—Hoy será el último día que hablaremos sobre Orgullo y prejuicio —nos informa el profesor—. Espero que hayan disfrutado y, puesto que todos han leído el final, creo conveniente dedicar el debate de hoy al uso de la anticipación de Austen. Díganme, como lectores, ¿esperaban que Darcy y ella acabasen siendo pareja al final? Pau levanta la mano al instante y yo me pongo cómodo. No falla, es una sabelotodo. Igual que Landon... La pareja de americanitos perfectos.
—Señorita Chaves —dice el profesor dándole la palabra.
A Pau se le ilumina la cara. Le encanta hacer felices a los demás, contentar a todo el mundo.
Seguro que puedo sacarle partido.
Pongo fin a mi monólogo interior y aguardo pacientemente a que suelte un rollo sobre Orgullo y prejuicio. Si es tan inteligente como creo que es, puede ser interesante.
—Bueno, la primera vez que leí la novela, estaba en ascuas todo el tiempo, sin saber si acabarían juntos o no.
Sí, apostaría a que acaban juntos, igual que apuesto a que Pau y el perfecto de Landon tendrán la relación perfecta.
—Incluso ahora que la he leído al menos diez veces, sigo sintiendo cierta ansiedad al principio de su relación. El señor Darcy es tan cruel y dice cosas tan terribles sobre Elizabeth y su familia que al leerlas nunca sé si ella será capaz de perdonarlo, y mucho menos de amarlo.
Pau sonríe de oreja a oreja al acabar y coloca las manos con elegancia encima del libro. Está aguardando con emoción que el profesor le dé una palmadita en el hombro y le diga lo buena alumna que es. Landon la mira, esperando que se ilumine como un arcoíris y le salga purpurina de colores de las puntas de los dedos.
Voy a fastidiarles el momento. «Habla, Pedro.»
Se me hace un nudo en la garganta. Sólo necesito unas pocas palabras. Me acuerdo de mi madre:
«Respira hondo, Pedro. Eres capaz de hablar en público...». Siempre me decía que no me preocupara. «Mucha gente tiene ansiedad social, Pedro. No es nada de lo que debas avergonzarte.» No es que tenga ansiedad social. Es que no me gusta la gente.
—Qué chorrada —digo con una voz alta y clara que llena el silencio del aula.
—¿Señor Alfonso? ¿Le gustaría añadir algo? —pregunta el profesor, sorprendido de que participe en clase.
—Claro. —Me inclino hacia adelante. Pau pone cara de póquer. Está flipando, pero lo disimula bien—. He dicho que eso es una chorrada. Las mujeres desean lo que no pueden tener. La actitud grosera del señor Darcy es lo que hace que Elizabeth se sienta atraída hacia él, de modo que era evidente que acabarían juntos.
Dicho lo cual, bajo la vista y me entretengo arrancándome las cutículas.
—No es cierto que las mujeres deseen lo que no pueden tener —contesta Pau. La miro con toda la tranquilidad que soy capaz de aparentar—. El señor Darcy sólo era mezquino con ella porque era demasiado orgulloso para admitir que la amaba. Cuando dejó de comportarse de esa forma tan detestable, Elizabeth se dio cuenta de que en realidad estaba enamorado de ella. —Y, para enfatizar sus apasionadas palabras, da un fuerte puñetazo sobre el pupitre.
Echo un vistazo a mi alrededor, toda la clase nos mira sin saber qué esperar. La hermana de mi amigo Dan está sentada en primera fila y me sonríe sin pudor.
Noto cómo se me clavan las miradas de los demás estudiantes. Tengo que contestarle. Tengo que hablar.
—No sé con qué clase de tíos te has relacionado, pero opino que, si él la amara, no habría sido mezquino con ella —digo. «Igual que sé que tu novio de ahora y tu futuro novio, el pelele de Landon, no son malos contigo. No te plantan cara»—. La única razón por la que acabó pidiendo su mano en matrimonio fue porque ella no paraba de lanzarse a sus brazos.
«¿Elizabeth iba detrás de Darcy?» No, todo lo contrario.
«¿Pau va detrás de mí?» No, todo lo contrario.
Pero no voy a dejarla ganar sin más.
—¡Ella no se lanzaba a sus brazos! ¡Él la manipulaba, le hacía creer que era amable y se aprovechaba de su debilidad!
—¿Que él la manipulaba? Léetelo otra vez, es ella... —hago una pausa, tengo la cabeza hecha un lío y no hablo con coherencia—, quiero decir, que ella estaba tan aburrida con su vida aburrida que tenía que buscar emociones en alguna parte, de modo que sí, ¡se lanzaba a sus brazos!
Me callo, sorprendido porque se lo he dicho gritando y porque mis manos amoratadas se agarran con fuerza a una esquina del pupitre gastado.
—¡Bueno, igual si él no hubiera sido tan mujeriego, lo habría dejado estar después de la primera vez en lugar de presentarse en su habitación!
Para cuando ha terminado, las risitas, los murmullos y las bocas abiertas indican que todo el mundo ha entendido de qué va nuestro pequeño espectáculo. «Lectura en vivo y en directo», deberían colgar un cartel así en la puerta del aula.
«¿Mujeriego?»
Es posible que me haya acostado con media facultad y que haya cometido más errores que ella (y se me hayan olvidado la mitad), pero al menos no soy una remilgada, una puritana y una esnob que va por ahí juzgando a todo el mundo. ¿Qué cara pondría si yo la llamara
lo mismo que ella me ha llamado a mí pero en femenino?
—Bien, es una discusión muy agitada —dice el profesor con cara de pánico, preocupado porque las emociones humanas han estropeado la lección que traía preparada—. Creo que ya hemos hablado suficientemente del tema por hoy...
Pau coge su bolsa, se la lleva al pecho y corre hacia la puerta. Landon permanece en su sitio, nunca sabe qué hacer cuando las cosas se ponen tensas. Tal vez sea porque su vida ha sido siempre perfecta. Seguro que su madre lo esperaba todas las mañanas con magdalenas recién hechas y glaseadas con amor antes de enviarlo al colegio.
Yo tenía que prepararme un cuenco de Cheerios revenidos y me tocaba oler la leche para ver si estaba agria. No existe menú ni programa para lo que, por lo visto, estamos haciendo Pau y yo. Salgo de la clase como un rayo. Pau no va a escaparse de todos los conflictos que provoca. Se nota que está acostumbrada a eso, a salirse siempre con la suya.
—¡No vas a huir esta vez, Paula! —le grito.
Todo el mundo me mira, pero ella sigue andando por el pasillo y tengo que correr para alcanzarla. Se vuelve para salir al exterior y la cojo del brazo para detenerla. Me aparta de un empujón.
—¿Por qué siempre me coges así? ¡Como vuelvas a agarrarme del brazo, te doy un tortazo! — Parece furiosa y está gritando.
Vuelvo a cogerla del brazo. Ni pestañea.
—¿Qué quieres, Pedro? ¿Decirme que estoy desesperada? ¿Reírte de mí por dejar que te me acerques otra vez? Estoy harta de este jueguecito... —Da patadas mientras habla y manotazos al aire, como siempre. Me hace gracia cómo habla con las manos.
No se calla ni debajo del agua. La verdad es que no sé qué está diciendo. Sólo está enfadada, furiosa conmigo, como si hubiera perdido la chaveta. Cuando está con Landon es toda sonrisas y tranquilidad. Conmigo, todo es rabia y electricidad. Le brillan los ojos, de ira o de tristeza, no estoy seguro. Pero al menos sé que todavía soy capaz de provocar una respuesta emocional.
—Es verdad que saco lo peor de ti, ¿eh? —Mis dedos hurgan un pequeño agujero, una quemadura, en el bajo de mi camiseta negra—. No estoy jugando a nada contigo.
Veo que se está formando un corro a nuestro alrededor y me paso las manos por el pelo. ¿Por qué con ella todo tiene que ser tan dramático?
Pau se frota las sienes con los dedos.
—Entonces ¿qué estás haciendo? Porque tus cambios de humor me dan dolor de cabeza.
Intento cogerle los brazos con ternura, para captar su atención. No se resiste y la llevo a un pequeño callejón entre dos edificios mientras lanzo miradas asesinas para que nadie se nos acerque.
No quiero que nadie escuche la conversación, que nadie la presione para que ponga cara de ser la perfección absoluta. La miro y admiro su compostura. Parece estar calmada, neutral, a pesar de lo cerca que están nuestros cuerpos. Veo una grieta en su coraza cuando sus ojos encuentran los míos y traga saliva con labios temblorosos.
—Pau, yo... No sé lo que estoy haciendo. Tú me besaste primero, ¿no es así? —le digo.
No importa que haya estado pensando en el sabor de sus labios en los míos todos los días desde entonces. Ella dio el primer paso, es un argumento irrefutable.
—Sí..., estaba borracha, ¿recuerdas? —dice cabizbaja, avergonzada—. Y tú me besaste primero ayer.
Jamás admitirá que me deseaba. Siempre encontrará alguna excusa. Empieza a tocarme las narices su constante estado de negación.
Sentí cómo florecía con mi beso. Puede que ella me odie, pero su cuerpo no.
—Sí..., y tú no me detuviste. —Hago una pausa para darle dramatismo y ver cómo aparece la curiosidad en su mirada—. Debe de ser agotador.
—¿El qué? —pregunta con la barbilla levantada en un gesto casi desafiante.
—Fingir que no me deseas, cuando ambos sabemos que sí lo haces. —Doy un paso hacia ella a propósito para que su espalda toque la pared que tiene detrás.
Se queda muy quieta, como si su cuerpo se hubiera dado cuenta de lo que ella quiere de verdad.
Pero entonces su cabeza vuelve a tomar las riendas y me suelta:
—¿Qué? Yo no te deseo, Pedro. Tengo novio. —Le está costando mucho fingir que habla con calma.
Sonrío levemente.
—Un novio con el que te aburres. Admítelo, Pau. No me lo digas si no quieres, pero admítelo para ti misma. Te aburres con él. —Pronuncio cada palabra lo más lentamente posible, acercando mi cara a la suya.
Sus ojos van hacia mi boca, por supuesto. Está sopesando sus opciones. Debe de estar recordando cómo la besé, porque se acaricia los labios. Está atrapada, conmigo. Su deseo y la ardiente curiosidad sexual que siente hacia mí no le permiten salir corriendo. Esta vez no.
—¿Alguna vez te ha hecho sentir como te hago sentir yo? —Sé que es una exageración, pero tengo curiosidad por saberlo.
—¿Qué? Por supuesto que sí —replica, tratando de insistir.
No me lo trago. Sonaba más sincera hablando de una novela clásica que de la capacidad de su adorable novio para satisfacerla.
—No..., no es verdad. Es obvio que nunca te han tocado... que nunca te han tocado de verdad.
Entreabre los labios y casi puedo oír su corazón galopando en el pecho. Me pregunto cómo me verá ella. ¿No entiende que su respiración entrecortada y sus labios carnosos me vuelven loco? ¿Habrá algo en mis ojos que le diga que quiero cogerla del pelo, volverle la cara hacia mí y besarla en la boca?
Su cuerpo lo sabe. Su cuerpo lo sabe.
—Eso no es asunto tuyo.
No quiere admitirlo. Cuando uno se esconde detrás de una máscara durante tanto tiempo como lo ha hecho ella, es casi imposible quitársela. O eso, o es ella la que se siente invisible.
—No tienes ni idea de lo bien que puedo hacerte sentir. —Me acerco más. «Deja que te convenza, deja que te lo demuestre», quiero rogarle.
Vuelve a tocar la pared con la espalda y mira alrededor, tratando de encontrar un modo de alejarse de mí. Le cuesta respirar, está claro que le afecto. Por fin.
—No hace falta que lo admitas —digo—. Lo sé.
Deja escapar un grito quedo, un sonido aparentemente inocente, aunque yo sé que no lo es. Sé que quiere más, que su mente y su cuerpo ansían más.
—Se te ha acelerado el pulso, ¿verdad? Y tienes la boca seca. Piensas en mí y notas eso... ahí abajo. ¿Verdad, Paula? —Imagino su cuerpo desnudo abierto de piernas debajo de mí, mi dedo vagando por la humedad de su coño empapado.
Coge aire e intenta desviar la mirada, pero fracasa miserablemente.
—Te equivocas. —Sabe que tengo razón.
—Yo nunca me equivoco. —Sonrío. Vacila y se recoge un mechón revoltoso detrás de la oreja—. No en esto.
Respira hondo y sé que va a cantarme las cuarenta.
—¿Por qué no paras de decir que me lanzo a tus brazos si eres tú el que me arrincona ahora?
—Porque fuiste tú quien hizo el primer movimiento. No me malinterpretes —me río—, a mí me sorprendió tanto como a ti.
—Estaba borracha y había sido una noche muy larga, como bien sabes. Estaba confundida porque estabas siendo amable conmigo; bueno, tu versión de ser amable.
«¿Mi versión de ser amable?» Con ella suelo ser amable. Superamable, ahora que tengo una razón para serlo. Me viene a la cabeza la Apuesta y me obligo a pisar con menos fuerza de lo habitual. Pau se aleja de mí y se sienta en la acera de hormigón. Echo un vistazo para comprobar que no hay nadie mirándonos, parece que nadie ha notado nuestra presencia.
—Yo no soy mezquino contigo —digo, aunque empiezo a preguntarme si ella cree que sí.
—Sí que lo eres. Te pasas mucho conmigo. Bueno, en realidad te pasas con todo el mundo. Pero parece que conmigo te ensañas.
«¿Mezquino?» La trato tan bien como trataría a un gatito. He sido todo dulzura con ella.
—Eso no es verdad. No soy peor contigo que con el resto de la población —bromeo.
A Pau no le hace gracia. Si pudiera, me mandaría a la luna de un puñetazo.
Se pone en pie de un salto.
—¡No sé por qué sigo malgastando el tiempo contigo!
Va a marcharse. No quiero que se vaya. ¿O sí?
No, no quiero. No se me da bien pedir disculpas, sobre todo cuando no veo necesidad de hacerlo, pero he de dejar de ser tan testarudo y decir que lo siento. Se calma enseguida con una disculpa, lo he aprendido pronto.
—Venga, perdona. Vuelve aquí —digo con el tono persuasivo que sé que les gusta a las chicas.
Se yergue y yo me siento en la acera, cerca de donde ella estaba sentada.
—Siéntate —le pido dando unas palmaditas a mi lado.
Ella resopla y obedece. Cruza las piernas y suspira. Me sorprende la tranquilidad que siento al saber que me ha concedido el perdón.
—Estás demasiado lejos —bromeo. Me mira y pone los ojos en blanco—. ¿No confías en mí? — Ya me sé la respuesta.
Es evidente que no se fía, pero quiere hacerlo. Quiero que confíe en mí más de lo que me veo capaz de admitir.
—No, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? —replica. Sus palabras son rápidas y punzantes. Retrocedo. Yo tampoco confío en ella, pero no hacía falta que contestara tan rápido. Es evidente que siente cierta atracción hacia mí, de lo contrario no estaríamos teniendo esta conversación. Está aquí porque siente algo, por poco que sea.
—¿Podemos decidir ya si vamos a mantenernos alejados el uno del otro o a ser amigos? No quiero seguir peleándome contigo.
Tampoco es que nos peleemos tanto, sólo hablamos más de lo que ninguno de los dos esperaba.
Me peleo menos con ella, y hablo mucho más, que con Ken. Eso es mucho decir. Nos hemos acostumbrado. Sería raro no volver a ver a Pau. Me he acostumbrado a su impertinencia y a cómo sus ojos delatan lo enfadada que está conmigo. Su fuego es contagioso. Se ha convertido en una adicción, como si necesitara otra tentación en mi vida.
—Yo no quiero mantenerme alejado de ti —confieso.
Detesto tener que ser educado y comportarme lo mejor posible con ella: un solo desliz y sale corriendo. Me gustaría pensar que hoy estamos un poco más unidos, que puede que a partir de ahora no huya a la mínima. Espera que le diga lo que siento, que sea más abierto de lo que soy capaz sin estar incómodo, y a cambio apenas consigo nada. Es como estar casado sin las ventajas de que me hagan la cena y follar todas las noches.
—Me refiero a que no creo que podamos mantenernos alejados el uno del otro, porque una de mis mejores amigas es tu compañera de habitación. Así que supongo que tendremos que intentar ser amigos. —Tengo una apuesta que ganar, y ella no me está ayudando.
—Vale, entonces ¿amigos? —pregunta con una voz que imita a la de alguien que está cerrando un trato de negocios. Podría ofrecerle la mitad de las ganancias. Ése sí que sería el comienzo de una hermosa amistad. ¿Amigos? ¿Qué tal amigos que follan? Follamigos.
—Amigos. —Le ofrezco la mano para que la estreche.
Mi sonrisa es ladina, arrebatadora. Lo nota y menea la cabeza. Se da cuenta de que soy peligroso, pero no tanto como para salir corriendo.
—Pero amigos sin derecho a roce —insiste, aunque lo estropea ruborizándose. No me había dado cuenta de lo atractiva que podía resultarme su inocencia.
Jugueteo con el aro de metal que llevo en la ceja.
—¿Por qué dices eso?
—Como si no lo supieras... Steph me lo ha contado.
—¿Lo que pasó entre nosotros?
No estaba mal, era interesante estar con ella. Tiene sus movidas, como todos, pero las lleva a cuestas, las esconde del mundo, al contrario que Molly y yo. Me pregunto qué le habrá contado la pelirroja a Pau sobre el tiempo que pasamos juntos. Seguro que ha exagerado nuestras escapadas. Steph siempre quiso más de lo que yo podía darle y le ponía competir. No sabía aceptar un no por respuesta.
—Sí, y lo que pasa contigo y con todas las demás chicas —masculla.
—Bueno, lo mío con Steph... fue divertido. —Le sonrío y mira a otra parte.
»Y, sí, me acuesto con algunas chicas. Pero ¿por qué iba a importarte eso a ti, amiga?
He de confesar que imagino a Pau como una de esas chicas, con las piernas separadas debajo de mí y la boca abierta de placer. Cierra los ojos y coge aire. Me la imagino sin aliento mientras se corre en mis dedos y mi boca a la vez. Estoy seguro de que nunca nadie le ha comido el clítoris con la lengua mientras lentamente desliza los dedos por...
—No me importa —dice entonces interrumpiendo mis pensamientos—. Sólo quiero dejar claro que yo no voy a ser una de esas chicas. —Me da un empujón.
Lo único que ha conseguido con eso es echar leña al fuego de la fantasía que tengo en mente. —Vaya..., ¿estás celosa, Paula?
Me da otro empujón.
—En absoluto. Siento lástima por esas chicas. —Menea la cabeza y me echo a reír. No le daría pena nada ni nadie, sólo sentiría placer, grandes cantidades de placer que no puede ni imaginarse.
—Pues no deberías —replico. No puedo dejar de pensar en su cuerpo desnudo. Necesito ver qué esconde bajo esos sacos que lleva puestos. Se olvidaría hasta de su nombre si me dejara ponerle las manos encima—. Lo disfrutan, créeme.
—Vale, vale. Ya lo pillo. ¿Podemos cambiar de tema? —Pau cierra los ojos otra vez y echa la cabeza atrás. Gruñe antes de decir—: Entonces ¿vas a ser más simpático conmigo a partir de ahora?
—Claro. Y ¿tú vas a intentar no ser tan estirada y tener tan mala leche todo el tiempo? —la provoco.
—Yo no tengo mala leche; es que tú eres ofensivo.
Nos reímos cuando termina la frase. Su risa es suave y me envuelve. Me siento ligero, es raro pero agradable.
«¿Ligero? ¿En serio, Pedro?»
Tengo que conseguir centrarme y encarrilar este tren de la amistad.
Me acerco un poco a mi nueva amiga.
—Míranos, siendo amigos.
Ella se echa un poco hacia atrás y se levanta. Se alisa la falda con las manos y yo me distraigo pensando en quitársela.
—Esa falda es terriblemente espantosa, Pau. Si vamos a ser amigos, vas a tener que dejar de ponértela. —No es tan fea, pero desde luego tampoco es bonita.
En sus ojos parpadea la vergüenza y le sonrío para tranquilizarla. No era mi intención insultarla.
Sólo quería pincharla un poco. De verdad, si quiere llevar ropa que no le favorece, mejor para ella.
Yo siempre llevo los mismos vaqueros negros y las mismas camisetas manchadas.
El móvil de Pau empieza a vibrar entonces y lo saca del bolso.
—Tengo que irme a estudiar —anuncia.
Miro la reliquia de plástico que lleva en la mano. ¿Eso es un Nokia?
—¿Te pones la alarma para estudiar? —le pregunto, pensando en que ése debe de ser el último móvil tipo concha que queda en el planeta. Es como si estuviera intentando estar pasada de moda o algo así.
Se encoge de hombros.
—Me pongo la alarma para muchas cosas; es una costumbre que tengo.
La avergüenza ese comportamiento, como si debiera sentirse mal por hacer semejante cosa. ¿Por qué será? Alguien le ha hecho sentir que tiene que justificar su extraño comportamiento. Su madre, seguro. Bueno, ahora mismo es lo que estoy haciendo yo, pero esa mujer tiene pinta de ser superquisquillosa. Con lo controladora que es, seguro que le ponía a Pau una alarma para indicarle cuándo tenía que mear.
—Vale, pues póntela para que hagamos algo divertido mañana después de clase —le digo.
Quiero estar con ella. Lo necesito.
Me mira con el ceño fruncido, confusa.
—No creo que mi idea de «algo divertido» coincida con la tuya.
No se equivoca. Lo que yo considero divertido no tiene nada que ver con su forma de divertirse. Para ella, «divertido» sería estudiar juntos con un montón de libros y papeles interponiéndose entre los dos. Un cinturón de castidad académico.
Para mí, «divertido» sería estar sentado en la cama, apoyado en la cabecera, mientras la boca de
Pau sube y baja por mi polla. Me encantaría añadir un vaso de whisky con un cubito de hielo flotando en el líquido ambarino, tintineando contra el cristal mientras ella se la mete toda en la boca.
Aunque se supone que no debo beber, así que imagino que tomaré la mamada sin whisky.
En vez de decirle todo eso, replico:
—Bueno, sólo despellejaremos a unos cuantos gatos, prenderemos fuego a algunos edificios... Pau se ríe nerviosa y no puedo evitar devolverle la sonrisa. Pero me distraigo un poco cuando pasa junto a nosotros una pareja. Van cogidos de la mano y se ríen de un chiste malo que ha hecho él.
No he oído lo que decían, pero debe de ser malo porque llevan los calcetines a rayas a juego, restregándoles su relación, con sutileza, a los inocentes viandantes. Menuda mierda, en serio. Pau no parece haberlos visto, está mirando el asfalto.
—En serio, te vendrá bien divertirte, y ahora que somos amigos deberíamos hacer algo.
Antes de que Pau me diga que no, le doy la espalda y echo a andar. —Bien, me alegro de que te apuntes —añado—. Nos vemos mañana.
Cuando cruzo la calle, miro atrás y la veo sentada en la acera. No ha intentado rechazar la oferta, ha accedido a quedar mañana y ahora no sé qué cojones voy a hacer, porque mi plan era que se negara un par de veces antes de tener que organizar una cita con ella.
Cuando llego al coche trato de pensar en qué hacer con Pau. Yo nunca salgo, salvo para ir a fiestas en casa de otros. Aparte de eso, suelo estar por el campus o en mi cuarto, solo.
Arranco el motor sin dejar de darle vueltas a la cabeza. ¿Al cine? ¿Qué clase de películas le gustan a Pau? Las adaptaciones de las novelas de Nicholas Sparks, seguro. Podría pasarle el brazo por los hombros. Podría comprarle palomitas de maíz o chocolatinas a precio de oro para impresionarla. El problema de ir a ver una película es que no se puede hablar en el cine. Alguien protestaría y yo acabaría metido en un lío. Los rituales de cortejo eran mucho menos complicados en el pasado. Si viviéramos en una novela de Jane Austen, la cortejaría y tendríamos citas con carabina en las que pasearíamos por el bosque y, si fuera muy valiente, le rozaría la mano enguantada con la mía. Ella se ruborizaría y se llevaría un dedo a los labios carnosos, mirando a la carabina con una advertencia en sus ojos grises.
Hoy en día las citas son muy distintas, y ahora, si me sintiera muy valiente, le sobaría los pezones por encima de la blusa y ella se metería mi mano entre la tibieza de sus muslos. Ni carabinas, ni reglas.
El móvil suena e interrumpe mis maquinaciones.
¿Pau tiene mi número? Por cierto, tengo que pedirle su número a Steph.
El nombre de Ken aparece en la pantalla. Tuerzo el gesto, pero esta vez se lo cojo. Supongo que debería premiar su perseverancia.
—¿Sí? —digo entrando en la autopista con el móvil sujeto entre el hombro y la oreja. La única pega que le veo a mi precioso Ford Capri de 1970 es que no tiene Bluetooth.
—Eh, Pedro, hola —tartamudea.
No esperaba que se lo cogiera. A veces me llama, estoy convencido de que lo considera una buena obra. Me llama para ver «qué tal estoy» porque sabe que no se lo voy a coger y porque así queda bien por intentar entenderse con el rebelde de su hijo. Es probable que su nueva novia lo alabe, lo abrace fuerte y lo consuele. Seguro que le promete que su hijo «cambiará algún día». «Sólo es que ahora está enfadado», le dirá.
Ella también estaría cabreada si tuviera la mierda de padre que tengo yo.
—Hola. —Conecto el altavoz y pongo el teléfono en el salpicadero.
—¿Cómo estás, hijo? —pregunta, y me pone de los nervios al instante.
—Bien.
Se aclara la garganta.
—Me alegra oír eso. Quería invitarte a cenar mañana por la noche. Karen va a hacer pollo y nos encantaría tenerte con nosotros.
¿Quiere invitarme a cenar? ¿Por qué demonios cree que voy a ir a su casa a comer pollo con su nueva familia y a hablar de lo bien que estamos todos en amor y compañía? No, gracias.
—Mañana tengo planes —le digo. Esta vez no es mentira.
—Ah. Vale, podrías venir cuando hayas acabado con tus planes. Karen también preparará postre.
—Estaré ocupado toda la noche —le digo.
Me pregunto qué tiempo hará mañana. El cielo siempre está gris en este estado de mierda. Al sol no debe de gustarle nada este sitio, por eso siempre está lloviendo y nublado.
—¿Va a llover mañana? —le pregunto a Ken. Es más fácil que consultar la previsión meteorológica.
—No, subirán las temperaturas durante la noche y dejará de llover hasta la semana que viene — dice.
Si tuviera una relación normal con el hombre que ayudó a crearme, podría pedirle sugerencias, cosas que hacer en una cita. Pero, como no la tengo, no puedo pedírselas.
Lo único que le pregunto a este hombre es qué formularios quiere la universidad que rellene. No tenemos nada en común y estamos a años luz de que le pida consejos amorosos.
A lo mejor a Vance se le ocurre algo. Prefiero preguntarle a él antes que a cualquiera. Creo.
—Tengo que dejarte —digo en voz alta.
Le cuelgo a Ken y busco el número de Vance en el teléfono.
Contesta a la primera.
—¿Qué hay, Pedro?
—¿Me recomiendas un sitio adonde llevar a alguien? —le pregunto. Mi voz suena rara y las palabras me han salido a borbotones.
—¿Te refieres a un cadáver? —Se oyen carcajadas, y sonrío. Es un payaso.
—Esta vez no. —Busco la manera de pedirle ayuda sin mencionar a Pau—. Sitios donde pasar un rato con alguien.
—¿Una cita? —supone.
—No exactamente, pero parecido.
No sé cómo llamar a esta salida con Pau. No es una cita. Somos amigos.
«Amigos hasta que me la folle», me recuerdo a mí mismo.
Es tan puritana... Se viste con ropa que le sienta mal y apenas dice tacos. ¿Adónde puedo llevarla para que se desmelene? Intento pensar cuál es mi recuerdo favorito desde que me mudé a Washington. El arroyo en la autopista 75 es divertido. Podría valer si hace buen tiempo. Es poco profundo y se ven las piedras bajo el agua. ¿Pau se bañaría al aire libre en aguas medio cristalinas?
Probablemente no, pero puedo intentarlo.
—Los paseos por el campo a mí siempre me han dado resultado. Son una apuesta segura —dice Vance.
Y de repente me acuerdo de la Apuesta por primera vez en varias horas.
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