Divina

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viernes, 1 de enero de 2016

After 4 Capitilo 67


Pedro

Maldigo al pisar algo de plástico, pero no demasiado alto, porque estoy seguro de que en este apartamento se oye todo. Además, como hay pocas ventanas, está muy oscuro y no se ve una mierda. Y aquí estoy, intentando recordar cómo volver al sofá desde el diminuto cuarto de baño. Eso me pasa por beber tanta agua en el restaurante con la esperanza de que Pau tuviera que acudir a nuestra mesa más a menudo. Me ha salido el tiro por la culata porque ha sido otro camarero el que me ha rellenado el vaso en varias ocasiones y me he pasado la noche meando.

Lo de tener que dormir en el sofá sabiendo que el dormitorio-armario de Pau está vacío me está volviendo loco. No soporto pensar que tiene que recorrer las calles de la ciudad sola, en plena noche. Le he echado la bronca a Landon por haberle dejado a Pau el dormitorio más pequeño de la casa pero jura que ella no consiente cambiar de habitación.

No me sorprende. Sigue siendo tan cabezota como siempre. Para muestra, un botón: trabaja hasta las tantas de la madrugada y vuelve a casa andando y sola.

Debería haberlo pensado antes. Debería haberla esperado en la puerta de ese ridículo restaurante para acompañarla a casa. Cojo el móvil del sofá y miro la hora. Sólo es la una. 

Podría coger un taxi y plantarme allí en menos de cinco minutos.

Quince minutos después, gracias a que es casi imposible encontrar un taxi un viernes por la noche, estoy en la puerta del trabajo de Pau, esperándola. Debería escribirle un mensaje, pero no quiero darle ocasión a decirme que no, y menos ahora que ya estoy aquí.

Pasa gente por la calle, casi todo hombres, cosa que hace que aún me preocupe más que salga del trabajo tan tarde. Mientras pienso en su seguridad, oigo risas. Su risa.

Las puertas del restaurante se abren y sale, riéndose y tapándose la boca con la mano. Va con un tipo que le sostiene la puerta abierta. Su cara me suena... 

«¿Quién cojones es este tío?» Juro que lo he visto antes, pero ahora no caigo...

El camarero. Es el camarero del restaurante que había cerca de la cabaña.

«¿Cómo coño es posible? ¿Qué hace este tío en Nueva York?»

Pau se apoya en él, sin dejar de reír, y yo doy un paso adelante en la oscuridad. Sus ojos encuentran los míos al instante.

—¿ Pedro? Pero ¿qué haces? —exclama—. ¡Me has dado un susto de muerte!

La miro a ella y luego a él. Meses haciendo ejercicio para aliviar la ira, meses contándole mi vida al doctor Tran para controlar mis emociones. Y nada me ha preparado para esto. 

A veces he pensado que tal vez Pau tuviera novio, pero no esperaba tener que encontrármelo, y no estoy listo para ello.
Con toda la naturalidad que puedo, me encojo de hombros y digo:

—He venido para asegurarme de que volvías a casa sana y salva.

Pau y el tío se miran. Luego él asiente y se encoge de hombros.

—Mándame un mensaje cuando llegues —le dice. Le roza la mano con la suya al despedirse y se va.

Pau lo observa mientras se marcha, luego se vuelve hacia mí con cara de pocos amigos.

—Llamaré a un taxi —digo intentando serenarme.

¿En qué estaba pensando? ¿Creía que todavía iba a estar dándole vueltas a lo nuestro?
Sí, eso pensaba.

—Normalmente vuelvo a casa andando —replica.

—¿Andando? ¿Tú sola? —me arrepiento de la segunda pregunta en cuanto sale por mi bocaza. Al instante, remato la frase—: Él te acompaña a casa.

Tuerce el gesto.

—Sólo cuando tenemos el mismo horario.

—¿Cuánto hace que sales con él?

—¿Qué? —Se detiene antes de que doblemos la esquina—. No estamos saliendo juntos. 
—Enarca las cejas.

—Pues nadie lo diría. —Me encojo de hombros e intento que no parezca que me ha sentado como un tiro.

—No estamos saliendo juntos. Pasamos el rato pero no estoy saliendo con nadie.

La miro e intento adivinar si me está diciendo la verdad.

—Pero a él le gustaría salir contigo. El modo en que te ha rozado la mano...

—Pero a mí no. Al menos, por ahora. —Se mira los pies mientras cruzamos la calle.

No hay tanta gente como hace unas horas, pero tampoco se puede decir que no haya un alma en la calle.

—¿Por ahora? ¿No has salido con nadie? —Un vendedor de frutas cierra el chiringuito y rezo para que conteste lo que quiero oír.

—No, y no tengo intención de salir con nadie en una buena temporada. —Noto que me clava la mirada antes de añadir—: Y ¿tú? ¿Estás saliendo con alguien?

No hay palabras para describir lo aliviado que me siento al saber que no ha estado saliendo con nadie. Me vuelvo y le sonrío.

—No. No me gustan las citas. —Espero que pille la broma. Y sí, sonríe y dice:

—Eso me suena.

—Soy un tío muy clásico, ¿recuerdas? —Ella se ríe pero no añade nada más mientras avanzamos manzana tras manzana.

Tengo que hablar con ella sobre eso de volver a casa andando a estas horas. Me he pasado las noches, semana tras semana, intentando imaginarme su vida aquí. Ni se me había pasado por la cabeza que trabajara de camarera y vagara por las calles oscuras de Nueva York de noche.

—¿Por qué trabajas en un restaurante?

—Sophia me consiguió el trabajo. El sitio está muy bien, y gano más de lo que te imaginas.

—¿Más de lo que ganarías en Vance? —le pregunto, aunque ya sé la respuesta.

—No me importa. Me mantiene ocupada.

—Vance me dijo que ni siquiera le pediste una carta de recomendación, y sabes que tiene pensado abrir sucursal aquí también.

Ahora mira ausente la calle, observando los coches que pasan.

—Lo sé, pero quería ser capaz de hacer algo por mí misma. Por ahora me gusta mi trabajo, hasta que pueda empezar en la NYU.

—¿Todavía no te han admitido en la universidad? —exclamo incapaz de ocultar mi sorpresa.

«¿Cómo es que nadie me lo ha dicho?» He obligado a Landon a mantenerme informado de la vida de Pau, pero parece ser que le gusta guardarse lo más importante.

—No, aunque espero poder comenzar en primavera. —Mete la mano en el bolso y saca un juego de llaves—. Se me pasaron todos los plazos.

—Y ¿te parece bien? —me sorprende que lo diga tan tranquila.

—Sí. Sólo tengo diecinueve años. Me irá bien. —Se encoge de hombros y creo que se me para el corazón—. No es lo ideal, pero aún puedo recuperar el tiempo perdido. Siempre puedo coger el doble de créditos e incluso graduarme antes, como tú.

No sé qué decirle a esta Pau calmada y sin ataques de pánico, a esta Pau que no tiene un plan a prueba de bombas. Pero me encanta estar con ella.

—Sí, claro que sí...

Antes de que pueda acabar la frase, un hombre aparece ante nosotros. Tiene la cara cubierta de mugre y la barba larga y desaliñada. Por instinto, me pongo delante de Pau.

—Hola, guapa —dice el hombre.

Paso de paranoico a protector. Me pongo derecho y espero que este cabrón se atreva a mover un dedo.

—Hola, Joe. ¿Qué tal va la noche? —Pau me aparta de en medio y saca un pequeño paquete del bolso.

—Muy bien, cielo. —El hombre sonríe y alarga el brazo para cogerlo—. ¿Qué me has traído hoy?

Me obligo a permanecer en la retaguardia, pero no muy lejos.

—Patatas fritas y esas minihamburguesas que te gustan tanto. —Sonríe y el hombre le devuelve la sonrisa antes de romper el envoltorio y acercarse el paquete a la nariz para oler su contenido.

—Eres demasiado buena conmigo. —Mete una mano sucia en el paquete, saca un puñado de patatas fritas y se las mete en la boca—. ¿Queréis? —Nos mira a los dos con una patata colgándole del labio.

—No. —Pau se ríe nerviosa y niega con la mano—. Que aproveche la cena, Joe. Hasta mañana. — Me indica que la siga, doblamos la esquina e introduce el código de entrada del apartamento de Landon.

—¿De qué conoces a ese tío? —pregunto.

Se detiene ante la hilera de buzones que cubre el vestíbulo y abre uno mientras espero respuesta.

—Vive ahí, en la esquina. Está ahí todas las noches y, cuando hay sobras en la cocina del restaurante, intento traérselas.

—¿Es seguro? —Miro atrás mientras avanzamos por el vestíbulo vacío.

—¿Darle algo de comer? Pues claro. —Se echa a reír—. No soy tan delicada como antes. —Su sonrisa es sincera, no se siente ofendida, y no sé qué decir.

Una vez en el apartamento, Pau se quita los zapatos y se afloja la corbata. No me he permitido mirarle el cuerpo. He intentado concentrarme en su cara, en su pelo, joder, incluso en sus orejas, pero ahora, mientras se desabotona la camisa negra debajo de la que sólo lleva una camiseta de tirantes, se me va la cabeza y soy incapaz de recordar por qué estaba evitando contemplar semejante belleza. Tiene el cuerpo más perfecto y apetecible del mundo, y la curva de sus caderas es algo con lo que fantaseo a diario.

Se va a la cocina y me llama desde allí.

—Me voy a la cama —dice—. Mañana trabajo temprano.

Me acerco a ella y espero a que se acabe el vaso de agua.

—¿Mañana también trabajas?

—Sí, todo el día.

—¿Por qué?

Suspira.

—Hay que pagar las facturas.

Miente.

—¿Y? —insisto.

Limpia la encimera con la mano.

—Y es posible que estuviera intentando evitarte.

—Llevas mucho tiempo evitándome, ¿no te parece? —digo mirándola con una ceja enarcada.

Traga saliva.

—No te he estado evitando. Ya nunca me llamas, ni escribes, ni nada.

Camina junto a mí, me deja atrás y se deshace la coleta.

—No sabía qué decir. Me sentó bastante mal que te marcharas sin despedirte el día de tu graduación y...

—Yo no me fui, te fuiste tú.

—¿Qué? —Se para y da media vuelta.

—Tú te marchaste de la graduación —insisto—. Yo estuve buscándote durante media hora antes de irme.

Parece muy ofendida.

—Yo te estuve buscando. Por todas partes. Nunca me habría marchado sin más de tu graduación.

—Ya, pues parece que cada uno recuerda una cosa distinta, pero ahora no tiene sentido discutir sobre el tema.

Baja la cabeza, parece estar de acuerdo.

—Tienes razón. —Vuelve a llenarse el vaso y da un pequeño sorbo.

—Míranos: ya ni siquiera nos peleamos. Mierda —bromeo.

Apoya el codo en la encimera y cierra el grifo.

—Mierda —repite con una sonrisa.

—Mierda.

Nos echamos a reír sin dejar de mirarnos.

—No es tan raro como pensaba que iba a ser —dice entonces.

Empieza a quitarse el delantal, pero se le atascan los dedos en el nudo.

—¿Te ayudo?

—No —dice demasiado rápido, y da otro tirón a las cintas.

—¿Segura?

Se pelea con el delantal unos minutos más y al final resopla y se vuelve para mostrarme la espalda.

Deshago el nudo en unos segundos mientras ella cuenta el dinero de las propinas en la encimera.

—¿Por qué no te buscas otras prácticas? Eres más que una camarera.

—No tiene nada de malo ser camarera, y tampoco es mi última parada. No me disgusta y...

—Y no quieres acudir a Vance para que te ayude. —Abre mucho los ojos. Meneo la cabeza y me echo el pelo hacia atrás—. Actúas como si no te conociera, Pau.

—No es sólo eso. Es que este trabajo es mío. Tendría que pedir muchos favores para conseguirme unas prácticas aquí, y no voy a estar matriculada en ninguna universidad hasta dentro de unos meses por lo menos.

—Sophia te ayudó a conseguir este trabajo —señalo. No pretendo ser cruel, pero quiero que me diga la verdad—. Lo que querías era algo que no tuviera nada que ver conmigo. ¿He acertado? Respira hondo un par de veces y mira a todas partes menos a mí.

—Sí.

Nos quedamos de pie en la minúscula cocina, en silencio, demasiado cerca y demasiado lejos.

Pasados unos segundos, se endereza, recoge el delantal y el vaso de agua.

—He de irme a la cama. Mañana trabajo todo el día y es muy tarde.

—Llama diciendo que estás enferma —le sugiero como si nada, aunque preferiría ordenárselo.

—No puedo llamar al trabajo y decir que estoy enferma porque sí —miente. 

—Claro que puedes.

—No he faltado nunca.

—Sólo llevas allí tres semanas. No has tenido tiempo de faltar, y eso es lo que hacen los neoyorquinos los sábados. Llaman al trabajo y dicen que están enfermos para pasar el día en buena compañía.

Una sonrisa juguetona baila en la comisura de sus labios carnosos.

—Y ¿esa buena compañía eres tú?

—Por supuesto —digo, y me señalo el torso con las manos para enfatizarlo.

Me estudia un momento y sé que lo está pensando. Pero al final dice:

—No, no puedo. Lo siento, pero no puedo. No puedo arriesgarme a que no puedan cubrir el turno. Me haría quedar mal y necesito este trabajo. —Frunce el ceño. Ya no está para bromas, ha vuelto a pensar demasiado.

Estoy a punto de decirle que en realidad no necesita ese trabajo, que lo que debe hacer es recoger sus cosas y venirse a Seattle conmigo, pero me muerdo la lengua. El doctor Tran dice que el control es un factor negativo en nuestra relación y que he de 
«encontrar el equilibrio entre control y consejo».

Ese puto loquero me saca de mis casillas.

—Entiendo. —Me encojo de hombros y maldigo al doctor unos instantes antes de sonreírle a Pau —. Entonces será mejor que te vayas a la cama.


Y, con eso, se da media vuelta y se retira a su habitación-armario. Me deja solo en la cocina, solo en el sofá y solo con los sueños que están por llegar.

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