Cuando empezó a verla en sueños, le dio miedo. Lo estaba engullendo por completo, centímetro a centímetro, llevándoselo todo.
Lo aterrorizaba pensar las cosas que le haría cuando estuviera dentro. No quería consentirlo, pero no tenía fuerzas para resistirse. Siempre se había creído fuerte, el amo y señor de todo, hasta que llegó ella y le quitó la corona.
Espero y espero a que se abra la puerta de la habitación de Pau y su madre y su compinche se marchen. Pasan los minutos y empiezo a dudar de mi cordura.
«¿Por qué la estoy esperando? ¿Qué voy a decirle cuando se vayan las visitas? ¿Querrá hablar conmigo?» Tal vez sí, si me disculpo por haber dejado que me bese. Con eso se solucionarían todos los problemas.
Al fin, la puerta se abre y sale su madre, mirándome con arrogancia mientras yo sigo apoyado en la puerta de la habitación de enfrente. Detrás de ella, Pau, cogida de la mano de Noah.
Me enderezo, no muy seguro de qué decir, pero sintiendo que he de decir, de hacer, algo.
—Vamos al centro —me dice Pau.
¿Qué puedo hacer excepto asentir y dejar que se vayan?
No puedo apartar la vista de la mano de Pau entrelazada con la de su novio. Ella se ruboriza y la retira, y su madre me dedica la sonrisa más falsa que he visto en mi vida.
—No me gusta nada ese tío —oigo que dice el señor Perfecto.
—A mí tampoco —responde Pau en voz baja. Mejor. Porque a mí ella tampoco me gusta.
Cuando vuelvo al coche, el móvil vibra en el salpicadero. Lo cojo para contestar en cuanto veo el nombre de Molly en la pantalla. Dice una sola frase: «Estoy tirándome de los pelos», y cuelga.
Cinco minutos después entro en el apartamento de Molly sin llamar a la puerta y su compañera de piso me mira mal. Le sale humo de la boca. El blanco de sus ojos parpadea bajo una densa capa de máscara de pestañas y le da otra calada al cigarrillo.
—Está en su cuarto.
Molly está en la cama, con la cabeza sobre una montaña de almohadas y las piernas desnudas abiertas. Su habitación es pequeña, las paredes azul claro están cubiertas de fotos de revistas de moda. Casi todas son en blanco y negro. Las ha recortado y pegado con cinta adhesiva. La cama está en la pared opuesta a la puerta y el dormitorio no tiene ventanas. Odiaría quedarme encerrado en un cuarto sin ventanas. Normal que ella nunca esté aquí.
Me hace un gesto para que me tumbe con ella en la cama. Lleva el pelo rosa recogido en un moño desordenado en lo alto de la coronilla.
—Mira a quién tenemos aquí —dice cuando me siento a su lado.
Se levanta más la falda y deja al descubierto las bragas negras. Se pasa las manos por los muslos, acariciando los bordes de encaje.
—Me has llamado tú —le recuerdo.
—Y tú has venido —contesta con sarcasmo y orgullo.
—No te emociones. Me aburría y te has ofrecido.
Me encojo de hombros y la miro. Tiene el ceño fruncido, finge sentirse ofendida.
—Eso es verdad. —Se ríe y meneo la cabeza ante su desvergüenza.
Molly tiene la mano fría cuando me rodea el brazo y me atrae hacia sí. Las cicatrices de su muñeca brillan a la media luz de la lámpara de la mesilla de noche. Sus labios se cierran sobre mi cuello e intento no imaginarme los labios carnosos de Pau.
Molly se encarama a mi cuerpo y sus manos buscan los botones de mis vaqueros. Los desabrocha con soltura y me baja los pantalones y los calzoncillos. Me levanto para ayudarla a desvestirme mientras intento convencerme de que esto me apetece. De que es divertido. De que es lo que hace la gente como yo para pasárselo bien. Gente como Molly y como yo, gente tarada. Yo tengo mis problemas y ella tiene los suyos, aunque, por fortuna, no ha intentado contármelos y no me importan lo suficiente como para que me haya planteado preguntarle por ellos. Sé que ella es como yo. No necesito saber más.
Su lengua lame la punta de mi polla, jugando conmigo. No me gusta que me provoquen, así que cojo la mata de pelo rosa y se la meto toda en la boca. Se atraganta y la suelto. Sé que le gusta duro, de hecho, mucho más duro de lo que estoy dispuesto a hacer con ella.
Tiro de los mechones de Pau que tengo en la mano. Su boca está caliente, húmeda. Su lengua es más agresiva de lo que imaginaba y sus manos se deslizan por mis muslos. No recordaba que llevara las uñas tan largas.
—Pedro... —gime. Le da otro lametón y se la mete entre los labios. Su voz es demasiado aguda y me suena rara.
—Joder, Pau.
En cuanto lo digo, los labios carnosos de Pau se desinflan. Molly se tensa y se aparta.
—¿En serio?
Me aclaro la garganta.
—¿Qué?
Pone los ojos en blanco.
—Te he oído.
—No has oído nada y, aunque así fuera, no hagas como que nunca me has llamado Log...
—Cállate. —Levanta una mano y la agita con gesto teatral—. ¿Quieres que acabe?
Y, sin más, su lengua vuelve a ser juguetona y me doy cuenta de que me está mirando con una extraña simpatía, como si necesitara sentir lástima de mí o alguna chorrada semejante.
Eso me cabrea. Está tan sola y tan jodida como yo... ¿Quién se cree que es para sentir lástima por mí?
—No.
Me subo los pantalones, me levanto y me meto el móvil en el bolsillo. Sigue mirándome con la misma cara. Mi enfado no significa nada para ella.
—No voy a acompañarte a la puerta —me suelta con una carcajada, de vuelta a su nihilismo habitual por un instante. Pero luego añade—: Mucho cuidado con lo que haces.
Las chicas como ella nunca acaban con tarados como tú.
Me mira con más lástima aún que antes y me dan ganas de vomitar en su alfombra negra. Sé que ni siquiera está intentando insultarme, está siendo clara y sincera, pero no necesito sus consejos.
No quiero «acabar» con Pau. Quiero follármela y punto.
Sin
una palabra más, me largo de allí y vuelvo a casa.
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