MOLLY
Cuando era pequeño, su madre le había hablado de chicas peligrosas. Cuanto peor se porte contigo, y cuanto más se aleje de ti, más le gustas. «Tienes que ir detrás de ella», les enseñan a los niños.
Pero, con el tiempo, esos niños descubren que, la mayoría de las veces, si a una chica no le gustas, sencillamente no le gustas. La chica creció sin una mujer que le enseñara cómo debía comportarse. Su madre soñaba con vivir deprisa, con algo más grande de lo que ella misma podía ofrecer, y la chica aprendió cómo se suponía que tenían que comportarse los
hombres observando a aquellos que la rodeaban.
Cuando la chica creció, enseguida entró en el juego y se convirtió en una experta.
Me coloco bien el vestido mientras doblo la oscura esquina para entrar en el callejón. Oigo cómo la malla de la tela se desgarra en el momento en que tiro de ella y me maldigo por estar haciendo esto otra vez.
He venido al centro en tren con la esperanza de obtener... algo.
No estoy muy segura de qué, pero estoy harta de sentirme así. La sensación de vacío puede hacer que te comportes de un modo que jamás habrías imaginado, y ésta es la única manera que tengo de llenar el puto agujero enorme que tengo dentro de mí. La satisfacción viene y se va conforme los hombres se me comen con la mirada. Creen que tienen derecho a disfrutar de mi cuerpo porque visto de una forma que los provoca de manera deliberada. Me dan todo el asco del mundo, pero entro en su juego de lujuria y alimento su comportamiento guiñándoles un ojo. La tímida sonrisa de un hombre solitario me ayuda mucho.
Me pone enferma necesitar esa atención. No se trata de un simple deseo; es una necesidad dolorosa y abrasadora que me quema por dentro.
Cuando giro otra esquina, un coche negro se acerca y miro hacia otro lado al ver que el hombre tras el volante reduce la velocidad para observarme. Está muy oscuro, y este callejón zigzagueante está situado detrás de una de las zonas más ricas de Filadelfia. Las calles están repletas de tiendas cuyas puertas traseras dan aquí.
Hay demasiado dinero y demasiada poca amabilidad en Main Line.
—¿Te apetece dar una vuelta? —pregunta el hombre mientras la ventanilla baja de manera automática con un suave zumbido.
Su rostro presenta algunas arrugas y tiene el cabello castaño claro y gris dividido con una raya perfecta y peinado hacia atrás a los lados. Su sonrisa es encantadora y no está mal para su edad, pero hay una alarma que resuena en mi cabeza todos y cada uno de los fines de semana que realizo este recorrido, que sigo esta rutina automática sin saber por qué. La falsa amabilidad de su sonrisa es precisamente eso, tan falsa como mi bolso de «Chanel».
Su sonrisa proviene del dinero; a estas alturas ya lo sé. Los hombres con coches negros que presumen de un aspecto tan impoluto bajo la luz de la luna tienen dinero, pero no conciencia. Sus mujeres llevan semanas sin follar con ellos, puede que meses, y ellos buscan en las calles las atenciones que se les han negado.
Pero yo no quiero su dinero. Mis padres ya tienen más que de sobra.
—¡No soy una prostituta, capullo pervertido! —Le doy una patada a su estúpido flamante coche con la bota de plataforma y advierto el brillo de una alianza en uno de sus dedos.
Sus ojos siguen mi línea de visión y esconde la mano debajo del volante. Menudo capullo.
—Buen intento. Vuelve a casa con tu mujer, seguro que la excusa que sea que le hayas dado está a punto de caducar.
Empiezo a alejarme y me dice algo más. La distancia atrapa el sonido y lo aleja en la noche, sin duda a algún rincón oscuro. Ni siquiera me molesto en volverme.
La calle está casi vacía, ya que son más de las nueve de la noche de un lunes, y las luces de la parte trasera de los edificios son tenues. El ambiente es tranquilo y silencioso. Paso por detrás de un restaurante cuya azotea despide una columna de vapor, y el olor a carbón inunda mis sentidos. Huele de maravilla y me recuerda a las barbacoas que hacíamos en el jardín con la familia de Curtis cuando era más joven. Cuando eran como una segunda familia.
Aparto esos pensamientos de mi mente y le devuelvo la sonrisa a una mujer de mediana edad que lleva un delantal y un sombrero de chef y que ha salido por una de las puertas traseras de un restaurante. La llama de su mechero relumbra en la noche. Da una calada al cigarrillo que tiene en la mano y le sonrío de nuevo.
—Ten cuidado por ahí —me advierte con voz áspera.
—Siempre lo tengo —respondo con otra sonrisa, y la saludo con la mano.
Sacude la cabeza y vuelve a llevarse el cigarrillo a los labios. El humo inunda el aire frío y el fuego rojo en el extremo emite un crepitante sonido en el silencio de la noche antes de que lo tire al suelo y lo pise con fuerza.
Sigo caminando y el aire se vuelve más frío. Pasa otro coche, y yo me aparto a un lado del callejón. El coche es negro... Miro de nuevo y veo que es el mismo de antes. Siento un escalofrío al comprobar que aminora la velocidad y al oír cómo las ruedas hacen crujir los escombros esparcidos por el suelo.
Camino más deprisa y decido pasar por detrás de un contenedor para apartarme todo lo posible del extraño. Mis pies aceleran el paso y me alejo un poco más.
No sé por qué estoy tan paranoica esta noche; hago esto casi todos los fines de semana. Me pongo un horrible vestido camisero, le doy a mi padre un beso en la mejilla y le pido dinero para el tren. Él frunce el ceño y me dice que paso demasiado tiempo sola y que tengo que superar lo mío antes de que la vida se me escurra entre los dedos. Si superarlo fuese tan sencillo, no estaría cambiándome de ropa rápidamente y guardando el vestido camisero en el bolso para volver a ponérmelo de vuelta a casa.
Superarlo... Como si eso fuera tan fácil.
«Molly, sólo tienes diecisiete años. Tienes que volver a la vida real antes de que te hayas perdido los mejores años de tu vida», me dice cada vez.
Si éstos son los mejores años de mi vida, no le veo el sentido a vivir mucho más tiempo.
Siempre asiento, le doy la razón con una sonrisa mientras deseo para mis adentros que deje de comparar su pérdida a la mía. La diferencia es que mi madre quiso marcharse.
Pero esta noche es diferente, quizá porque el mismo hombre se está deteniendo a mi lado por segunda vez en veinte minutos.
Echo a correr y dejo que el miedo me arrastre por esta calle llena de baches hasta la otra que hay al final, más transitada. Un taxi me pita cuando piso la calzada sin mirar, y vuelvo a la acera de un brinco mientras intento recuperar el aliento.
Necesito regresar a casa ahora mismo. Me arde el pecho y me falta la respiración.
—¡¿Molly? Molly Samuels, ¿eres tú?! —grita una mujer por detrás de mí.
Me vuelvo y veo el rostro familiar de la última persona con la que quería encontrarme. Resisto la necesidad de salir despedida en la dirección contraria cuando mi mirada se encuentra con la suya. Se aproxima a mí con una bolsa marrón con algo de compra en cada mano.
—¿Qué haces aquí tan tarde? —pregunta la señora Garrett, y un mechón de pelo le cae sobre la mejilla.
—Sólo paseaba —digo, y me bajo el vestido por los muslos antes de que vuelva a mirarme.
—¿Sola?
—Usted también está sola —digo en un tono más que a la defensiva.
Ella suspira y entonces se pasa las bolsas de la compra a una mano.
—Anda, sube al coche.
Se dirige hacia un monovolumen marrón aparcado en la esquina.
Con sólo apretar un botón, la puerta del asiento del copiloto se desbloquea y entro con vacilación.
Prefiero mil veces estar dentro de este coche con ella juzgándome que en la calle con el tipo del coche negro, que no parece aceptar un no por respuesta. Mi salvadora temporal se instala en el asiento del conductor y mantiene la mirada al frente durante un minuto antes de volverse hacia mí.
—Sabes que no puedes seguir comportándote así el resto de tu vida. —Termina su afirmación con un tono firme, pero le tiemblan las manos sobre el volante.
—No...
—No finjas que no ha pasado nada. —Su respuesta me indica que no está de humor para formalidades sociales—. Vistes de un modo completamente diferente del que solías vestir, y no creo que tu padre lo apruebe. Llevas el pelo rosa..., que no se parece en nada a tu rubio natural. Estás aquí fuera de noche, sola. No soy la única que te ha visto, ¿sabes? John, que va a la misma iglesia que yo, te vio la otra noche. Y nos lo dijo delante de todo el mundo.
—Yo...
Levanta la mano para interrumpir mi protesta.
—No he terminado. Tu padre me dijo que ya ni siquiera vas a ir a la Universidad Estatal de Ohio, a pesar de todos los años que Curtis y tú os pasasteis haciendo planes para ir juntos.
El nombre que sale de sus labios me atraviesa y resquebraja parte de la dura coraza con la que me he acostumbrado a vivir. La espesa nada con la que he estado autoprotegiéndome. El rostro de su hijo inunda mi mente, y su voz, mis oídos.
—Basta —consigo decir a pesar del dolor.
—No, Molly —insiste la señora Garrett.
Cuando la miro, veo que está conmocionada, como si hubiera estado acumulando millones y millones de emociones en su interior y alguien se hubiese dedicado a agitarlas durante los últimos seis meses y ahora estuviesen a punto de estallar.
—Era mi hijo —dice—. Así que no actúes como si tú tuvieras más motivos para estar triste que yo. He perdido un hijo, mi único hijo, y ahora estoy aquí sentada viendo cómo tú, la dulce Molly, la niña a la que he visto crecer, se pierde también, y no pienso seguir callada. Tienes que mover el culo e ir a la universidad, salir de esta ciudad tal y como Curtis y tú habíais planeado. Sigue con tu vida. Es lo que todos tenemos que hacer. Y, si yo puedo hacerlo, por muy duro que sea, joder, tú también puedes.
Cuando la señora Garrett deja de hablar, siento como si se hubiera pasado los últimos dos minutos haciéndome nudos en el estómago. Siempre ha sido una mujer muy callada. Era su marido quien hablaba la mayor parte del tiempo, pero de alguna manera en los últimos cinco minutos se ha vuelto menos frágil. Su voz, normalmente suave, ha adquirido un nuevo tono de determinación que me ha impresionado. Además, se me parte el corazón al pensar que he dejado que mi vida se convierta en esta malsana existencia.
Pero yo conducía ese coche.
Accedí a conducir la furgoneta de Curtis la noche antes de sacarme el carnet. Los dos estábamos muy emocionados y su sonrisa era muy persuasiva. Lo amaba con cada fibra de mi cuerpo y, cuando murió, me hice pedazos. Él era mi calma, mi garantía de que no acabaría como mi madre, una mujer que vivía por y para ser algo más que la esposa de alguien en una enorme casa de un rico vecindario. Se pasaba los días pintando y danzando por la casa, cantando canciones y prometiéndome que conseguiríamos salir de esta arquetípica ciudad.
«No moriremos aquí. Algún día convenceré a tu padre», decía siempre.
Sólo cumplió la mitad del trato, y hace dos años se largó en plena noche. No soportaba la vergüenza que le causaba ser madre y esposa. La mayoría de las mujeres no entenderían qué tiene eso de vergonzoso, pero así es ella. Quería acaparar toda la atención, necesitaba que la gente supiera su nombre. Me culpaba cuando eso no era así, aunque intentaba negar la evidencia. Siempre se avergonzaba de mí; no paraba de echarme en cara lo que le había hecho a su cuerpo. Me contó mil y una veces lo fantástica que estaba hasta que llegué yo.
Actuaba como si yo hubiera elegido estar ahí, en el útero de esa mujer tan egoísta. Un día incluso me enseñó las marcas que le había hecho en el vientre. Me horroricé al ver su piel estriada por los costados.
A pesar de que mi existencia suponía un estorbo en su estilo de vida, me prometía la luna. Me hablaba de ciudades más grandes y luminosas, con carteles publicitarios gigantes en los que desearía poder aparecer.
Y un día, de madrugada, después de haber escuchado cómo hablaba sobre el mundo que quería la noche anterior, vi a través de los gruesos barrotes de metal de la barandilla de la escalera cómo arrastraba su maleta por la moqueta hacia la puerta. Maldecía y se apartaba el pelo por detrás de los hombros. Iba vestida como si fuera a una entrevista de trabajo, muy maquillada, y se había secado el pelo con el secador. Debía de haber usado medio bote de laca para que le quedara así. Estaba emocionada y parecía muy segura de sí misma por el modo en que se toqueteaba la melena.
Justo antes de salir por la puerta, se quedó observando el salón hermosamente decorado y en su rostro se dibujó la mayor sonrisa que le había visto jamás. Después cerró la puerta y me la imaginé fuera, apoyada contra ésta, feliz, sonriendo todavía como si se fuera al paraíso.
No lloré mientras bajaba de puntillas la escalera e intentaba memorizar su aspecto y su manera de comportarse. Quería recordar cada interacción, cada charla, cada abrazo que habíamos compartido. Incluso entonces me di cuenta de que mi vida estaba cambiando de nuevo. Vi a través de la ventana del salón cómo se subía a un taxi. Me quedé allí quieta, mirando hacia el acceso. Supongo que siempre supe que no se podía confiar en ella. Puede que mi padre tuviera miedo de abandonar la ciudad en la que se había criado y en la que tenía un magnífico trabajo pero, joder, se podía confiar en él.
La señora Garrett me toca con cuidado las puntas del pelo rosa.
—Teñirte la cabeza con colorante alimentario no cambiará nada de lo sucedido.
Sonrío ante su elección de palabras y digo lo primero que me viene a la cabeza.
—No me he teñido el pelo por haber presenciado cómo su hijo se desangraba hasta morir delante de mí —suelto al recordar cómo el tinte rosa oscuro se asemejaba a la sangre cuando me lo enjuagaba.
Le aparto la mano y, sí, mis palabras son duras, pero ¿quién coño se cree que es para juzgarme? Mientras asimila lo que acabo de decir, estoy segura de que se está imaginando el cuerpo retorcido de Curtis, el cuerpo junto al que estuve durante dos horas antes de que alguien acudiera a socorrernos. Intenté quitarle el cinturón desde el asiento del conductor, pero fue en vano. El modo en que el metal se abolló cuando impactamos contra el guardarraíl me impedía mover los brazos. Pero lo intenté y lo intenté, y gritaba mientras el dentado metal me desgarraba la piel. Mi amor no se movía, no emitía sonido alguno, y yo le grité, le grité al coche y al universo entero mientras luchaba por salvarnos.
Un universo que me traicionó y que se oscureció cuando su rostro se volvió pálido y sus brazos se tornaron laxos. Ahora lo agradezco. Agradezco que mi cuerpo desconectara justo después de su muerte y que no me viera obligada a permanecer allí quieta, mirando aquel cuerpo que ya no era él, y deseando que de algún modo volviera a la vida.
Tras un suave suspiro, la señora Garrett arranca el coche y se incorpora al tráfico.
—Entiendo tu dolor, Molly... Si hay alguien que pueda entenderlo, ésa soy yo. He estado intentando encontrar el modo de seguir con mi vida también, pero tú estás echando a perder la tuya por algo sobre lo que no tenías ningún control.
Me quedo desconcertada ante sus palabras e intento centrarme pasando la mano por el plástico de la puerta del coche.
—¿Que no tenía ningún control? —replico—. Yo conducía. —El sonido del metal retorcido colisionando contra un árbol y después contra el guardarraíl resuena en mis oídos y siento cómo me tiemblan las manos sobre el regazo—. Su vida estaba en mis manos, y yo lo maté.
Él era vida, la pura definición de la palabra. Era inteligente y cariñoso y amaba todas las cosas. Curtis disfrutaba incluso de las cosas más sencillas y más tontas. Yo no era como él. Era más cínica, sobre todo después de que mi madre se marchara. Pero él me escuchaba cada vez que mi ira alimentaba un error. El día de su cumpleaños ayudó a mi padre a recoger el estudio de pintura de mi madre después de que yo lo destrozara derramando pintura negra sobre los preciosos cuadros que nos había dejado. Nunca me preguntó por qué había deseado que estuviera muerta en más de una ocasión.
Jamás me juzgaba, y conseguía apaciguarme de un modo que yo era incapaz de hacer.
Siempre pensé que él sería la razón por la que lograría terminar la universidad o hacer amigos en una ciudad nueva. Nunca se me dio bien ocultar lo que pensaba de la gente, así que no me resultaba muy fácil que digamos hacer amigos. Él siempre me decía que no pasaba nada, que era perfecta tal y como era; que simplemente era demasiado sincera y que tendría que ser él quien interpretara el papel de mentiroso en nuestra relación. Él fingía que le caían bien los pijos pretenciosos con los jerséis anudados a la cintura del instituto. Siempre era agradable y todo el mundo lo quería. Yo iba en el paquete. Como siempre estábamos juntos, la gente empezó a aceptarme a mí y a mi actitud. Supongo que él lo compensaba con su encanto. Él era lo que me excusaba ante el mundo, porque al parecer veía algo en mí. Era la única persona que me aceptaba y me quería, pero él también me abandonó. Fue culpa mía, y estoy segura de que mi madre se marchó porque estaba cansada de esta ciudad, de lo normal que era mi padre, de su hija rubia con el lazo en el pelo.
Mi último ápice de necesidad de fingir ser normal desapareció cuando el lavabo se tiñó de rosa y mi tono rubio desapareció.
—Tengo un amigo con influencia en Washington.
Después de revivir mentalmente todas las experiencias desagradables de mi vida en menos de diez minutos, casi había olvidado dónde estaba.
—Podría preguntarle si puede mover algunos hilos para que vayas a una buena facultad allí. Es una zona muy bonita. Diferente, verde. Ya es algo tarde, pero lo intentaré si tú estás dispuesta a ir — me ofrece.
«¿Washington?» ¿Qué coño hay en Washington?
Considero su oferta y me planteo si quiero o no ir a la universidad. Y, mientras lo hago, me doy cuenta de que lo que quiero es salir de esta horrible ciudad, de modo que quizá debería aceptar. De pequeña solía pensar en otras ciudades. Mi madre hablaba de Los Ángeles, y sobre cómo el tiempo era perfecto todos los días allí. Hablaba de Nueva York y de sus calles repletas de gente. Me hablaba de las glamurosas ciudades en las que quería vivir. Si ella pudo desenvolverse en esas ciudades, yo tengo que poder en Washington.
Pero está lejos, al otro lado del país. Mi padre se quedaría aquí solo..., aunque a lo mejor eso le beneficia. Ahora apenas ve a sus amigos porque siempre está preocupado por mí, intentando hacerme feliz. Ya ni siquiera se ocupa de su propia vida. Quizá lo ayude que me vaya a la universidad. Puede que eso le devuelva cierta sensación de normalidad.
Podría hacer amigos allí. Quizá mi pelo rosa no intimide tanto a la gente de una ciudad con algo de sofisticación. Y tal vez las chicas de mi edad allí no se sientan tan amenazadas por mi ropa sugerente. Podría empezar de cero y hacer que la señora Garrett se sintiera orgullosa de mí.
Y podría darle a Curtis algo de lo que sentirse orgulloso también.
Washington podría ser justo lo que la zorra de la doctora me recomendó.
Y, de este modo, aquí sentada en el coche de esta mujer, de la amable madre del chico al que amé y perdí, puedo prometer y prometo que pondré de mi parte para mejorar.
No cogeré autobuses para ir a zonas sombrías de Washington.
No me regodearé en el pasado.
No me rendiré.
Haré lo que esté en mi mano por tener un futuro mejor, y no me afectará una mierda lo que diga la gente en el proceso.
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