Pedro
El trayecto a Las Vegas fue toda una aventura. Las primeras dos horas las pasamos imaginándonos la boda perfecta al estilo de esa ciudad. Pau estuvo retorciéndose las puntas de su pelo rizado, mirándome con las mejillas sonrosadas y una sonrisa de felicidad que hacía mucho que no veía.
—Me pregunto si de verdad será fácil casarse en Las Vegas así, de improviso. Como Rachel y Ross, de «Friends» —se preguntaba sin dejar de mirar la pantalla de su móvil.
—Lo estás mirando en Google, ¿no? —inquirí. Le puse la mano en el regazo y bajé la ventanilla del coche de alquiler.
En algún punto a las afueras de Boise, Idaho, paramos a repostar y a comprar algo de comer. Pau estaba durmiéndose, tenía la cabeza echada hacia adelante y se le cerraban los párpados. Paré el motor en el área de servicio llena de camiones y la sacudí con suavidad de un hombro para despertarla.
—¿Ya estamos en Las Vegas? —preguntó medio en broma, sabiendo que apenas si habíamos recorrido la mitad del camino.
Salimos del coche y la seguí al baño. Siempre me han gustado este tipo de gasolineras. Están bien iluminadas y tienen buenos aparcamientos. Es difícil que a uno lo asesinen o algo peor.
Cuando salí del baño, Pau estaba de pie en uno de los pasillos de bollería y aperitivos, con los brazos llenos de comida basura: bolsas de patatas fritas, chocolatinas y tantas bebidas energéticas que parecía que se le iban a caer.
Me quedé atrás un momento, contemplando a la mujer que tenía delante. La mujer que iba a convertirse en mi esposa dentro de unas pocas horas. Mi esposa. Después de todo por lo que habíamos pasado, después de lo mucho que habíamos peleado por un matrimonio que, para ser sinceros, ninguno de los dos creía posible, estábamos de camino a Las Vegas para hacerlo legal en una pequeña capilla. A los veintitrés años, iba a convertirme en el marido de alguien, en el marido de Pau, y no era capaz de imaginar nada que pudiera hacerme más feliz.
A pesar de que era un cabrón, iba a tener un final feliz con ella. Me sonreiría, con los ojos llenos de lágrimas, y yo haría algún comentario mordaz sobre el doble de Elvis que iba a oficiar la ceremonia.
—Mira todo esto, Pedro. —Pau señaló con un codo la montaña de chucherías.
Llevaba puestos esos pantalones, sí, justo ésos. Esos pantalones de hacer yoga y una sudadera con cremallera de la NYU; eso era lo que iba a llevar puesto el día de su boda. Aunque tenía pensado cambiarse cuando llegáramos al hotel, no iba a llevar un vestido de novia como el que yo siempre había imaginado.
—¿No te importa no tener vestido de novia? —le pregunté de sopetón.
Abrió los ojos sorprendida, sonrió y negó con la cabeza.
—¿Y eso a qué viene?
—Curiosidad. Estaba pensando que no vas a tener la boda con la que sueñan todas las mujeres. No habrá flores ni nada.
Me dio una bolsa de palomitas dulces naranja chillón. Un viejo pasó entonces junto a nosotros y le sonrió a Pau. Sus ojos se encontraron con los míos y apartó la vista rápidamente.
—¿Flores? ¿En serio? —me preguntó ella poniendo los ojos en blanco mientras echaba a andar, ignorándome al ver que yo también los ponía.
La seguí y estuve a punto de tropezar con un niño de paso vacilante con unas deportivas con luces que iba de la mano de su madre.
—¿Qué hay de Landon? ¿Y de tu madre y David? —insistí—. ¿No quieres que estén presentes?
Se volvió hacia mí y pude ver que Pau pensaba que sería diferente. Durante el trayecto, nos cegaba tanto la emoción de haber decidido casarnos en Las Vegas que los dos nos olvidamos de la realidad.
—Ay... —suspiró y se me quedó mirando fijamente mientras me acercaba.
Al llegar a la caja registradora supe lo que estaba pensando: Landon y su madre tenían que estar presentes en su boda. Eran imprescindibles. Y Karen, a Karen se le partiría el corazón si se quedara sin ver cómo Pau se convertía en mi mujer.
Pagamos la comida basura y la cafeína. Bueno, de hecho, ella insistió en pagar y yo la dejé.
—¿Todavía quieres hacerlo? Dime la verdad, nena. Podemos esperar —le aseguré mientras me abrochaba el cinturón de seguridad.
Abrió la bolsa de palomitas de maíz naranja chillón y se echó una a la boca.
—Sí, quiero —insistió.
Pero no me parecía bien. Sabía que deseaba casarse conmigo y sabía que yo deseaba pasar el resto de mi vida con ella, pero no quería que empezara así. Quería que nuestras familias estuvieran allí. Quería que mi hermano y la pequeña Abby formaran parte de ese momento, que caminaran hacia el altar lanzando flores y arroz y haciendo todas las chorradas que la gente les hace hacer a los más pequeños en las bodas. Vi el modo en que se le iluminaba la cara mientras me contaba orgullosa cómo ayudó a organizar la boda de Landon.
Quería que todo fuera perfecto para mi Pau, así que cuando, media hora después, se quedó dormida, di media vuelta y deshice el camino hacia la casa de Ken. Cuando se despertó, sorprendida pero sin poner el grito en el cielo, se desabrochó el cinturón, se encaramó en mi regazo y me besó mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Dios, cuánto te quiero, Pedro —me dijo pegada a mi cuello.
Permanecimos una hora en el coche, con ella sentada en mi regazo. Cuando le dije que quería que Smith tirara arroz en nuestra boda, se echó a reír y comentó que seguramente lo haría con mucha precisión, grano a grano.
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Dos años después
Pau
El día de mi graduación estaba muy orgullosa de mí misma. Estaba feliz con todos los aspectos de mi vida, salvo que ya no quería trabajar en el sector editorial. Sí, Paula Chaves, la que tenía planificado hasta el más mínimo detalle de su futuro, había cambiado de opinión a mitad de carrera.
Todo empezó cuando la prometida de Landon se negó a pagarle a un organizador de bodas. Estaba empeñada en no contratar uno, a pesar de que no sabía ni por dónde empezar. Landon la ayudó, fue el novio perfecto. Se quedaba hasta las tantas mirando revistas, faltaba a clase para probar diez tipos distintos de tarta dos veces. Me encantó la sensación de estar al mando de un día que es tan importante para tanta gente. Era mi especialidad: organizar y hacer algo para los demás.
Durante la ceremonia no paraba de pensar que me gustaría poder hacer algo así más a menudo, por afición, pero pasaron los meses y me encontré yendo a exposiciones sobre bodas y, casi sin darme cuenta, estaba organizando también la de Kimberly y Christian.
Conservé mi trabajo en Vance en Nueva York porque necesitaba el dinero. Pedro se vino a vivir conmigo y me negué a que me mantuviera mientras decidía qué iba a hacer con mi vida porque, aunque me sentía muy orgullosa de mis estudios, ya no quería trabajar en ese campo. Siempre me gustará leer, los libros ocupan un lugar muy especial en mi corazón, pero había cambiado de opinión. Así de sencillo.
Pedro disfrutó de lo lindo restregándomelo. Siempre había estado segura de a qué quería dedicarme. Pero con el paso de los años, a medida que iba madurando, me di cuenta de que no sabía quién era en el momento en que me había matriculado en la WCU. ¿Cómo se le puede pedir a alguien que escoja lo que quiere hacer el resto de su vida cuando apenas está empezando a vivir?
Landon ya tenía trabajo esperándolo: maestro de primaria en un colegio público de Brooklyn. Pedro, un autor superventas del New York Times a la tierna edad de veinticinco años, ya tenía cuatro libros publicados, y yo..., en fin, todavía estaba intentando encontrar mi camino, pero eso no me preocupaba. No sentía la prisa y el agobio de siempre. Quería tomarme mi tiempo y asegurarme de que todas mis decisiones iban a hacerme feliz. Por primera vez en mi vida, estaba anteponiendo mi felicidad a la de los demás, y era una sensación fantástica.
Contemplé mi imagen en el espejo. Me había preguntado muchas veces, durante los últimos cuatro años, si iba a terminar la universidad. Y, mira, ya era una graduada universitaria. Pedro me aplaudía y mi madre lloraba. Incluso se sentaron juntos.
Mi madre entró en el baño y se colocó a mi lado.
—Estoy muy orgullosa de ti, Pau —me dijo.
Llevaba un vestido de noche que no era precisamente apropiado para una ceremonia de graduación, pero quería impresionar al personal, como siempre. Llevaba el pelo rubio rizado y con la cantidad de laca justa, y las uñas pintadas a juego con mi toga y mi birrete.
Se había pasado un poco pero estaba orgullosa de mí, y ¿quién era yo para aguarle la fiesta? Me había criado para que tuviera éxito en la vida y para que fuera todo lo que ella no había podido ser, y ahora que era adulta lo entendía.
—Gracias —le contesté mientras me daba su brillo de labios.
Lo acepté gustosa a pesar de que ni quería ni necesitaba retocarme el maquillaje. Parecía complacida de que no ofreciera resistencia.
—¿ Pedro sigue ahí fuera? —le pregunté. El brillo de labios era demasiado oscuro y demasiado pegajoso para mi gusto, pero sonreí de todos modos.
—Está charlando con David. —Ella también sonreía y mi corazón se alegró un poco más. Mi madre se pasó los dedos por las puntas de sus rizos—. Lo ha invitado a esa gala en la que va a participar.
—Estaría bien que vinierais —repuse.
Pedro y mi madre ya no se llevaban tan mal como antes. Él nunca sería su yerno favorito, pero en los últimos años había llegado a respetarlo de un modo que jamás creía posible.
Yo también he llegado a respetar mucho a Pedro Alfonso. Duele pensar en los últimos cuatro años de mi vida y recordar cómo era. Yo tampoco era perfecta, pero él se aferraba a su pasado con tanta insistencia que me destrozó por el camino. Cometió errores, errores terribles y devastadores, pero le pasaron factura. Nunca sería el hombre más paciente, tierno y cariñoso del mundo, pero era mío. Siempre lo ha sido.
Aun así, tuve que distanciarme de él después de trasladarme a Nueva York con Landon. Nos estuvimos viendo sin que fuera «nada serio», o lo menos serio que podíamos, tratándose de nosotros. No me presionó para que me fuera a vivir a Chicago y yo no le supliqué que se viniera a vivir a Nueva York. No se trasladó aquí hasta un año después de la boda de Landon, pero conseguimos hacer que funcionara a base de visitarnos siempre que podíamos. Pedro venía a verme más a mí que yo a él. Sospechaba de sus repentinos «viajes de negocios» a la ciudad, pero siempre me alegraba mucho de verlo y me entristecía cuando se marchaba.
Nuestro apartamento en Brooklyn no estaba mal. Aunque él ganaba mucho dinero, estaba dispuesto a vivir en un sitio que yo pudiera permitirme. Seguí trabajando en el restaurante mientras organizaba bodas e iba a clase, y él sólo se quejaba un poco.
Seguíamos sin casarnos, cosa que lo volvía loco. Yo no paraba de darle vueltas al asunto sin llegar a decidirme. Sí, quería ser su esposa, pero estaba cansada de tener que ponerle etiquetas a todo. No necesitaba esa etiqueta tal y como creía necesitarla de pequeña.
Como si mi madre pudiera leerme el pensamiento, se acercó y me arregló el collar.
—¿Ya tenéis fecha? —me preguntó por tercera vez esa semana.
Me encantaba que mi madre, David y su hija vinieran a visitarnos, pero me sacaba de mis casillas su nueva obsesión: mi boda con Pedro o, más bien, que no hubiera boda a la vista.
—Mamá —le advertí.
Podía tolerar que me arreglara, incluso había dejado que esa mañana eligiera qué complementos iba a ponerme, pero no iba a aguantar que me sacara el tema de nuevo. Levantó las manos en gesto de paz y sonrió.
—Está bien.
Aceptó la derrota con facilidad y supe que tramaba algo cuando me besó en la mejilla. La seguí fuera del servicio y el enfado se me pasó en cuanto vi a Pedro apoyado contra la pared. Se estaba apartando el pelo de la cara, y se recogía hacia atrás los largos mechones con una goma. Me encantaba que llevara el pelo largo. Mi madre arrugó la nariz al verlo hacerse un moño y yo me eché a reír como una niña traviesa.
—Le estaba preguntando a Pau si ya teníais fecha para la posible boda —dijo mi madre mientras él me rodeaba la cintura con el brazo y hundía la cara en mi cuello. Sentí su aliento contra mi piel mientras se reía.
—Eso querría saber yo también —le dijo levantando la cabeza—. Pero ya sabes lo cabezota que es tu hija.
Mi madre asintió, y yo me sentí orgullosa y a la vez molesta porque se estaban aliando en mi contra.
—Lo sé. Se le ha pegado de ti —lo acusó ella.
David le cogió entonces la mano y se la llevó a los labios.
—Dejadla en paz —intervino—. Acaba de graduarse, vamos a darle tiempo.
Le sonreí agradecida y él me guiñó un ojo y volvió a besarle la mano a mi madre. Era muy cariñoso con ella, cosa que yo apreciaba mucho.
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Dos años después
Pedro
Llevábamos más de un año intentando quedarnos embarazados. Pau era consciente de que las probabilidades estaban en nuestra contra, como siempre, pero no perdíamos la esperanza. No la perdimos con los tratamientos de fertilidad ni el calendario de ovulaciones. Follábamos y follábamos y hacíamos el amor sin parar cada vez que teníamos ocasión. Pau probó los remedios más absurdos, y me hizo beber una pócima dulce y amarga que decía que le había funcionado al marido de una amiga.
Landon y su mujer iban a tener un bebé dentro de tres meses e íbamos a ser los padrinos de la pequeña Addelyn Rose. Le enjugué las lágrimas a Pau mientras preparaba la fiesta prenatal para su mejor amigo y fingí que no nos daba ninguna pena mientras ayudábamos a pintar la habitación de Addy.
Fue una mañana normal y corriente. Acababa de hablar por teléfono con Christian. Estábamos preparando un viaje para que Smith viniera a pasar unas semanas con nosotros en verano. O ésa era la excusa, puesto que en realidad quería convencerme para que publicara otro libro con Vance. La idea me gustaba pero fingía que me daba pereza.
Quería jugar un poco con él y le daba a entender que estaba esperando una oferta mejor.
Pau entró como un torbellino por la puerta, sudando. Tenía las mejillas sonrosadas por el aire frío de marzo y el pelo enmarañado por el viento. Volvía de su paseo habitual a casa de Landon pero parecía alterada, incluso asustada, y se me encogió el pecho.
—¡ Pedro! —exclamó mientras cruzaba el comedor y entraba en la cocina. Tenía los ojos inyectados en sangre y el alma se me cayó al suelo.
Me puse en pie y ella levantó una mano para indicarme que esperara un momento.
—¡Mira! —me dijo rebuscando en el bolsillo de su chaqueta. Esperé impaciente, en silencio, a que abriera la mano.
Era un test de embarazo. Nos habíamos hecho demasiadas ilusiones en el último año, pero le temblaba la mano y la voz se le quebraba cada vez que intentaba hablar. Entonces lo supe.
—¿Sí? —Fue todo lo que pude decir.
—Sí —asintió con la cabeza y en voz baja, pero con seguridad.
La miré y me cogió la cara con las manos. Ni me di cuenta de que se me caían las lágrimas hasta que ella empezó a secármelas.
—¿Estás segura? —pregunté como un idiota.
—Sí, evidentemente. —Intentó reírse pero se echó a llorar de alegría, igual que yo.
La abracé y la senté en la encimera. Apoyé la cabeza en su vientre y le prometí al bebé que sería mucho mejor padre de lo que nunca lo fueron los míos. El mejor padre de la historia.
Pau se estaba arreglando para nuestra cita doble con Landon y su mujer, y yo estaba mirando una de las muchas revistas de novias que Pau tenía por el apartamento cuando lo oí. Un sonido casi inhumano.
Procedía del baño del dormitorio. Me puse en pie de un salto y corrí hacia la puerta.
—¡Pedro! —repitió ella. Esta vez ya estaba en la puerta, y la angustia era mayor que en el grito anterior.
Abrí la puerta y me la encontré sentada en el suelo, junto a la taza del váter.
—¡Algo va mal! —gritó sujetándose la barriga con las manos. Sus bragas estaban en el suelo, manchadas de sangre, y sentí náuseas. No podía hablar.
En un instante estaba a su lado en el suelo, sujetándole la cara entre las manos.
—Todo irá bien —le mentí buscando el móvil en el bolsillo.
Por el tono de voz del médico al otro lado del aparato y la mirada de Pau, supe que mi peor pesadilla se había hecho realidad.
Llevé a mi prometida al coche en brazos y, con cada uno de sus sollozos, yo me moría un poco. Fue un viaje muy muy largo al hospital.
Media hora más tarde, nos lo confirmaron. Nos dieron la noticia con delicadeza: Pau había perdido el bebé. No obstante, cada vez que veía su mirada desolada, me atravesaba un dolor insoportable.
—Perdóname. Lo siento mucho —lloraba escondida en mi pecho cuando la enfermera nos dejó a solas.
Le levanté la barbilla con la mano y la obligué a mirarme.
—No, nena. Tú no has hecho nada que tenga que perdonarte —le repetí una y otra vez. Le aparté el pelo de la cara con ternura e hice todo lo que pude para no pensar que habíamos perdido lo que más nos importaba.
Cuando llegamos a casa esa noche, le recordé a Pau lo mucho que la quería, la madre tan fantástica que iba a ser algún día, mientras lloraba en mis brazos hasta quedarse dormida.
En cuanto estuve seguro de que no iba a despertarla, empecé a dar vueltas por el pasillo.
Abrí la puerta del cuarto para el bebé e hinqué las rodillas en el suelo. Había ocurrido demasiado pronto y no llegamos a saber el sexo de nuestro bebé, aunque yo llevaba tres meses preparando cosas para su llegada. Las tenía guardadas en bolsas y cajas y necesitaba verlas una última vez antes de tirarlas. No podía dejar que Pau las encontrara.
Quería protegerla de los pequeños zapatitos amarillos que Karen nos había enviado por correo. Me desharía de todo y desmontaría la cuna antes de que ella se levantara.
A la mañana siguiente, Pau me despertó con un abrazo. Yo estaba en el suelo del cuarto vacío del bebé. No preguntó por los muebles que faltaban ni por el armario vacío. Se sentó en el suelo, conmigo, con la cabeza en mi hombro, y comenzó a acariciarme los tatuajes de los brazos.
Al cabo de diez minutos, sonó mi móvil. Leí el mensaje, no muy seguro de cómo le sentaría a Pau la noticia. Alzó la vista y miró la pantalla.
«Ya viene Addy», leyó en voz alta. La abracé fuerte y sonrió, era una sonrisa triste, y se deshizo de mi abrazo para enderezarse.
La miré durante una eternidad, o eso me pareció a mí, y los dos pensamos lo mismo. Nos levantamos del suelo de la que iba a ser la habitación del bebé y nos plantamos una sonrisa en la cara para poder estar en un momento tan importante con nuestros mejores amigos.
—Algún día seremos padres —le prometí a mi chica mientras conducíamos hacia el hospital para darle a nuestra ahijada la bienvenida al mundo.
*********
Un año después
Pedro
Habíamos decidido dejar de intentarlo. Era invierno, recuerdo claramente que Pau entró contoneándose en la cocina. Llevaba el pelo recogido en un moño muy elegante y un vestido de encaje rosa claro. No sabía si era el maquillaje o qué, pero noté algo distinto en ella. Estaba resplandeciente cuando se me acercó y yo aparté el taburete de la barra de desayuno para que se sentara en mi regazo. Se apoyó en mí. El pelo le olía a vainilla y a menta y yo sentía su cuerpo suave contra el mío. La besé en el cuello y suspiró con las manos relajadas en mis rodillas.
—Hola, nena —le susurré a flor de piel.
—Hola, papíto —respondió.
Levanté una ceja. El modo en que dijo esa palabra hizo que mi polla se sacudiera, y sus manos ascendieron lentamente por mis muslos.
—¿Papíto? —dije con voz grave, y Pau se echó a reír nerviosa, una risa tonta fuera de lugar.
—No esa clase de papíto. Pervertido. —Me pasó la mano por la abultada entrepierna y le di la vuelta para poder verle la cara.
Estaba sonriente, con una sonrisa resplandeciente, y no era capaz de hacerla encajar con lo que me estaba diciendo.
—¿Lo ves? —Se metió la mano en el bolsillo del vestido y sacó algo. Un papel.
Yo no entendía nada, pero tengo fama de no pillar las cosas importantes a la primera. Lo desdobló y me lo puso en la mano.
—¿Qué es? —pregunté mirando el texto borroso.
—Estás estropeando el momento —me regañó.
Me eché a reír y me acerqué el papel a la cara.
«Análisis de orina positivo», decía.
—¡Mierda! —dije con un grito quedo y sujetando el papel con más fuerza.
—¿Mierda? —Se echó a reír, con sus ojos gris azulado cargados de emoción—. Me da miedo ilusionarme demasiado —confesó rápidamente.
Le cogí la mano con el papel arrugado entre nosotros.
—No tengas miedo. —Le di un beso en la frente—. No sabemos lo que va a pasar, así que vamos a ilusionarnos todo lo que nos dé la gana —dije, y volví a besarla.
—Necesitamos un milagro —asintió ella, intentando bromear, pero parecía muy seria.
Siete meses después, tuvimos un pequeño milagro llamado Olivia.
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Seis años después
Pau
Me encontraba sentada a la mesa de la cocina de nuestro nuevo apartamento tecleando en el ordenador. Estaba organizando tres bodas a la vez y estaba embarazada de nuestro segundo hijo. Un chico. Íbamos a llamarlo Paul.
Paul iba a ser un chico grande. Tenía una barriga enorme y la piel estirada de nuevo por el embarazo. Estaba muy cansada, pero decidida a seguir trabajando. Faltaba una semana para una de las tres bodas y, si digo que estaba ocupada, me quedo corta. Mis pies se habían hinchado y Pedro me regañaba por trabajar tanto, pero sabía cuándo dejarlo estar.
Había conseguido obtener al fin unos ingresos decentes y me estaba haciendo un nombre. En Nueva York no es fácil abrirse camino en el mundo de las bodas, pero yo lo había conseguido. Gracias a la ayuda de una amiga, mi negocio estaba floreciendo y tenía el buzón de voz y el correo electrónico llenos de consultas.
A una de las novias le estaba entrando el pánico. En el último momento, su madre había decidido invitar a su nuevo marido a la boda y ahora teníamos que reorganizar las mesas. Pan comido.
Se abrió la puerta principal y Olivia pasó corriendo junto a mí, pasillo abajo. Ya tenía seis años. Su pelo era aún más rubio que el mío y lo llevaba recogido en un moño despeinado. Esa mañana la había peinado Pedro antes de ir al colegio para que yo pudiera ir al médico.
—¿Oli? —la llamé al oírla dar un portazo en su habitación.
El hecho de que Landon trabajara en el colegio al que iban Addy y Oli me hacía la vida mucho más fácil, sobre todo cuando tenía tanta faena.
—¡Déjame en paz! —me gritó.
Me levanté y, al hacerlo, mi barriga tropezó con la encimera. Pedro salió de nuestro dormitorio con la camisa por fuera y los vaqueros negros colgándole de las caderas.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
Me encogí de hombros. Nuestra pequeña Oli tenía el aspecto dulce de su madre pero la actitud de su padre. Era una combinación que hacía nuestras vidas muy interesantes. Pedro se echó a reír suavemente al oír gritar a la niña:
—¡Os estoy oyendo!
Con seis años ya era un torbellino.
—Hablaré con ella —dijo echando a andar de nuevo hacia el dormitorio.
Volvió con una camiseta negra en la mano. Ver cómo se la ponía me hizo recordar al chico que había conocido en mi primer año de universidad. Cuando llamó a la puerta del cuarto de Oli, ella refunfuñó y protestó, pero Pedro entró de todas maneras.
Cerró la puerta tras de sí y me acerqué y pegué la oreja.
—¿Qué te pasa, pequeñaja? —resonó la voz de él en la habitación.
Oli era peleona pero adoraba a Pedro, y a mí me encantaba verlos juntos. Era un padre muy paciente y divertido.
Me llevé la mano al vientre y me lo acaricié mientras le susurraba al pequeñín que llevaba dentro:
—Vas a quererme más a mí que a tu papá.
Pedro ya tenía a Olivia. Paul era mío. Se lo decía a Pedro a menudo, pero él se limitaba a reírse y a decirme que agobiaba demasiado a Olivia y que por eso lo prefería a él.
—Addy es tonta —resopló mi pequeña Pedro en miniatura. Me la imaginaba dando vueltas por la habitación, apartándose el pelo rubio de la frente, igual que su padre.
—¿Ah, sí? ¿Y eso? — Pedro lo decía con sarcasmo, pero no creo que Olivia lo pillara.
—Porque lo es. Ya no quiero ser su amiga.
—Bueno, nena, es de la familia. No tienes más remedio que quererla. —Seguro que Pedro estaba sonriendo, disfrutando del mundo de emociones de una niña de seis años.
—¿No puedo tener otra familia?
—No. —Soltó una carcajada y tuve que taparme la boca para que no me oyeran reírme a mí—. Yo también quería otra familia cuando era más joven, pero las cosas no son así. Deberías intentar ser feliz con la familia que te ha tocado. Si tuvieras otra, tendrías una mamá y un papá distintos y...
—¡No! —A Olivia le gustaba tan poco la idea que no lo dejó ni terminar.
—¿Ves? —dijo Pedro —. Tienes que aprender a aceptar a Addy, aunque a veces sea una tonta, igual que mamá acepta que papá a veces sea tonto.
—¿Tú también eres tonto? —preguntó su pequeña vocecita.
No me cabía el corazón en el pecho.
«Joder, si lo es», quise decir.
—Joder, si lo soy —contestó por mí. Puse los ojos en blanco y tomé nota mentalmente de que debía advertirle acerca de que no dijera tacos delante de la niña. Ya no lo hacía tanto como antes, pero a veces se le escapaban.
Olivia empezó a contarle que Addy le había dicho que ya no eran mejores amigas y Pedro, como es un padrazo, la escuchó de cabo a rabo y comentó cada frase. Para cuando terminaron, yo había vuelto a enamorarme de mi chico malcarado.
Estaba apoyada en la pared en el momento en que él salió de la habitación y cerró la puerta. Sonrió al verme.
—La vida en primer curso es muy dura —dijo entre risas, y lo abracé por la cintura.
—Sabes cómo tratarla. —Me acerqué a él todo cuanto mi barriga me lo permitía.
Me puso de lado y me besó en los labios.
***********
Diez años después
Pedro
—¿Va en serio, papá? —Olivia me lanzaba miradas asesinas desde el otro lado de la isleta de la cocina.
Tamborileaba con las uñas sobre la superficie de granito y ponía los ojos en blanco, igual que su madre.
—Sí, muy en serio. Ya te lo he dicho: eres demasiado joven para eso.
Me destapé un poco el vendaje del brazo. La noche anterior me había retocado algunos de los tatuajes del brazo. Era alucinante cómo se habían estropeado con los años.
—Tengo diecisiete años. Es el viaje de fin de curso. ¡El año pasado, el tío Landon dejó que Addy fuera! —gritó mi preciosa hija.
Tenía el pelo liso y rubio y le colgaba por los hombros. Se movía cuando hablaba. Sus ojos verdes eran intensos y seguía defendiendo su causa y diciendo que soy el peor padre del mundo, bla-bla-bla.
—¡No es justo! ¡Tengo una media de sobresaliente, y dijiste...!
—Ya basta, cariño. —Le pasé el desayuno por encima de la isleta y se quedó mirando los huevos como si ellos también tuvieran la culpa de que yo le estuviera arruinando la vida—. Lo siento, pero no vas a ir. A menos que accedas a que te acompañe de carabina.
—No, de eso ni hablar. —Meneó la cabeza con decisión—. Ni lo sueñes.
—Entonces olvídate del viaje.
Se fue dando zancadas y a los pocos segundos Pau vino hacia mí, con Oli detrás.
«Maldita sea.»
—Pedro, ya lo hemos hablado. Se va de viaje. Ya se lo hemos pagado —me recordó Pau delante de nuestra hija.
Sabía que era su manera de enseñarme quién mandaba. Teníamos una regla, sólo una regla en nuestra casa: nada de peleas delante de los niños. Mis hijos nunca iban a verme levantándole la voz a su madre. Nunca.
Lo que no significaba que Pau no me sacara de mis casillas. Era cabezota e insolente, unos rasgos encantadores que no habían hecho más que acentuarse con la edad.
Paul entró entonces en la cocina con la mochila a cuestas y los auriculares puestos. Estaba obsesionado con la música y el arte, y eso me encantaba.
—Ahí está mi hijo favorito —dije.
Pau y Oli resoplaron indignadas y me lanzaban miradas asesinas. Me eché a reír y Paul asintió con la cabeza, el saludo oficial de todo adolescente que se precie. ¿Qué puedo decir? Había empezado muy pronto con el sarcasmo, exactamente igual que yo.
Paul besó a su madre en la mejilla y a continuación cogió una manzana del frutero. Pau sonrió y se le dulcificó la mirada. Paul era muy cariñoso, mientras que Oli a todas horas soltaba impertinencias. Él siempre se mostraba paciente y nunca decía una palabra más alta que otra, mientras que Oli era testaruda y tenía una opinión para todo. Ninguno de los dos era mejor que el otro, simplemente eran diferentes del mejor modo posible.
Sorprendentemente, se llevaban muy bien. Oli pasaba buena parte de su tiempo libre con su hermano pequeño, lo llevaba a los ensayos del grupo e iba a sus exposiciones.
—Decidido. ¡Me lo voy a pasar bomba! —Oli comenzó a dar palmas y se fue brincando hacia la puerta principal.
Paul se despidió de nosotros y siguió a su hermana para ir al colegio.
—¿Cómo nos hemos convertido en los padres de unos hijos así? —me preguntó Pau meneando la cabeza.
—No tengo ni puta idea. —Me eché a reír y abrí los brazos para recibirla—. Ven aquí. —Mi chica preciosa se acercó a mí y se recostó en mis brazos.
—Ha sido un largo camino —suspiró, y le puse las manos en los hombros para darle un masaje.
Noté que se relajaba al instante. Se volvió hacia mí, con sus ojos gris azulado todavía rebosantes de amor, tras todos estos años.
Después de todo, lo conseguimos. No sé de qué demonios están hechas las almas, pero la suya y la mía son una sola.......
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y llego el final..... Gracias por leer siempre...
PERO ATENTISS llego el ultimo libro de todos. Gracias a @pedropaulaoli4 (Maria) q muy amablemente me dono el ultimo libro, lo voy a publicar. es el mas corto de todos, solo tiene 23 capitulos. este lo cuenta Pedro, todo lo que hizo antes de conocer a Pau..
asi que todavia no se liberan de After, dos semanitas mas... mañana comienzo a subir..
Excelente final, ame la historia
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