A día de hoy, aún recuerda cómo el aroma a vainilla inundaba el pequeño dormitorio universitario la primera vez que se quedó a solas con ella. Tenía el cabello empapado; se había cubierto las curvas con una toalla, y fue la primera vez que se fijó en cómo se le encendía el pecho de rubor cuando se cabreaba. Volvería a verla enfadada, muy enfadada, tantas veces que había perdido la cuenta, pero jamás olvidaría cómo había intentado ser amable con él al principio. Él había confundido esa amabilidad con orgullo.
«Otra chica terca que finge ser una mujer», había pensado. Pero esa chica extraña continuó siendo todo lo paciente que pudo. Sin motivo alguno. No le debía nada, como ahora, y sólo espera poder ver cómo se enfada con él una y otra vez durante el resto de su vida.
Ahora, solo y atrapado por sus propios errores, se aferra a los recuerdos de aquellos días. Esos recuerdos de su propia ira, y de la de ella, son algunas de las pocas cosas que lo mantienen a flote desde que ella lo dejó.
El primer día del primer semestre es siempre el mejor para observar a la gente. Montones de imbéciles andan de acá para allá como pollo sin cabeza, y montones de chicas lucen sus mejores modelitos en un intento desesperado de atraer la atención de los hombres.
Esto se repite año tras año en todas las facultades del planeta. Pero resulta que yo estoy condenado a ir a la Universidad de Washington Central. Me gusta bastante; es fácil, y mis profesores suelen hacer la vista gorda conmigo. A pesar de mi puta falta de interés, no me va mal académicamente hablando. Si me «aplicara más», me iría aún mejor, pero no tengo ni el tiempo ni la energía de obsesionarme con las notas, o con planes o con nada con lo que uno pueda obsesionarse. No soy tan idiota como los profesores suelen dar por hecho que soy. Puedo faltar una semana entera a clase y bordar el examen después. Sé que, mientras siga así, me dejarán tranquilo.
La fachada del Centro de Estudiantes es el lugar perfecto para contemplar el espectáculo. Me encanta sentarme aquí a observar cómo lloran los padres. Me resulta divertido porque a mi madre parecía faltarle el tiempo para deshacerse de mí, y algunos de estos padres actúan como si les estuvieran cortando los brazos cuando sus hijos, hijos que ya son adultos, se van a la universidad.
Deberían alegrarse de que hayan decidido hacer algo con sus vidas, en lugar de lloriquear como críos. Si se dieran una vuelta por mi antiguo barrio, besarían el suelo de la WCU por darles a sus hijos una oportunidad en la vida.
Una mujer con unas enormes tetas falsas y el pelo decolorado abraza a su enclenque hijo de camisa de cuadros, y sonrío de oreja a oreja al ver cómo él empieza a llorar en el hombro de su madre. Menudo pringado. Su padre espera detrás, apartado de la patética escena mientras mira su caro reloj, a que su mujer y su hijo dejen de gimotear.
No sé cómo me sentiría si mis padres estuvieran obsesionados conmigo. Mi madre se preocupaba bastante, cuando no trabajaba de sol a sol, y dejaba que me valiera por mí mismo mientras compensaba la falta de sentido común del capullo de mi padre. Intentaba compensarlo como podía, pero cuando se ha perdido ya tanto, uno sólo puede ayudar hasta cierto punto. Y yo rechazaba su ayuda. En todo momento. No la acepté entonces y no la aceptaré ahora. Ni la suya ni la de nadie.
—¿Qué hay, tío? —Nate se sienta a la mesa del merendero enfrente de mí y se saca un cigarrillo del bolsillo—. ¿Qué planes tienes para esta noche? —pregunta mientras enciende el mechero.
Me encojo de hombros y me saco el teléfono del bolsillo para mirar la hora.
—No lo sé. Hemos quedado en el cuarto de Steph.
Mientras fuma, Nate me insiste para que vayamos al cuarto de Steph desde el Centro de Estudiantes. No está lejos, a unos quince minutos o así, pero preferiría ir en coche a tener que sortear a las masas de alumnos ansiosos ataviados con sus mejores galas universitarias.
Para cuando llegamos a los dormitorios, Nate no para de hablar de la fiesta del fin de semana.
Hay una fiesta todos los fines de semana. No entiendo por qué se emociona tanto.
Para mí siempre es todo igual. El mismo grupo de amigos, la misma cantidad de sexo, las mismas fiestas..., otro día, pero la misma mierda de siempre.
Estoy a punto de irrumpir en la habitación, pero Nate me detiene:
—Deberíamos llamar. ¿Te acuerdas del pedo que llevaba la última vez?
Me río para mis adentros. Sí, me acuerdo de ese día. Era el último semestre. Entré en el cuarto de Steph sin llamar y me la encontré de rodillas delante de un capullo. Lo llamo capullo porque..., bueno, porque llevaba chanclas. Desde mi punto de vista, un tío joven que lleve chanclas es automáticamente un capullo. Él se quedó todo cortado, y Steph estaba borracha. Mientras el tipo se largaba corriendo, ella lanzaba prácticamente todas sus posesiones en dirección a mi cabeza.
Verla tan horrorizada me alegró la semana. A día de hoy, aún la pincho con el tema.
Por fin dejo de reírme con el recuerdo, y entonces oigo que nos grita que entremos.
Cuando lo hago, me recibe la imagen de un tío rubio con una chaqueta de punto en medio del cuarto de Steph. Ella está de pie entre Nate y yo, mirando a los recién llegados con una chispa de diversión en los ojos. Tardo un momento en advertir también la presencia de una mujer que parece tensa y una jovencita. La mujer está buena. La observo atentamente: alta, pelo largo y rubio, tetas decentes...
—Eh, ¿eres la compañera de Steph? —pregunta Nate, y por fin veo a la chica.
No está nada mal: labios carnosos, pelo largo y rubio. Y eso es todo lo que puedo decir, porque la chica lleva una ropa por lo menos diez tallas más grande de la que debería llevar. Veo cómo su falda llega literalmente al suelo y me encojo de horror por dentro. Con sólo mirarla sé que lo va a pasar mal en la facultad.
A modo de ejemplo: se está mirando los pies, nerviosa de la hostia. ¿Qué coño le pasa?
—Eh..., sí. Me llamo Pau —balbucea, y lo dice tan bajito que me saca de quicio.
Miro a Steph, que sonríe abiertamente y se sienta en su cama sin apartar la vista de la chica.
Nate responde con una sonrisa, mostrándose como siempre el más amigable de los dos.
—Yo soy Nate. Relájate.
No entiendo por qué la gente se molesta en entablar conversaciones triviales, y menos con este ratoncillo, que mira a Nate con los ojos abiertos como platos. Él alarga la mano para tocarle el hombro.
—Esto te va a encantar —añade.
Menudo capullo.
La compañera de habitación de Steph observa aterrorizada los pósteres de los grupos que ésta tiene en la pared. No podrían haberle puesto a alguien más distinto de ella. A simple vista parece callada, tímida y asustadiza. Tiene suerte de que hoy tengo un día bueno; de lo contrario, la habría hecho sentirse aún más incómoda.
—Estoy lista, chicos —dice Steph, levantándose de golpe de la cama.
Se cuelga el bolso del hombro y se dirige hacia la puerta. El chico rubio, que probablemente sea el hermano de su nueva compañera, me está observando, y yo lo fulmino con la mirada.
—Nos vemos, Pau.
Nate se despide con la mano de la chica, y entonces veo que ella me está examinando.
Aparta los ojos del aro que llevo en la ceja y desciende la mirada hacia el aro del labio y, después, hacia mis dos brazos. Entonces veo que la mujer y el tipo están haciendo lo mismo.
Quiero preguntarles: «¿Qué pasa? ¿Es que nunca habíais visto unos tatuajes?», pero tengo la impresión de que su madre no es tan agradable como lo es mirar las tetas que luce, así que será mejor que me comporte. De momento.
En cuanto salimos al vestíbulo, oímos cómo la mujer chilla:
—¡Pediremos que te cambien de cuarto!
Steph se echa a reír, y Nate y yo hacemos lo propio mientras recorremos el pasillo.
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