Divina

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viernes, 1 de enero de 2016

After 4 Capitulo 66


Pau

Septiembre

El apartamento de Landon es pequeño y el armario casi inexistente, pero él se las apaña. Bueno, nosotros. Cada vez que le recuerdo que el apartamento es suyo y no mío, él me recuerda que ahora yo también vivo aquí, con él, en Nueva York.

—¿Seguro? Acuérdate de que Sophia dijo que podías quedarte en su casa el fin de semana si no estás cómoda —dice dejando una pila de toallas limpias en el cubículo al que llama armario.

Asiento y disimulo la ansiedad que me entra al pensar en el próximo fin de semana.

—Todo irá bien —digo—. Además, estaré trabajando todo el fin de semana.

Es el segundo viernes de septiembre y el vuelo de Pedro aterrizará de un momento a otro. No me he atrevido a preguntar a qué se debe su visita, y cuando Landon mencionó, un tanto incómodo, que quería quedarse aquí a dormir, asentí y tuve que forzar una sonrisa.

—Vendrá en taxi desde Newark, así que tardará una hora en llegar, según el tráfico. —Landon se acaricia la barbilla antes de hundir la cara entre las manos—. ¡Esto no va a salir bien! ¡Debería haberle dicho que no!

Le quito las manos de la cara.

—No pasa nada. Soy una mujer hecha y derecha, puedo soportar una pequeña dosis de Pedro Alfonso —bromeo.

Estoy de los nervios, pero el trabajo y el hecho de saber que Sophia está a la vuelta de la esquina me ayudarán a sobrevivir al fin de semana.

—Y ¿ya-sabes-quién estará por aquí este fin de semana? Porque no sé cómo le sentaría a... — Landon parece asustado, como si fuera a echarse a llorar o a empezar a gritar en cualquier momento.

—No, él también estará trabajando. —Me acerco al sofá y saco mi delantal de la pila de ropa limpia. Vivir con Landon es fácil, a pesar de sus recientes problemas sentimentales. 
Y le encanta limpiar, así que nos llevamos bien.

Nuestra amistad se recuperó enseguida y no hemos vuelto a tener un solo momento raro desde que llegué hace cuatro semanas. He pasado el verano con mi madre, su novio David y su hija, Heather.

Incluso he aprendido a usar Skype para hablar con Landon y me he pasado los días planificando el traslado. Ha sido uno de esos veranos en los que te acuestas una noche de junio y te despiertas una mañana de agosto. Se me ha pasado volando y todo me recordaba a Pedro. David alquiló una cabaña durante una semana en julio y acabamos a menos de diez kilómetros de la cabaña de los Alfonso. Se veía el bar en el que habíamos bebido demasiado desde el coche.

He paseado por las mismas calles, esta vez con la hija de David, que se detenía en cada manzana a coger flores para mí. Fuimos a comer al mismo restaurante en el que pasé una de las noches más tensas de mi vida, e incluso nos tocó el mismo camarero, Robert. Me quedé muy sorprendida al enterarme de que él también se iba a ir a vivir a Nueva York para estudiar Medicina. La NYU le ofreció una beca más sustanciosa que la de Seattle, así que cambió de planes. Intercambiamos los teléfonos y nos escribimos durante el verano. 

Los dos hemos aterrizado en Nueva York casi al mismo tiempo. Él llegó una semana antes y ahora trabaja en el mismo sitio que yo. En los próximos quince días, hasta que empiece a estudiar a tiempo completo, trabaja tanto como yo. A mí también me gustaría hacer lo mismo pero, por desgracia, es demasiado tarde para incorporarme a la NYU en otoño.

Ken me aconsejó esperar, al menos hasta la primavera, antes de volver a la universidad. Dice que no debería volver a trasladarme porque perjudicaría mi expediente, y la NYU ya es lo bastante exquisita. No me importa tomarme un descanso, a pesar de que tendré que trabajar duro para ponerme al día. Voy a dedicarme a trabajar y a disfrutar de esta maravillosa y gigantesca ciudad.

Pedro y yo sólo hemos hablado un par de veces desde que se fue de la graduación sin despedirse de mí. Me ha escrito mensajes sueltos y algunos e-mails tensos y formales, así que sólo he contestado a un par de ellos.

—¿Tenéis planes para el fin de semana? —le pregunto a Landon mientras intento atarme el delantal.

—No, que yo sepa. Creo que sólo va a venir a dormir y se marchará el lunes por la tarde.

—Vale. Yo hoy tengo turno doble. No me esperes despierto, no creo que vuelva a casa hasta las dos.

Landon suspira.

—Me gustaría que no trabajaras tanto. No hace falta que contribuyas a pagar los gastos. Tengo dinero de las becas y sabes que Ken tampoco me deja pagar nunca nada.

Le regalo a Landon la más dulce de mis sonrisas y me hago una coleta que empieza justo donde acaba el cuello de mi camisa.

—No vamos a volver a hablar del tema —replico negando con la cabeza mientras me meto la camisa por dentro de los pantalones de trabajo.

Mi uniforme no está mal: camisa negra, pantalones negros y zapatos negros. Lo único que me molesta del conjunto es la corbata verde fosforito. Tardé dos semanas en acostumbrarme a ella, pero estaba tan agradecida de que Sophia me hubiera encontrado trabajo de camarera en un restaurante de tanta categoría que el color de la corbata era lo de menos. Es la chef de repostería de Lookout, un restaurante nuevo, moderno y demasiado caro en Manhattan. Yo no me meto en su... amistad con Landon, y menos aún después de conocer a sus compañeras de piso. A una de ellas ya la conocía de Washington. Parece que Landon y yo tenemos la misma suerte con eso de que el mundo es un pañuelo sucio...

—Mándame un mensaje cuando salgas, ¿vale? —Coge las llaves del colgador y me las pone en la mano.

Asiento y le aseguro que la llegada de Pedro no va a afectarme y, con eso, me voy a trabajar.

No me molesta tener que andar veinte minutos hasta el trabajo. Todavía estoy aprendiendo a moverme por Nueva York, y cada vez que me pierdo entre la multitud me siento más conectada a la ciudad que nunca para. El ruido de las calles, las voces constantes, las sirenas y las bocinas no me dejaron dormir durante una semana. Ahora casi me tranquiliza el modo en que me pierdo entre las masas.

Observar a la gente en esta ciudad es toda una experiencia. Todo el mundo parece muy importante, muy oficial, y me encanta adivinar cuál es su historia, de dónde son y qué hacen aquí. No sé cuánto tiempo voy a quedarme. Sé que no será para siempre, pero por ahora me gusta. Aunque lo echo de menos. Lo echo mucho de menos.

«Para.» Tengo que dejar de pensar así. Ahora soy feliz. Él tiene su vida y yo no pinto nada en ella. Me parece bien. Sólo deseo que sea feliz, eso es todo. Me encantó verlo en la graduación con sus nuevos amigos, verlo tan compuesto, tan... feliz.

Lo único que no me gustó fue que se marchara sin despedirse porque tardé demasiado en salir del baño. Me dejé el teléfono en la repisa del lavabo y, para cuando me acordé y volví, ya no estaba. Luego me pasé media hora intentando encontrar la oficina de objetos perdidos o a un guardia de seguridad que me ayudara a encontrarlo. Al final, lo vi en una papelera, como si alguien se hubiera dado cuenta de que no era el suyo pero no se hubiera molestado en devolverlo a donde lo encontró. En cualquier caso, no le quedaba batería. 

Intenté buscar a Pedro pero ya se había ido. Ken me dijo que se había marchado con sus amigos, y entonces lo entendí. Se había acabado. Se había acabado de verdad.

¿Me habría gustado que hubiera vuelto a por mí? Por supuesto. Pero no lo hizo y no puedo pasarme la vida deseando que lo hubiera hecho.

He cogido más turnos este fin de semana a propósito para mantenerme lo más ocupada posible y pasar poco tiempo en el apartamento. Debido a la tensión y al mal rollo que hay en casa de Sophia, voy a intentar evitar quedarme allí, aunque lo haré si las cosas con 
Pedro resultan demasiado raras. Sophia y yo nos hemos hecho más amigas, pero intento no intimar mucho. No soy objetiva debido a mi amistad con Landon, y creo que no me apetece que me dé detalles, sobre todo si se siente cómoda hablándome de sexo. Me estremezco al pensar en lo que me contó Kimberly acerca de los escarceos amorosos de Trevor en la oficina.

A dos manzanas de Lookout, miro la pantalla del móvil para ver la hora y me tropiezo con Robert. Estira la mano y me detiene justo antes de que choque con él.

—¡Que lo tengo en verde! —dice haciendo un chiste malo, y se ríe cuando protesto—. Mujer, si tiene su gracia porque los dos llevamos una corbata verde semáforo y... —continúa mientras se ajusta la corbata como un payaso.

A él le queda mucho mejor que a mí. Tiene el pelo rubio y despeinado y se le pone de punta. No sé si hablarle de Pedro, pero cruzamos la calle en silencio, con un grupo de adolescentes riéndose nerviosas y sonriéndole a Robert como tontas. No las culpo: es muy guapo.

—Iba un poco distraída —confieso cuando doblamos la esquina.

—Llega hoy, ¿no? —Robert me sostiene la puerta abierta para que pase y entro en el restaurante poco iluminado.

El interior de Lookout es tan oscuro que tardo unos segundos en acostumbrarme a la penumbra cada vez que entro desde la calle. Fuera es mediodía y brilla el sol.

Lo sigo al vestuario, guardo el bolso en mi taquilla y él deja el móvil en el estante de arriba. 

—Sí. —Cierro la taquilla y me apoyo en ella.

Robert me coge del codo con la mano.

—Sabes que puedes hablarme de él. No me cae especialmente bien, pero puedes hablarme de lo que quieras.

—Lo sé. —Suspiro—. No sabes cuánto te lo agradezco. Aunque no sé si es buena idea, cerré esa puerta hace mucho. —Y me echo a reír con la esperanza de que parezca una risa sincera.

Salgo del vestuario y Robert me sigue de cerca.

Sonríe y mira el reloj de pared. Si no fuera rojo fluorescente con los números en azul oscuro, creo que no podría ver la hora en el pasillo. Los pasillos siempre son lo más oscuro del restaurante, y la cocina y el vestuario son las únicas zonas con una iluminación normal.

Mi turno empieza como de costumbre y las horas pasan rápido mientras los parroquianos del mediodía se van y empieza el goteo de los clientes que vienen a cenar. He llegado al punto en el que casi he conseguido no pensar en Pedro durante cinco minutos seguidos. Entonces Robert se me acerca con gesto preocupado.

—Están aquí. Landon y Pedro. —Coge el bajo de su delantal y se enjuga la frente con él—. Han pedido una de tus mesas.

Pensaba que me entraría el pánico, pero no es así. Asiento y me dirijo a la entrada en su busca. Obligo a mis ojos a dirigirse a Landon y su camisa de cuadros, no a Pedro. Nerviosa, examino la zona, cara a cara, pero no veo a Landon.

—Pau. —Una mano me roza el brazo y pego un brinco.

Es esa voz, esa voz profunda, preciosa y con acento que llevo meses y meses oyendo en mi cabeza.

—¿Pau? — Pedro me toca de nuevo, esta vez me coge de la muñeca, como solía hacer siempre.

No quiero volverme para verlo. Bueno, sí que quiero, pero estoy aterrorizada. Me aterra verlo, ver la cara que tengo grabada en la mente, esa que el tiempo, muy a mi pesar, no ha logrado borrar. Su cara, gruñona y malhumorada, siempre permanecerá en mi recuerdo tan clara y vívida como la primera vez que la vi.

Salgo rápidamente de mi trance y me vuelvo. Sólo dispongo de unos segundos e intento concentrarme en encontrar los ojos de Landon antes de que los de Pedro me encuentren a mí. Pero ¿para qué?

Es imposible no ver esos ojos, esos maravillosos y únicos ojos verdes.
Pedro me sonríe y yo me quedo pasmada. Durante unos segundos soy incapaz de articular palabra. «Valor...»

—Hola —me dice.

—Hola.

— Pedro quería venir aquí —oigo que dice Landon, pero mis ojos no quieren cooperar con mi cerebro.

Pedro sigue mirándome, sin soltarme la muñeca. Debería apartarlo antes de que el pulso acelerado me delate y descubra cómo me siento después de tres meses sin verlo.

—Si estás muy ocupada, podemos ir a comer a otro sitio —añade Landon.

—No, no te preocupes —le digo a mi mejor amigo.

Sé lo que está pensando. Sé que se siente culpable y le preocupa que haber traído a Pedro estropee a la nueva Pau. La Pau que se ríe y hace chistes, la Pau que es independiente, incluso demasiado. Pero eso no va a pasar. Me tengo controlada, estoy tranquila, estoy bien. De maravilla.

Libero mi muñeca del abrazo de Pedro con cuidado y cojo dos cartas del mostrador. Le hago un gesto a Kelsey, la maître, para que sepa que yo acompañaré a estos dos a su mesa.

—¿Cuánto hace que trabajas aquí? —pregunta Pedro.

Va vestido como siempre: la misma camiseta negra, las mismas botas, los mismos vaqueros negros ceñidos, aunque este par tienen un pequeño roto en la rodilla. Tengo que recordarme que sólo hace unos meses desde que me marché a casa de mi madre. Parece que fue hace años, siglos...

—Sólo tres semanas —digo.

—Landon me ha dicho que llevas aquí desde el mediodía.

Asiento. Les señalo un pequeño reservado contra la pared negra. Pedro se sienta a un lado y Landon al otro.

—¿A qué hora acabas?

«¿Acabo? ¿Eso va con segundas?» Ya no lo sé, después de tanto tiempo. «¿Quiero que vaya con segundas?» Tampoco lo sé.

—Cerramos a la una —digo—. Normalmente llego a casa sobre las dos las noches que me toca cerrar.

—¿A las dos de la madrugada? —La mandíbula le llega al suelo.

Les coloco la carta delante y Pedro vuelve a intentar cogerme la muñeca, pero esta vez lo esquivo como quien no quiere la cosa.

—Sí, a las dos de la madrugada. Trabaja hasta las tantas casi todos los días —dice Landon.

Le lanzo una mirada asesina, deseando que cierre el pico, y luego me pregunto por qué me siento así. A Pedro no debería importarle cuántas horas paso aquí.

Pedro no dice mucho más después de eso. Examina la carta, señala los raviolis de cordero y pide agua para beber. Landon pide lo de siempre, pregunta si Sophia anda muy liada en la cocina y me dedica más sonrisas de disculpa de las necesarias.

La siguiente mesa me mantiene ocupada. La mujer está borracha y es incapaz de decidir lo que le apetece pedir. Su marido está muy entretenido con el móvil y no le presta la más mínima atención. Casi le estoy agradecida a la señora por devolver los platos a cocina tres veces, ya que eso hace que me resulte más fácil pasar sólo una vez por la mesa de Landon y Pedro para rellenarles los vasos y otra para recoger los platos.


Como Sophia es como es, no ha querido cobrarles nada. Como Pedro es Pedro, me ha dejado una propina de escándalo. Y como yo soy como soy, he obligado a Landon a cogerla y a devolvérsela a Pedro cuando regresen al apartamento.

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