Justo cuando su vida empezaba a cobrar un poco de sentido, algo la sacudió de nuevo. Creía que tenía el control absoluto de sí mismo, de ella, de todo. Se estaba resistiendo a la dulce tentación del amargo licor. No quería necesitarlo del modo en que lo había necesitado hasta que se vio al teléfono hablando con su padre, escuchando los detalles de su nueva (y mejor) vida.
Después de colgar, no tuvo otra opción.
Estaba completamente solo con su única amiga. La botella de whisky estaba casi vacía, como él.
Cuando llego a casa de los Alfonso, aparco justo en medio del acceso. Detesto esta preciosa casa, que descansa sobre un perfecto césped verde. Ken y Karen pagan una buena pasta para que les arreglen el jardín; fijo que también pagan una buena pasta para que los arreglen a ellos. Seguro que a la recién prometida de Ken le encanta vivir aquí.
Probablemente disfrute gastándose su dinero en emperifollarse.
Estoy que echo humo.
Estoy cabreado y no lo suficientemente borracho como para aguantar gilipolleces. ¿Qué clase de padre de mierda le anuncia a su único hijo que va a casarse con otra mujer justo cuando estás empezando a conocerlo? Ésa es justamente la razón por la que no quería saber nada de él. Me jode mogollón que sólo quedara un cuarto de licor en esa botella. Me va a estallar la cabeza, tengo la garganta seca y me muero por un trago de whisky. Ken Alfonso tiene guardadas muchas botellas caras.
Siempre que alguno de sus pijos colegas de suéter sin mangas regresan de sus vacaciones a Escocia le regalan una. El cabrón de mi padre va a volver a casarse, y me lo suelta así: «Karen y yo vamos a contraer matrimonio. Pronto, muy pronto».
«¿A contraer matrimonio?» ¿No había una expresión menos natural que ésa? ¿Y durante una puta conversación telefónica?
—Vamos a contraer matrimonio —repito mientras subo los escalones del porche de dos en dos. El hombre tiene tantos arbustos podados con formas ornamentales que tengo la sensación de estar en la puta selva de Willy Wonka o en la puta fábrica, o como cojones se llamara. Es horrible. Antes que nada, necesito más whisky.
—Estoy aquí —exclamo en la oscuridad.
Me encuentro en un aprieto. Estoy borracho, pero no tanto como me gustaría. Necesito más alcohol. Ken tiene más alcohol. Siempre lo tiene.
Llamo a la puerta y nadie abre. Esta estúpida y ostentosa casa modelo de ladrillo es demasiado grande.
—¿Hola? —grito hacia el oscuro patio, pero sólo me responde el intenso chirriar de los grillos. Todos los vecinos tienen las luces del porche encendidas, y en cada casa hay aparcado un todoterreno con el parachoques repleto de pegatinas de la WCU. Todos los académicos de sueldo excesivo de la universidad viven en esta calle. Me bajo el gorro de lana gris un poco más con el fin de que los vecinos me vean con un aspecto aún más peligroso que el que tengo de costumbre. Landon abre la puerta antes de que me dé cuenta de que estoy aporreando la madera con el puño. Tengo los nudillos hechos mierda. Nunca le doy tiempo a la piel de que sane antes de desgarrármela de nuevo.
—¿Pedro? —dice con voz grave, como si acabara de despertarlo.
—No —contesto, y paso por su lado hacia el recibidor.
Voy directamente a la cocina y levanto la voz para que me oiga mientras me sigue. De camino, reparo un instante en el enorme y recargado sofá repleto de volantes en el que parece que alguien haya vomitado flores sobre él.
—Es otra persona idéntica a él, sólo que a este modelo aún le pareces más capullo que al modelo anterior.
Abro el armario de la cocina e inicio mi búsqueda. Desde que se desintoxicó, mi donante de esperma, es decir, Ken, se ha deshecho de casi todo el alcohol, pero sé que conserva al menos una botella de whisky escocés especial. Puede que sea un recordatorio, o tal vez una tentación, pero sé que la adora, la guarda como si fuera un tesoro. En el tiempo que llevo aquí, lo he oído hablar más de esa estúpida botella y con más placer que de su propio hijo. Cada vez la guarda en un sitio diferente; no sé si la esconde de sí mismo o si la utiliza como un recordatorio constante de su abstinencia. Sea como sea, ahora es mía.
—No están aquí. Mi madre y Ken están pasando el fin de semana fuera de la ciudad —me explica Landon, aunque yo ya lo sabía.
Me quedo callado. No tengo ganas de conversar con mi futuro hermanastro. La idea me da ganas de vomitar. No quiero tener una familia, ni hermanos de los que estar pendiente y viceversa. Quiero estar solo y ocuparme de mí mismo.
Sigo buscando, esta vez en la habitación de Ken y Karen. Es un cuarto enorme, lo suficientemente amplio como para albergar tres camas king-size como la cama con dosel que tienen en el centro del dormitorio. Tanto la cómoda, como las mesillas de noche y la cama son de oscura madera de cerezo, al igual que la mesa del despacho de Ken.
Menudo capullo obsesivo.
Es una habitación espantosa y fea de cojones, así que espero que Ken y Karen sean felices aquí con sus muebles a juego y su vida perfecta. Tiro de la cadena del armario para encender la luz y paso las manos por los estantes. Después de palpar algo de polvo y una caja, mis dedos tocan cristal.
Bingo.
Bajo la botella con cuidado y limpio la fina capa de polvo que se ha acumulado sobre ella desde la última vez que Ken la mostró en público. Giro el tapón inmediatamente y siento una tremenda satisfacción cuando el plástico se rompe y desgarra el perfecto sello.
El whisky me quema la lengua y me escuece en un pequeño corte que tengo en el interior de la mejilla. Disfruto del sabor y el denso y lento ardor del fino licor. A Ken Alfonso siempre le ha gustado el scotch, es un auténtico aficionado a esta bebida. Tiene un sabor increíble, muy suave, pero a la vez muy intenso. Personalmente opino que es un poco pretenciosa, y me decepcionó descubrir que es el único whisky que procede de Escocia.
Cabrones presuntuosos. A mí también me encanta el sabor, es algo que heredé de la corta lista de contribuciones de Ken a mi existencia.
Ya llevo media botella, todo me da vueltas, y creo que debería acabármela. ¿Por qué no?
Mi padre no se la merece; ni siquiera merece volver a beber. Cuando decidió dejar de caer en la tentación, perdió el derecho a poseer una botella tan exquisita. Además, él ya tiene bastantes cosas buenas y perfectas. Como su nuevo hijo, por ejemplo, que ahora mismo parece creer que puede evitar mi objetivo de hacer que su nuevo papíto se sienta tan desgraciado como yo. Ken tiene una prometida perfecta que mantiene siempre la despensa y su estómago llenos. Ella no debe trabajar turnos de ocho horas para después acudir corriendo a otro trabajo. No tiene que alinear las facturas sobre la mesa de la cocina, a la que le falta una pata, para escoger la que no va a poder pagar este mes. Por las veces que he hablado con él, parece creer que todo nos iba bien en Hampstead, y yo culpo de parte de esa ilusión a mi madre, que tenía más orgullo que cerebro.
Su casa está impoluta, hasta el frigorífico lo está, sin marcas de huellas en el acero inoxidable. Me lamo los dedos y los paso por el metal.
Landon resopla y maldice a mis espaldas.
—¿Te has bebido la botella entera? —pregunta mirando con unos ojos como platos la botella que se balancea en mi mano.
—No, todavía queda la mitad. ¿Quieres un poco? —le pregunto. Retrocede hacia el comedor con las manos levantadas, y lo sigo.
—No.
El hijo perfecto que no bebe. Qué mono.
—Creía que ya no bebías —dice.
Me vuelvo hacia él y me aferro a una enorme vitrina llena de relucientes platos caros para no caerme. ¿Qué cojones sabe de mis problemas con la bebida? Clavo los dedos en la madera.
—¿A cuento de qué dices eso?
Al instante se da cuenta de que se suponía que no debía decir nada de eso delante del pobre chico traumatizado y abre mucho los ojos.
—Sólo decía que... —Intenta venderme la burra.
—Déjalo. —Levanto la mano con la botella y él retrocede desde el comedor hasta el salón. No va a dejar de hablar. Va a insistir y a insistir. No tengo ningún control sobre él, sobre nada de lo que está pasando en este momento. Joder, el capullo de mi padre va a casarse, estoy borracho y cabreado, y este gilipollas no sabe cuándo dejar de agobiarme.
Agarro la esquina de la vitrina que tengo al lado con toda la vajilla de porcelana dentro. Se está pasando.
—Tu padre dijo...
Y ahora ha llegado mi turno de pasarme. Antes de que termine la frase, tiro la vitrina al suelo, y lo hago con tanta fuerza que se me cae la botella en el proceso. Landon grita algo, pero con el ruido de la porcelana haciéndose añicos no consigo oír el qué.
—¡Largo de aquí! ¡Quiero que te marches! —me chilla.
Me agacho y recojo la botella de entre el revoltijo de cristales rotos, madera astillada y fragmentos de platos de color blanco y azul. Me corto la punta del dedo y me lamo la sangre mientras me aseguro de que la botella de whisky esté perfectamente cerrada.
—Seguro que a Pau le encantaría ver esto —lo oigo gritar cuando abro la puerta trasera.
«¿Pau?» Quiero preguntarle qué cojones pinta Pau en todo esto, pero no quiero darle la satisfacción de saber que puede utilizarla en mi contra. Por el motivo que sea, cree que soltándome su nombre va a conseguir que me calme y que deje de beber, y no pienso permitir que sepa que está en lo cierto. Paso de él, aunque no quiero hacerlo, y salgo al patio trasero.
El ambiente es cálido pero tranquilo. Está empezando el otoño; las calurosas noches de verano pronto se tornarán frescas, y esas noches frescas pronto se tornarán gélidas. La próxima vez que la cague pienso trasladarme a algún sitio donde haga más calor.
—«Seguro que a Pau le encantaría ver esto» —digo en voz alta imitando el tono de Landon. Estaba intentando hacerse el listillo informándome de que ella no aprobaría mi destructiva pataleta.
—¡Pau, Pau , Pau! —grito a la oscuridad.
Incluso este patio es perfecto. Es casi tan grande como un campo de fútbol americano y está repleto de altos árboles que dan buena sombra durante el día y forman un negro manto de oscuridad de noche.
Todo me da vueltas, y el silencio no ayuda. Bebo otro trago.
Unos minutos más tarde, el chirrido de la puerta mosquitera hace que me levante de un brinco. Pau está en el umbral, delante de Landon. Se dirige hacia mí y siento que el peso de la botella que tengo en la mano aumenta a cada paso que da. Tiene sus ojos claros fijos en mí.
¿Es real? Su pelo rubio brilla tanto bajo las luces del patio... Está resplandeciente. Enfadada, pero radiante.
¿De verdad está aquí? Creo que sí... debe de estarlo, a menos que el whisky contuviera algún alucinógeno.
—¡¿Qué estás haciendo tú aquí?! —le pregunto.
Sigo su línea de visión hasta Landon y me quedo helado. Qué cabrón.
—Landon me ha... —empieza a responder.
—Joder, ¡¿la has llamado?!
Landon pasa de mí, entra en casa y cierra la puerta.
Pau me señala.
—Déjalo en paz, Pedro. Está preocupado por ti —defiende a su amigo.
El hermano perfecto con su amiga perfecta.
Suele hablar siempre con suavidad, excepto cuando está cabreada. Tiene unos ojos muy bonitos, demasiado perfectos para esa cara tan dulce. No puedo seguir mirándola, me está dando dolor de cabeza. Tengo que adivinar qué está pensando, y ya he tenido una noche bastante larga de por sí. Me siento a la mesa del patio y la invito a sentarse enfrente de mí.
Cuando lo hace, bebo otro trago y ella me observa. Siento cómo me juzga con la mirada. Golpeo la mesa de cristal con el culo de la pesada botella y Pau da un brinco. Debería marcharse. No debería estar aquí. Landon no debería haberla llamado ni haberle pedido que viniera. Además, ¿qué hace aquí? Su novio ha venido a verla este fin de semana, y seguro que a estas horas tocaban abrazos según su agenda.
La idea me da escalofríos. Landon no tenía ningún puto derecho a pedirle que viniera.
—Menuda pareja. Qué predecibles sois. El pobrecito Pedro está enfadado, ¡así que os aliáis contra mí para intentar hacer que me sienta mal por haber destrozado una puta vajilla! —Le sonrío para que sepa que en la función de esta noche soy el villano.
—¿No decías que no bebías? —inquiere.
Está intentando entender quién soy. La tengo confundida, y no lo soporta.
—Y no lo hacía. Hasta ahora, supongo. No seas condescendiente conmigo; tú no eres mejor que yo. —La señalo con el dedo, usando su propia técnica de reprimenda contra ella.
No parece impresionarle mi gesto. Bebo otro trago.
—No he dicho que sea mejor que tú. Sólo quiero saber por qué estás bebiendo.
Nunca entenderé qué le hace pensar a esta chica que puede preguntarme lo que le viene en gana.
¿Sabe lo que son los límites? No tiene ninguno.
—Y ¿a ti qué te importa? ¿Dónde está tu «novio»? —le suelto mirándola directamente a los ojos.
Aparta la mirada, incapaz de mantener la mía.
—Está en mi habitación. Sólo quiero ayudarte, Pedro. —Alarga la mano para tocarme, y yo aparto la mía antes de que lo haga.
¿Qué hace? Esto debe de ser alguna broma macabra. Landon debe de haberle pedido que venga y que se muestre amable conmigo para domar al león. ¿Por qué iba a tocarme, si no?
—¿Ayudarme? —Me echo a reír—. Si de verdad quieres ayudarme, lárgate. —Agito la botella y mi mano en dirección a la puerta.
—¿Por qué no me cuentas qué te pasa? —insiste.
Sabía que lo haría. Los rizos de su pelo suelto descansan sobre sus hombros. Lleva ropa casual, y parece más joven que nunca. Aparta los ojos de los míos y se mira las manos sobre su regazo. Por inercia, me quito el gorro y me paso la mano por el pelo. Huelo el whisky que emana por mis poros, y puedo oír la larga y pesada respiración de Pau.
Empiezo a respirar a su ritmo, y de repente me pregunto qué cojones estoy haciendo.
Prefiero que hablemos a que estemos aquí callados en este tenso silencio.
—Mi padre ha decidido contarme, precisamente ahora, que va a casarse con Karen, y que la boda es el mes que viene. Debería habérmelo dicho hace tiempo, y desde luego no por teléfono. Estoy convencido de que Landon el perfecto lo sabe desde hace tiempo. Pau me mira al instante, y parece algo sorprendida de que me haya prestado a hablar con tanta franqueza.
No pretendía entrar en tantos detalles.
Culpo de ello al whisky.
—Seguro que tenía sus motivos para no decírtelo —lo defiende.
Cómo no. Ken Alfonso es como ella: guapo, refinado..., y siempre el bueno de la película.
—Tú no lo conoces. No le importo una mierda. ¿Sabes cuántas veces hemos hablado en el último año? ¡Unas diez! Lo único que le importa es su enorme casa, su ahora futura esposa y su nuevo hijito perfecto. —Doy otro trago de la botella y me seco los labios con el dorso de la mano—. Deberías ver el cuchitril en el que vive mi madre en Inglaterra. Ella dice que le gusta, pero sé que no es verdad. ¡Toda la casa es más pequeña que el dormitorio que tiene mi padre aquí! Mi madre prácticamente me obligó a venir a estudiar a Estados Unidos, para que estuviera más cerca de él, ¡y mira cómo ha salido todo!
—¿Cuántos años tenías cuando se marchó? —pregunta Pau.
No sé si siente curiosidad, compasión o si sólo es una simple pregunta.
Vacilo antes de responder.
—Diez. Pero incluso antes de que se marchara, nunca estaba en casa. Se pasaba cada noche en un bar diferente. Y ahora es don Perfecto y posee toda esta mierda... —Señalo hacia la casa. Unas macetas con coloridas flores decoran el escalón de la terraza de madera, para acabar de completar el decorado.
—Siento que os abandonara, pero...
—No, no necesito tu compasión —la interrumpo.
Siempre está excusando a todos los que la rodean. Es frustrante de la hostia. No conoce a mi padre. Ella no tuvo que soportar toda su mierda hasta que desapareció, ni echó de menos después tener que hacerlo.
—No es compasión. Sólo intento...
«¿Juzgarme?»
—¿Qué intentas? —la presiono para que responda.
—Ayudarte. Estar aquí para ti.
Lo dice en tono amable. Es una lástima que no sepa nada sobre mí. No sabe a quién está intentando ayudar. Debe entender que no soy reparable y que está perdiendo el tiempo aquí. Tiene que largarse y no volver a hablarme jamás.
—Eres patética. ¿No ves que no te quiero aquí? No quiero que estés aquí para mí. Sólo porque me haya enrollado contigo no significa que quiera nada de ti. Pero aquí estás, y dejas al «majo» de tu novio, que sorprendentemente soporta estar contigo, para venir a verme e intentar «ayudarme». Eso, Paula, es la pura definición de la palabra patética —digo, y observo cómo sus ojos grises se transforman en piedra. —Sé que no has querido decir eso. —No me conoce, pero sabe interpretarme perfectamente.
Decido asestar el golpe final.
—Claro que sí. Lárgate. —Levanto la botella con aire victorioso y abro la boca.
De repente, desaparece de mi mano y sale volando a través del patio.
—¡¿Qué cojones haces?! —le grito.
¿Está loca? ¿Cómo se le ocurre lanzar una botella de whisky tan valiosa por los aires? Mi mirada oscila entre su figura dirigiéndose hacia la puerta del patio y la botella. Después la sigo tras recoger la botella y dejarla a un lado del suelo de madera de la terraza, cerca de la mesa. Me cuesta mantener el equilibrio, pero consigo plantarme delante de ella.
—¿Adónde vas? —La miro e impido que entre en casa.
La luz de la terraza proyecta la sombra de sus pestañas sobre sus pómulos. Me quedo observándola mientras ella se mira los pies.
—A ayudar a Landon a limpiar el desastre que has montado, y después me voy a casa —responde con convicción y sin dar lugar a una discusión.
Sin embargo, soy un experto en el arte de encontrar el más mínimo hueco, la más mínima grieta, por minúscula que sea, que dé pie a discutir.
—Y ¿por qué vas a ayudarlo? —Me ha traicionado llamándola, y ¿ahora va a dejarme para ir a ayudarlo?
—Porque, a diferencia de ti, él merece que alguien lo ayude —responde con voz grave, firme y cargada de determinación.
Siento cómo el impacto de sus palabras se hunde en mi pecho mientras me mira a los ojos desafiante.
Tiene razón. Es el típico tío con el que da gusto estar. No rompe nada ni monta espectáculos cuando recibe malas noticias. Merece su tiempo y su atención, y merece entrar en esa enorme casa y que lo reciban con cariño y poder irse a su propia habitación.
Merece una comida casera; no debería comer comida para llevar en una habitación vacía en una casa repleta de desconocidos que lo odian en secreto.
En eso tiene razón, y por eso dejo que pase y entre en la casa sin mediar palabra.
El modo en que me ha mirado al pasar se me ha clavado en la mente y la imagen se reproduce sin cesar. Saco mi móvil y observo las pocas fotos que le he hecho. Una cuando caminábamos hacia el arroyo...; su pelo parecía aún más rubio bajo la luz del sol y tenía la piel radiante. Estaba tranquila. Bueno, puede que estuviera nerviosa, pero parece relajada en la foto. Es muy bonita. ¿Por qué iba a querer ayudarme? ¿Qué le ha contado Landon sobre mis problemas con la bebida?
Vuelvo a ponerme el gorro y, al cabo de unos minutos, no puedo evitar entrar. Abro la puerta. Los ojos me arden y me va a estallar la cabeza.
—Pau, ¿podemos hablar, por favor? —pregunto inmediatamente.
Landon está en cuclillas, metiendo pedazos rotos de vajilla en un cubo de plástico. Ella asiente y la miro a la cara. Después mis ojos descienden por su figura y se detienen en su dedo ensangrentado, que sostiene debajo del grifo de la pila.
Atravieso la cocina en sólo unos pocos pasos.
—¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?
—No es nada, me he clavado un cristalito —dice.
El corte parece pequeño, pero no lo veo bien. Le agarro la mano y se la aparto del agua. Mide alrededor de un centímetro y medio de largo y medio centímetro de hondo. Sobrevivirá; sólo necesita un apósito. Su mano es ligera y cálida, y siento cómo mi respiración se relaja mientras la sostengo. Se la suelto y ella exhala un profundo suspiro.
—¿Dónde están las tiritas? —le pregunto a Landon.
—En el baño. —Está cabreado conmigo. Lo noto en su tono.
Localizo sin problemas la pequeña caja de apósitos en el armarito. Cojo la pomada antibacteriana del fondo del estante y vuelvo a la cocina.
Tomo la mano de Pau por segunda vez y le echo un poco de crema en la punta del dedo. Ella me observa detenidamente. Supongo que no sabe qué pensar. Las tiritas me recuerdan a mi madre y a aquella puta noche de hace tanto tiempo. Aparto la imagen de mi mente y envuelvo el apósito alrededor del dedo de Pau.
—¿Podemos hablar, por favor? —le pregunto por segunda vez.
Asiente. La agarro de la muñeca y la guío hasta el patio de nuevo. Allí tendremos más intimidad; Landon no nos escuchará.
Cuando llegamos a la mesa, le suelto la muñeca y retiro la silla para que se siente. Supongo que es lo menos que puedo hacer. Tengo la mano fría, y ya no percibo el bombeo de la sangre detrás de mis orejas. Me siento tranquilo y bien.
Saco otra silla y la arrastro por el lado del suelo de piedra del patio. Cuando me siento frente a ella, mis rodillas casi rozan las suyas.
—¿Y bien?, ¿de qué quieres hablar, Pedro? —pregunta con absoluto desinterés.
Me quito el gorro y lo tiro sobre la mesa que nos separa. Me llevo la mano al pelo. Me siento como un gilipollas por haberme comportado como un auténtico capullo hace unos minutos. Quiero que sepa que no soy su obra benéfica, su muñeco roto, pero ahora que me ha bajado el subidón de adrenalina, empiezo a darme cuenta de lo imbécil que soy.
—Lo siento —digo en voz tan baja que las palabras se asientan en el ruido estático que nos separa.
No dice nada.
—¿Me has oído?
—Sí, te he oído —me ladra.
Tiene el mentón levantado con aire desafiante. Está cabreada.
¿ Ella está cabreada? ¡ Yo estoy cabreado! Aparece aquí, se entromete en mi drama familiar y ¿encima no acepta mis disculpas? Recojo la botella y le quito el tapón. Ella me fulmina con la mirada mientras el licor desciende por mi garganta.
—Eres una persona muy difícil.
—¿Que yo soy difícil? ¡¿No hablarás en serio?!... ¿Qué esperas que haga, Pedro? Eres cruel conmigo. Tremendamente cruel. —Le tiemblan los labios y sus ojos se humedecen.
Trata de mantener una postura firme, pero no lo consigue; está muy dolida.
—No lo pretendo —susurro.
—Sí lo pretendes, y lo sabes. Lo haces a propósito. Nunca nadie me había tratado tan mal en toda mi vida.
Eso no puede ser cierto. Tampoco me he portado tan mal con ella; no ha vivido nada si esto es lo peor que alguien la ha tratado.
—Y ¿por qué sigues relacionándote conmigo? ¿Por qué no pasas? —le pregunto.
Si soy tan malo, ¿por qué no deja de intentar estar conmigo?
Desoigo a la parte de mi cerebro que se pregunta cómo me sentiría si dejara de intentarlo.
—Porque... no lo sé. Pero te aseguro que, después de lo de esta noche, se terminó. Voy a
dejar la clase de literatura. Ya la haré el semestre que viene —me dice.
Tiene los brazos cruzados sobre el regazo, y el viento le mece el pelo por detrás de los hombros.
¿Tendrá frío?
No quiero que deje la clase; es la única que comparto con ella.
—Por favor, no hagas eso.
—¿A ti qué más te da? No querrás verte obligado a estar cerca de alguien tan patético como yo, ¿verdad? —Siento el dolor que se esconde tras sus palabras, pero no la conozco lo suficiente como para saber si es auténtico.
Ojalá la conociera. Me pregunto cuántas personas la conocen de verdad, a la auténtica Pau. Me refiero a esa que arruga el ceño antes de sonreír, a esa que tal vez no tenga sus problemas tan resueltos como su madre piensa.
—No quería decir eso... Yo soy el patético aquí. —Suspiro, y me reclino contra el respaldo de la silla.
Me atraviesa con la mirada.
—No voy a discutírtelo —dice, y sus labios forman una severa línea.
Hace un intento de quitarme la botella, pero esta vez yo soy más rápido.
—¿Qué pasa? ¿Eres el único que puede emborracharse? —Me mira, y sus ojos se centran en el aro que llevo en la ceja.
—Pensaba que ibas a tirarla otra vez. —Se la paso.
No me gusta que beba, pero sé que está dispuesta a discutir al respecto, y yo no tengo ganas. Sólo quiero que se quede aquí. Me gusta la paz que siento cuando está conmigo.
Le entra una arcada en cuanto cata el whisky.
—¿Con qué frecuencia bebes? Me dijiste que no bebías nunca. —Me está interrogando.
—Antes de esta noche habían pasado seis meses.
Seis meses tirados por el retrete. «De puta madre, Pedro.»
—Pues no deberías beber nada. Te hace ser peor persona que de costumbre —dice en tono de broma, pero sé que habla en serio.
—¿Crees que soy mala persona? —Espero su respuesta sin levantar la vista del suelo. Va a decir que sí, como lo haría cualquiera que estuviera en su sano juicio.
—Sí.
Su respuesta no me sorprende, pero una parte de mí esperaba que dijera que no.
—No lo soy. Bueno, puede que lo sea. Quiero que tú... —empiezo.
No soy tan mala persona, ¿no? Podría ser mejor, por ella, si ella me lo pidiera. La miro y veo que le tiemblan los labios mientras espera a que termine mi difuso pensamiento. Quiero ser bueno, y quiero que ella piense que lo soy. —¿Quieres que yo qué? —pregunta con impaciencia.
Me devuelve la botella y yo la dejo sobre la mesa sin beber un trago.
¿Cómo respondo a eso sin sonar patético? Puedo dejar de beber, puedo ser más amable con la gente, o sólo con ella.
—Nada. —No encuentro las palabras adecuadas.
—Tengo que irme. —Se levanta y se dispone a marcharse.
Camina muy deprisa, y no quiero que se vaya. Voy a esforzarme más.
—No te vayas. —La sigo.
Cuando se detiene, su rostro está tan cerca del mío que puedo percibir el leve rastro del whisky en su aliento.
—¿Por qué no? ¡¿Aún no has terminado de insultarme?! —chilla, y sus palabras me afectan más que de costumbre.
Me da la espalda otra vez y alargo la mano. La agarro del brazo y la obligo a volverse de nuevo.
—¡No me des la espalda! —le grito.
No puede venir aquí, revolver toda la mierda y largarse sin más. Estoy harto de que la gente me haga eso.
—¡Debería habértela dado hace mucho tiempo! —Me golpea el pecho—. ¡Ni siquiera sé qué estoy haciendo aquí! ¡He venido corriendo en cuanto Landon me ha llamado! —Está chillando. Tiene la cara roja y sus labios se mueven a gran velocidad. Los humedece con la lengua un instante para poder proseguir con su furioso discurso—: ¡He dejado a mi novio, que, como tú mismo has dicho, es el único que soporta estar conmigo, porque estaba preocupada por ti! Sus palabras se me clavan en el alma, una por una. Ha dejado a su novio para venir aquí. No tiene ningún otro motivo para estar aquí aparte de mí. A lo mejor no soy tan malo como yo creía, y quizá ella sea capaz de verlo.
—¿Sabes qué? Tienes razón, Pedro: soy patética. Soy patética por venir aquí, y también soy patética por intentar siquiera...
Elimino el espacio que nos separa sin otro pensamiento que pegar mi boca a la suya. Ella me empuja y se resiste, pero siento cómo su cuerpo se relaja en mis brazos.
—Bésame, Pau —le ruego.
La necesito.
—Por favor, bésame. Te necesito. —Intento una vez más, por última vez, que me bese. Mi lengua roza sus labios cerrados y éstos se separan. Cede ante mí de inmediato, de manera voluntaria y absoluta. Se inclina hacia mí, suspirando contra mi aliento, y yo agarro su rostro con las dos manos y devoro su sabor.
Recorro su labio inferior con la lengua y ella se estremece. La envuelvo con los brazos y me aferro a su estabilidad. Oigo un ruido que procede de la casa, y Pau se aparta. No vuelvo a besarla, pero continúo abrazándola.
—Pedro, de verdad, tengo que irme. No podemos seguir haciendo esto; no nos hace ningún bien —dice.
Se está mintiendo a sí misma. Podemos hacer que funcione.
—Sí que podemos —le garantizo.
No sé de dónde ha surgido esa repentina esperanza, pero me hace sentir bien.
—No, no podemos. Tú me detestas, y yo no quiero seguir siendo tu saco de boxeo. Me confundes. Me dices que no me soportas o me humillas después de que haya compartido contigo la experiencia más íntima de mi vida.
Tiene razón. La he cagado del todo. Tengo que explicarle lo que sucedió y que a veces jodo las cosas a propósito. Siempre he sido igual. En mi duodécimo cumpleaños, mi abuela intentó prepararme una fiesta. Envió invitaciones y encargó una tarta especial. El día de la fiesta, le dije a todo el mundo que se cancelaba y me pasé la jornada completa encerrado en mi cuarto. Ni siquiera toqué la tarta. A veces fastidio las cosas..., pero puedo encontrar la manera de dejar de hacerlo. Si eso significa poder besar a Pau, poder sentir cómo se deja llevar conmigo otra vez, haré lo que sea. Trato de interrumpirla, pero ella me lo impide pegando su dedo índice a mis labios. Si no tuviera una tirita puesta, le besaría el corte.
—Y al momento siguiente me besas y me dices que me necesitas. No me gusta la clase de persona en la que me convierto cuando estoy contigo, y odio sentirme como me siento cuando me dices cosas horribles.
—¿En qué clase de persona te conviertes cuando estás conmigo? —le pregunto.
Me gusta cómo es. Es mejor persona que la mayoría.
—En alguien que no quiero ser, alguien que engaña a su novio y que llora constantemente. —Se le quiebra la voz.
Se avergüenza de la persona en la que se transforma cuando está conmigo. Y eso hace que me sienta fatal. Quiero que sea feliz cuando está conmigo. Quiero que me desee con la misma irresistible intensidad que yo a ella.
—¿Sabes quién creo que eres cuando estás conmigo? —le pregunto.
Recorro con el pulgar la línea de su mandíbula y ella cierra los ojos para sentir mi caricia.
—¿Quién? —susurra sin apenas mover los labios.
El ambiente entre nosotros es calmado mientras aguarda mi respuesta.
Respondo con sinceridad:
—Tú misma. Creo que eres la verdadera Pau, y que sólo estás demasiado ocupada preocupándote por lo que los demás puedan pensar de ti como para darte cuenta.
»Y sé lo que te hice después de masturbarte... —Veo cómo la incomoda que lo diga de manera tan directa—. Siento... lo de nuestra experiencia, sé que no estuvo bien. Me sentí fatal cuando bajaste del coche.
—Lo dudo. —Pone los ojos en blanco, incrédula.
—Es verdad, te lo juro. Sé que crees que soy una mala persona..., pero tú haces que... —No puedo terminar la frase. Está ahondando cada vez más en mi interior, y me aterra que lo haga—. Olvídalo.
—Termina la frase, Pedro, o me voy ahora mismo. —Sé que lo dice totalmente en serio.
Espera a que prosiga con la mano en la cadera y mirándome con frialdad.
—Tú... haces que quiera ser buena persona. Quiero ser bueno por ti, Pau —digo, y ella sofoca un grito.
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