STEPH
Cuando conoció a la chica del pelo de color fuego con los brazos cubiertos de tatuajes vio cierta oscuridad en ella, cierta competitividad en cómo miraba a su amiga de pelo más claro. Comparaba todo lo que hacía, pensó que por dentro la devoraba el deseo de que le prestaran atención. Le recordaba a una doncella, Roussette, de un cuento de hadas que había leído de niño. La princesa pelirroja estaba celosa de sus hermanas porque se habían casado con príncipes, a pesar de que ella estaba casada con un almirante. Pero no le bastaba, su marido no sería lo bastante bueno para ella hasta que la hiciera mejor que a sus hermanas. La chica detestaba perder lo que fuera, incluso cosas que no eran suyas. Odiaba ser la segunda y estaba desesperada por ser el centro de atención. No soportaba que nadie consiguiera lo que ella merecía y creía merecer absolutamente todo lo que brilla bajo el sol.
Mi padre vuelve tarde del trabajo otra vez. Llega tarde todas las noches, pero se suponía que iba a dejarme el coche para que fuera a recoger el vestido para el baile esta semana. Todas mis amigas recogieron el suyo hace un mes y estoy empezando a ponerme nerviosa. Como acabe sin vestido para el baile, me va a dar un ataque.
Me siento muy frustrada y es una mierda que mi padre llegue tarde otra vez y mi madre esté demasiado ocupada cuidando a mi sobrina para escuchar mis quejas injustificadas.
Todo gira alrededor de mi hermana y de su bebé. Todo el mundo se llena la boca diciendo que la hermana pequeña siempre es la más mimada. Suena bien, pero lo único que he recibido yo es ropa usada y fiestas de cumpleaños de última hora a las que no venía nadie salvo mis parientes más cercanos. Soy el desecho de la familia, la rara que se ha convertido en un fantasma en su propia casa.
Y ni siquiera sé muy bien por qué.
La última vez que mi madre me dijo más de dos palabras fue cuando manché el lavabo de arriba de tinte rojo barato. Se puso histérica porque elegí el mejor momento: la víspera de la merienda para celebrar que Olivia iba a tener un bebé. Es posible que salpicara por accidente la alfombrilla de baño y quizá usé las toallas bordadas de mis padres para cubrirme los hombros mientras dejaba que el tinte rojo-camión-de-bomberos penetrara en mi pelo...
Pero no me atreví a manchar la blusa de cuando Olivia tenía mi edad.
Ésa es otra cosa que detesto oír: «Cuando Olivia tenía diecisiete años era la presidenta del consejo de estudiantes», o «Cuando Olivia tenía diecisiete años sólo sacaba sobresalientes y tenía un novio muy popular, con quien se casó justo al acabar el instituto». Estoy harta de que me comparen con mi hermana. Era la niña perfecta y yo no valgo ni para la
medalla de plata, parece ser. Estoy deseando largarme a la universidad. Debido a la insistencia continua de mis padres, estudiaré en la Washington Central, donde Olivia se graduó con matrícula de honor.
Ni sabían que esa universidad existía hasta que mi hermana se fue a estudiar allí, y siempre voy a salir perdiendo con las comparaciones, pero ya me he cansado de luchar en vano; es más fácil decir que sí, estudiar allí y que le den a esta casa.
En cuanto el Jeep de mi padre entra en el camino de grava, cojo el monedero, me miro una última vez al espejo y bajo corriendo la escalera. Casi me doy de bruces con mi madre (que ni siquiera se da cuenta de que llevo medias de rejilla y un top de cuero). Sólo masculla alto sin apartar la vista de su lector de libros electrónico. Es lo único que sabe hacer.
La puerta delantera se abre y mi hermana entra en el salón con mi padre. Sierra, mi sobrina, duerme en sus brazos.
—Qué cansada estoy —anuncia Olivia cruzando la estancia.
Rápidamente aparece mi madre, apaga la tablet y la deja como de costumbre en la repisa de la chimenea. Por descontado, cuando se trata de Olivia no le duele dejar su querida pantalla.
—Stephanie puede llevarte a casa, cariño —le ofrece mi padre sin consultarme.
—¡Papá, tengo que ir a por mi vestido y cierran dentro de media hora! —Me echo el bolso al hombro y cojo las llaves de su coche.
—Olivia y Sierra pueden acompañarte.
Mi hermana interrumpe:
—A mí no me importa. Pero primero tengo que ir un momento al baño.
Su cabello castaño y suave se mueve cuando habla. Lleva unos chinos y una blusa estampada con flores de vivos colores de manga corta. Mi padre sonríe como si su hija mayor fuera la chica más considerada y educada del mundo.
Es un coñazo.
—Vale —resoplo—. Pero no me lo van a guardar ni un día más, y si me quedo sin ir al baile será culpa vuestra. —Le lanzo una mirada asesina a mi hermana. Olivia asiente y yo empujo a mi padre para salir de casa—. Estaré en el coche.
Arranco el motor y espero a Olivia. Pasan cinco minutos. Diez. Le mando dos mensajes de texto y no me contesta. Sé que los ha visto por el pequeño indicador de mi móvil. Y sigue dentro de casa. Imagino que mi madre y ella se están dando el cuarto abrazo de despedida. Mi madre también hace eso cuando vamos a casa de mi abuela, necesita de múltiples abrazos para satisfacer su necesidad de afecto. Pasan doce minutos, y salgo del coche decidida a volver a casa.
Estoy cerrando la puerta cuando aparece mi hermana, caminando plácidamente y con una sonrisa en la cara. Aún tiene que colocar a Sierra en la sillita del coche.
—Olivia, tenemos que salir ya —le digo para meterle prisa. Suspira y musita una disculpa que no siente.
Son las 20.03 cuando aparco delante de la tienda a oscuras. El letrero de la puerta dice claramente CERRADO, y las luces están apagadas. Ya no puedo recoger el vestido. Hoy era el último día que me lo guardaban, la segunda vez que me lo reservaban. Les supliqué que me dieran un poco más de tiempo, pero me repitieron varias veces que hoy era el último día. Qué mierda, de verdad.
—Lo siento, Stephanie —dice Olivia al ver que me dejo caer sobre el volante. Me vuelvo hacia ella y le lanzo una mirada asesina.
—Es culpa tuya.
—No es culpa mía —dice; encima tiene la cara dura de parecer sorprendida—. Papá ha querido llevarme a comprar zapatos nuevos para Sierra. Se le quedan pequeños enseguida...
«¿Zapatos nuevos para un bebé? ¿Estás de broma?» Me he quedado sin vestido para el baile porque su bebé necesitaba zapatos nuevos... ¡Si la niña ni siquiera sabe andar!
—¿Por qué papá no te ha llevado a casa directamente? Habrías vuelto mucho antes —le digo levantando la cabeza y la voz.
—Entonces no estaba cansada... No sé. —Se encoge de hombros como si mi tiempo no valiera nada para ella. Como si esto no fuera importante.
—¡Esto es una mierda! —Meneo la cabeza y me tapo la cara con las manos.
—¡No hables así delante de la niña! —exclama mi hermana.
Gruño y doy marcha atrás en el aparcamiento. Ninguna de las dos habla de camino a su casa.
Olivia no siente que haya hecho nada malo, y yo estoy demasiado cabreada para dirigirle la palabra.
Estoy harta de que me lo robe todo y, para rematarlo, Sierra llora sin parar, como si intentara partirme la cabeza por la mitad.
Odio mi vida.
Cuando llego a casa de Olivia, me da las gracias por haberla llevado. No quiero poner un pie en su casa nueva, es un alivio que no me lo pida. Estoy segura de que mis padres los han ayudado a ella y a Roger a pagarla. Su marido es muy callado, no habla mucho delante de mi familia. Olivia le habrá dicho que no lo haga. Estoy convencida de que pone a todo el mundo sobre aviso antes de que me conozcan.
No quiero pasar, pero tengo que hacer pis y se tarda quince minutos en volver a casa de mis padres. Al entrar en casa de Olivia noto al instante que huele mogollón a canela. Mi hermana enciende velas perfumadas en todas las habitaciones.
Roger está sentado en el sofá con el mando a distancia en una mano y el ordenador en la otra.
Cuando nos ve entrar, le sonríe a su mujer y me pregunta educadamente qué tal estoy. Le digo que igual que antes, aunque no recuerdo la última vez que lo vi. Tras unos minutos de conversación incómoda, Olivia dice que va a acostar al bebé. Sube por la escalera con un osito de peluche en una mano y un biberón en la otra. Roger apenas me mira cuando
paso junto a él, observando todas las ridículas fotos de familia que tienen en la repisa de la falsa chimenea. Roger se levanta y se va a la cocina para evitar así tener que hablar conmigo, no hay duda.
En la última foto, la pequeña familia perfecta está posando perfectamente conjuntada en blanco y negro. El marco es fino y de madera. En el pasillo, de camino a la cocina, me encuentro una fotografía con un enorme marco de metal. Son Roger y Olivia el día de su
boda. Está perfecta en la imagen: pelo perfecto, maquillaje perfecto, y el vestido es precioso. Un vestido suave, blanco, sedoso, que acaricia el suelo con majestuosidad. Parece una princesa, como si estuviera hecha para ese vestido.
El suyo es diametralmente opuesto al que iba a ser mi vestido para el baile. El que iba a recoger esta tarde era de algodón y tul negro. El cuerpo es ajustado y el forro de la falda en forma de estrella es de tul con una greca de encaje. Es un vestido que, gracias a Olivia, no tendré nunca. Ojalá tuviera un cubo de pintura negra para poder estropearle el maldito vestido perfecto. Miro la siguiente foto.
Es de Roger, que rodea con los brazos el vientre de embarazada de Olivia.
Ella me ha dejado sin vestido para el baile, yo voy a desgraciarle su vestido de boda.
Cuando entro en la cocina, Roger está ante la nevera, con la cara oculta detrás de la puerta.
Tamborileo con los dedos sobre la encimera para llamar su atención. En cuanto se da la vuelta, me levanto la camiseta y le enseño buena parte de mi escote. Coge aire y se atraganta al soltarlo. Sonrío. Apuesto a que mi hermana no le ha echado un buen polvo a su marido desde que parió a su bebé.
—Perdona.
Me retuerzo un mechón de pelo entre los dedos mientras Roger intenta no mirarme las piernas, no mirar las medias de rejilla.
—Hola —digo sin dejar de acercarme a él.
El corazón me late a toda velocidad y no sé qué carajo estoy haciendo, pero estoy cabreada con mi hermana y estoy harta de que todo sea para ella, y pienso en cómo todo gira siempre alrededor de la perfecta de Olivia y nada es nunca mío, y por eso ella tampoco debería tener nada. Sobre todo, no debería tener un marido guapo y leal como un perrito.
—¿Qué estás haciendo, Stephanie? —me pregunta Roger, mucho más pálido que hace unos segundos.
—Nada. Sólo estamos charlando. —Cojo la cinturilla de mi falda y la bajo para que vea mis bragas de encaje.
Roger retrocede y su espalda cierra bruscamente la puerta de uno de los armarios de madera.
—¿Qué te pasa? —pregunto con una carcajada.
Tengo un nudo en el estómago y creo que voy a desmayarme en cualquier momento, pero a la vez me siento genial y poderosa. Debe de ser la adrenalina. Me encanta. Quiero más. Me acerco un poco más y me llevo la mano a la cremallera de la blusa.
Roger se tapa la cara con las manos.
—Para, Stephanie.
A la mierda. Tal y como me imaginaba, es fiel como un perrito faldero. Ahora que lo sé, todavía siento más celos de mi hermana.
—Vamos, Roger, no seas...
—¡Stephanie! ¿Qué demonios estás haciendo? —La voz de Olivia llena la cocina.
Miro hacia la puerta y ahí está. Se ha puesto un pijama de franela con la parte interior azul. Está enfadada. A los pocos segundos mira a su marido.
—¿Roger?
—No sé nada, cielo. Ha entrado aquí y ha empezado a intentar quitarse la ropa. —Da manotazos en el aire, suplicándole a su mujer que vea lo loca que está la putilla de su hermana. Olivia se vuelve hacia mí y me atraviesa con la mirada.
—Stephanie, vete de aquí.
—Ni siquiera me has preguntado si es verdad —le digo, cabreada porque no lo haya hecho. Cojo el bolso y tiro de mi falda hacia abajo.
—Te conozco —dice con seguridad.
«¿Me conoce?» No me conoce en absoluto. Si me conociera, no se comportaría como una zorra egoísta.
—¿Y...? —Miro a Roger, y él se aleja como si yo fuera una serpiente.
¿Se atreve a juzgarme? Si no tuviera miedo de que lo pillaran, me habría puesto mirando a La Meca sobre la reluciente encimera de granito.
—¿Te has insinuado a mi marido o no? —A Olivia le tiembla el labio, está conteniendo las lágrimas.
Debería negarlo y culparlo a él. Roger es tan patético que Olivia me creería. Además, puedo llorar si me lo propongo y, si quisiera, podría convencerla de lo que me diera la gana.
¡Por favor...!
—¡Eres una mocosa malcriada! —me grita entonces, y Roger cruza la cocina y le pasa el brazo por los hombros.
¿Yo soy la mocosa malcriada? ¿Lo dice en serio? Ella es la que siempre consigue lo que quiere, y apesta. Estoy harta de ser siempre la segundona. Tiene suerte de que no haya hecho nada peor. Podría haberles hecho mucho más daño a ella o a Roger. Me sorprende lo que estoy pensando... Y me gusta.
—¡Fuera de aquí, Stephanie! —Olivia sacude la cabeza y su marido le frota las manos temblorosas.
Eso mismo voy a hacer. Muy pronto no tendré que aguantar toda esta tontería.
En breve me iré a la universidad.
Y, cuando llegue allí, seré el ama del campus.
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