta de entusiasmo.
¿Qué esperaba ella? ¿Que le hiciera un juramento de amor eterno? ¿Que asegurara que sería incapaz de vivir sin ella y que la invitara a viajar con él a Nueva York esa misma mañana?
«Maldita sea», pensó. «¡Esto es la vida real y somos adultos, no unos niñatos románticos!»
Los dos se habían divertido, pero eso era todo.
-Vuelvo a Nueva York esta misma mañana -dijo él-, pero te llamaré ¿de acuerdo? -añadió sin ninguna intención de cumplirlo.
Nunca debía haberse involucrado con una empleada, y no tenía intención de arreglarlo volviendo a tener una cita con Paula.
No le cabía duda de que si volviera a ver a Paula fuera de la galería, acabarían de nuevo en la cama. Incluso en esos momentos, cuando miraba su boca y ese cabello platino, las sinuosas curvas de su cuerpo bajo la blusa de seda y sus pantalones ajustados, sentía despertarse el deseo por ella.
Paula comprendió que la estaba echando. No era tan ingenua como para no saber que cuando un hombre decía ya te llamaré después de una noche, y sin siquiera pedirle el número de teléfono, significaba que no tenía intención de ponerse en contacto con ella nunca.
Claro que en ese caso era algo distinto porque, si quería, podía conseguir su teléfono de la lista de empleados de la galería. Pero, por su tono carente de interés, ella sabía que no iba a hacerlo.
Después de la excitación de la cena la noche anterior y las horas pasadas haciendo el amor, la manera en que la había echado esa mañana había sido la experiencia más humillante de su vida.
¡Tenía que salir de allí ya!
Pedro observó que ella estaba a punto de largarse sin decir adiós. Y eso era lo que él quería, ¿o no? Frunció el ceño mientras pensaba que no le gustaba ser el receptor de la despedida. Él siempre había sido el que se marchaba, no al revés.
-Adiós, Paula -sonrió mientras atravesaba la cocina para rodearle la cintura y atraerla hacia su protuberante dureza, sin disimular su erección.
Ella lo miró con inseguridad.
«Demonios, qué bonitos ojos tiene», pensó Pedro. Qué bonito lo tenía todo, si su memoria no le fallaba. Y sabía que no.
A lo mejor podían volverse a ver...
«¡No! No seas idiota, Pedro», se reprendió a sí mismo. Era mejor dejarlo como estaba.
Dejarlo y esperar que con el tiempo ambos olvidaran que esa noche había existido.
¡Eso era exactamente lo que iba a hacer!
Wowwwwwwww, qué buen cap Yani!!!!!!!! No va a poder despegarse de ella jajajajaja
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