CHRISTIAN
Los
lazos que nos unen a la familia supuestamente trascienden a nuestra alma. Se
supone que debemos amar a nuestros padres, hermanos y demás simplemente porque
por nuestras venas corre la misma sangre. De niño lo dudaba. ¿Tenía que amar al
borracho cuyos gritos lo despertaban en plena noche durante la semana? ¿El
hombre al que se encontraba apoyado en la repisa de la chimenea del salón
intentando quitarse las botas?
El niño se escondía detrás de la pared mientras
observaba al hombre luchar por mantener el equilibrio y acabar en el suelo.
Luego subía corriendo a su habitación mientras una de sus botas le rozaba la
oreja y chocaba contra la pared.
Odiaba
aquellas noches y contaba los días que faltaban para que el amigo de su madre,
que siempre sonreía, volviera. Deseaba que el amigo de su madre fuera su padre.
Tal vez el otro hombre lo llevara de paseo, solía pensar. Recordaba que aquel
hombre siempre llevaba un libro bajo el brazo. Hablaba de los libros con el
niño, le explicaba la trama, el tema, lo hacía sentir inteligente y mayor.
Siempre
recordaría el primer libro que el hombre le regaló. Aquel libro se convirtió en
el primer amigo del niño. Con el tiempo, a medida que él crecía, el amigo de
mamá empezó a visitarlos con menor frecuencia. Recordaba lo mucho que lo echaba
de menos, a él y a los libros, durante los largos intervalos entre visita y
visita. Aun así, incluso a lo largo de la adolescencia rebelde del muchacho, el
hombre siempre llevaba libros consigo. El chico sabía que su madre quería mucho
a su amigo, pero no tenía ni idea de que a consecuencia de ello gran parte de
su vida era mentira.
La casa está en silencio. Miro a Kim, está dormida
con la pequeña Karina tumbada en su vientre. Las manos de la niña se aferran al
suéter de su madre. Kim se ha quedado dormida hablándole de mí y de mi acento,
diciéndole a nuestra hija que tendrá una voz adorable, mezcla del tono dulce de
su mamá y del acento diabólico de papá. «Diabólico», ha dicho.
Mira quién habla. Es la mujer más cabezota y endiablada sobre la faz de la
Tierra, e iría de cabeza al infierno con tal de demostrarle lo mucho que la
quiero.
Kimberly ha pasado de ser mi secretaria a ser mi
socia, y tiene buen ojo para ver el potencial de las personas y de las cosas.
Tal vez por eso se casó conmigo. O puede que sea porque adora a mi hijo, Smith.
Es imposible no quererlo. Tengo delante un montón de papeles: el contrato para
el restaurante que abriremos el año que viene en Nueva York. Es muy
emocionante, pero nada comparado con mi bebé. He ampliado mis inversiones a
restaurantes en Washington, Nueva York y Los Ángeles, pero no me dan ni la
mitad de la felicidad que el hecho de ver crecer a mi pequeña, cosa que no he
tenido la suerte de poder hacer con mis otros hijos.
Vuelvo a mirar a mi mujer. Está roncando más que de
costumbre. Hago lo que haría un buen marido: saco el móvil para grabarla. El
contrato puede esperar a mañana. Echo de menos a mi mujer.
Hace un ruido espantoso.
Comienzo a grabar y me acerco sigilosamente al sofá.
A los cinco segundos abre los ojos, ve el móvil y me siento fatal por haberla
despertado con lo poco que duerme últimamente.
—¿No deberías estar trabajando? —susurra mi amor con
voz dulce y soñolienta. Se despereza sin perder de vista a Karina.
—Sí, mi vida, pero hacerte la puñeta es mucho más
divertido. —Me echo a reír y me lanza una patada.
Karina se revuelve en su pecho, abre los ojitos y
mira con gesto de desaprobación a sus padres.
—Ahora sí que la has hecho buena —me regaña Kimberly
con una sonrisa.
Se sienta y me ofrece a Karina al mismo tiempo.
Cuando extiendo los brazos para cogerla, deposita cuidadosamente en ellos a
nuestra pequeña bola de felicidad.
—Mi chiquitina —le digo a Karina y le acaricio la
mejilla con la nariz. Ella bosteza. Ha heredado mi sonrisa. Smith y Pedro
también tienen los mismos hoyuelos.
Me acuerdo de Anne y de Ken intentando decidir qué
nombre ponerle a su hijo una noche en la que todos estábamos de pie en la
cocina de su casa. Trish estaba tan hinchada que ni siquiera podía abrocharse
los zapatos.
—Me gusta Nicholas. O Harold —sugirió Ken.
«¿Harold?» No.
«Nicholas.» Ni hablar.
Trish sonrió con ternura, acariciándose el vientre.
—Harold... Me gusta cómo suena.
No detestaba el nombre, pero no acababa de
convencerme. El chico le hizo pasar un infierno al cuerpo de su madre. Se
pasaba las noches dando patadas y le había estirado la piel del vientre más
allá de lo humanamente posible. El niño era peleón... El nombre de Harold
(Harry) era demasiado blando, demasiado tranquilo.
—Muy del montón —intervine antes de que Ken pudiera
decir nada—. ¿Qué os parece Pedro? Era el nombre que había elegido para mi
primer hijo siendo un adolescente, cuando no era más que un crío en Hampstead y
pensaba que un día escribiría una gran novela y el protagonista se llamaría de
ese modo. No es un nombre muy común, pero sonaba muy convincente en la vieja
Inglaterra.
Entonces Trish lo pronunció en voz alta para
sentirlo en la lengua.
—Pedro. No estoy segura...
Sin embargo, a continuación miró a su marido, de
quien yo sentía unos celos terribles en aquel momento. Él se encogió de
hombros, sin el menor interés pero intentando ser educado.
—No suena mal —dijo sin entusiasmo.
Volvió a encogerse de hombros y Trish esbozó una
tímida sonrisa.
—¿Pedro?... Pedro.
—Ya está. Decidido —proclamó Ken muy aliviado.
Trish no parecía sorprendida ni molesta ante lo poco
interesado que parecía Ken por elegir el nombre de su primogénito. A mí sí que
me interesaba, y sabía que a Trish también.
Me gustaría pensar que en otras circunstancias a Ken
también le habría importado. Pero estaba en la universidad y demasiado ocupado.
O eso me dije entonces. Estudiaba mucho y corrían rumores de que esnifaba lo
que no debía mientras se preparaba para los exámenes de Derecho. Solía tener
las pupilas dilatadas, pero tenía mucho que estudiar y yo lo entendía.
No era quién para juzgarlo, pero sabía que se estaba
probando la fachada de padre perfecto, probándosela no muy convencido, antes
incluso de que el pequeño hubiera nacido. Eso me molestaba más de lo debido,
dada la situación en la que me había metido.
Dos
décadas antes...
El sol cae sin piedad sobre Hampstead en abril y
hace calor. Trish está tumbada a mi lado sobre la hierba, el viento juega con
su melena castaña, que me da latigazos en la cara. A ella le parece lo más
divertido que ha visto en sus dieciséis años de vida. En general, es muy madura
para su edad, habla y habla durante horas sobre sus teorías acerca del mundo y
de sus líderes, pero en este momento ha elegido comportarse como si tuviera
once años.
Aparto su pelo de mi cara por enésima vez.
—¿No ibas a cortarte esa melena de león? —le
pregunto medio en broma mientras me distancio unos centímetros de ella. La
semana pasada proclamó a los cuatro vientos que iba a cortarse la melena para
demostrar algo, no recuerdo el qué. Hampstead Towne Park está hoy casi
desierto, y el eco de la risa de Trish resuena entre los árboles que rodean la
explanada. Venimos a menudo, pero Ken se pierde casi todas nuestras citas
porque está siempre muy ocupado.
—Eso iba a hacer, pero esto es mucho más divertido
—replica.
Trish rueda hacia mí y me echa el pelo en la cara
otra vez. Huele a flores y un poco a menta. Es un aroma que me atrae. Su cuerpo
está pegado a mi costado y me pone la pierna encima.
Debería apartarla, pero no. Me gusta.
—¿Y si los bebés nacieran con el pelo largo?
Es una pregunta aleatoria pero que no me sorprende.
Trish es famosa por sus preguntas. «¿Y si esto? ¿Y si lo otro?...» Lo hace
siempre y es genial y un poco raro al mismo tiempo. Es muy distinta de las
chicas de mi colegio, ni siquiera las chicas que van a la universidad del
pueblo son como ella. Su melena rebelde es lo primero que me llamó la atención
de ella, y en este martes por la tarde se ha convertido en mi principal
problema.
—¿De verdad hemos faltado a clase para hablar de si
los bebés salen del cuerpo de su madre con pelo de roquero? —pregunto.
Abro los ojos y me tumbo boca abajo para verla bien.
Tiene muchas pecas. Quiero unirlas con la punta de los dedos y ver cómo cierra
los ojos encantada.
—No, supongo que no. —Se ríe y sigo su mirada hacia
la sombra que se aproxima.
Ken se sienta en la hierba y se le iluminan los ojos
observando a Trish.
Ella le devuelve la sonrisa y es como si a Ken le
hubiera tocado la lotería. No sé si ella se ha dado cuenta de cómo la mira él.
Yo siempre lo he notado y me he acostumbrado a fingir que no me quema como si
me corriera ácido por las venas.
Todo el mundo sabe que él es el que más vale de los
dos.
El sol me pica en la piel, me levanto y coloco la
mano a modo de visera ante mis ojos.
—Creo que yo me voy. Tengo una cita —digo, y me
aliso los vaqueros cortos con las manos. Me maravilla el contraste de la piel
bronceada contra el vaquero gastado, no sé cómo me he puesto tan moreno este
verano. Trish lo menciona casi a diario. Debe de ser de pasar tanto tiempo con
ella. Trish pone los ojos en blanco y nos dice alguna ordinariez.
Las manzanas
que Ken tiene por mejillas se ruborizan lo justo. Se está dejando el pelo largo
y las greñas empiezan a taparle la nuca. Tiene ojeras bajo los ojos marrones de
estudiar como un loco para el examen de acceso a la Facultad de Derecho. Ken Alfonso
es el mejor estudiante de nuestro curso, no sé cómo alguien así ha acabado
siendo nuestro mejor amigo. Trish es un poco mejor estudiante que yo. Es como
la dinamita y el sol, pero también puede ser tan fría como el mármol o la
marea. Sabe cuándo desmelenarse y cuándo ser cautelosa e inteligente. Siempre
me ha gustado eso de ella.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —dice Ken cuando
me levanto.
Se me acerca un poco más. Es unos centímetros más
alto que yo. Asiento y espero a que empiece, pero está mirando fijamente a
Trish y comprendo que quiere que hablemos a solas. Le hago un gesto para que
decida adónde quiere ir. Lo sigo y caminamos unos veinte metros antes de que se
detenga junto a un viejo banco de metal. Se sienta y da unas palmadas en el
espacio vacío a su lado para que yo haga lo mismo.
Está muy serio. ¿Debería preocuparme? Una joven
pareja pasa junto a nosotros, van cogidos de la mano. Ken espera a que se alejen
y mi preocupación va en aumento hasta que por fin habla.
—Quería hablarte de una cosa —dice con el ceño
fruncido. No parece que sólo tenga diecisiete años.
—No te estarás muriendo, ¿no? —Lo empujo con el
hombro y se relaja un poco.
Niega con la cabeza.
—No, no. No es eso. —Medio se ríe. Es una risa
nerviosa.
¿Qué lo tendrá tan tenso? Que lo diga de una vez.
—Quiero pedirle a Trish que sea mía —suelta a
borbotones.
Ahora me gustaría que se tragara las palabras, o que
se estuviera muriendo. Bueno, tampoco tanto, pero algo así. Cualquier cosa.
—¿Que sea... qué? —Me cuesta mantener la compostura.
Ken pone los ojos en blanco.
—Que sea mi novia, so tonto.
Quiero decirle que no puede tenerla, que no es justo
que él se lo pida primero. «Que elija ella», quiero decirle. «Se suponía que
iba a ser mía», querría argumentar.
—Y ¿a mí qué me cuentas? —es lo que sale de mi boca.
Mi amigo se reclina contra el respaldo del banco y
se lleva las manos a las mejillas.
—Quería estar seguro de... —comienza a decir, pero
su lengua se come las palabras. Y de repente me doy cuenta de que estoy
atrapado entre ser sincero con mi mejor amigo o hacerlo feliz. Las dos cosas
son imposibles. Sonrío y antepongo su felicidad a la mía.
No me sorprende que finalmente Trish acepte la oferta
de Ken, pero mentiría si dijera que no me aferro a la esperanza de que también
me quiere a mí. Sin embargo, prefiere la estabilidad, y durante un año hago lo
posible por ver a Trish únicamente como la novia de mi mejor amigo. En
ocasiones, cuando se besan delante de mí, la pillo mirándome, buscando mi
aprobación una vez concluido el beso. Mantengo viva esa pequeña llama de
esperanza, lo cual hace que sea un año muy duro para mí.
Cuando follo, pienso en ella. Cuando beso, la
saboreo a ella.
Tiene que parar.
Al principio es fácil. Dejo de comparar a todas las
chicas con las que salgo con Trish. Ella deja de cogerme de la mano mientras
charlamos. Empiezo a ver las cosas de otra manera ahora que ella ya no me ata a
este lugar. Ya no me retiene aquí. Nada me retiene.
Hampstead se me ha quedado pequeño, lo sé. Trish lo
sabe. Incluso los de la panadería se han dado cuenta de mi comportamiento y de
que ya no voy a comprar dulces una vez a la semana.
De repente quiero más del mundo de lo que esta
ciudad puede ofrecerme. Quiero irme a Estados Unidos, lejos de las mentes
obtusas de mis amigos, que no tienen planes de futuro, y aún más lejos de mi
pareja de amantes favorita. Me he convertido en el aguantavelas de Ken, Max y
sus respectivas parejas. Quiero ver mundo, aprender de la gente, y no puedo asentarme
aquí. En mi círculo todos han echado raíces. Han abierto cuentas bancarias y
han elegido una universidad de la zona. Veo cómo acabarán sus aspiraciones en
cuanto acepten su primer trabajo, haciendo lo mismo que uno de sus
progenitores. Se conformarán con ese papel y nunca intentarán conseguir otro.
Trish se ha convertido en una de ellos. Ha pasado de
ser una ambiciosa estudiante de Humanidades a no asistir apenas a clase. Ken y
ella se han ido a vivir a un pequeño apartamento junto al campus universitario
de él para ahorrar tiempo. Ken se está dejando la piel. Cuando lo vemos siempre
tiene la cabeza enterrada en una pila de libros de texto. Trish es más su madre
que su amante.
Se asegura de que tiene ropa limpia todas las
mañanas. Le prepara el café, el desayuno y una bolsa con el almuerzo. Espera a
que vuelva a casa y le sirve una comida caliente, y él prefiere estar con sus libros
antes que con ella. Ya no es la chica salvaje y divertida que era. Es la mujer
que trabaja demasiado, no duerme lo suficiente y vive esperando a que su hombre
regrese a casa. Gracias a ella, el pequeño apartamento está como los chorros
del oro y ha conseguido que tenga cierto encanto.
Incluso ha adoptado a un gatito callejero y lo ha
llamado Gat en honor de uno de mis personajes favoritos. Sospecho que a Ken el
gato le da igual. El gato y el nombre.
Ella casi nunca juega ya a sus queridos «¿Y si...?»,
y sus conversaciones sólo reflejan ansiedad. Ya no deja volar la imaginación
para entretenernos a los dos, sino que se preocupa por las cosas cotidianas. Ya
no soy un compañero de juegos en una explanada cubierta de hierba, sino alguien
que la anima y le da fuerzas, pese a que no tengo cabida en su corazón. Aun
así, conserva el sentido del humor, y todas las noches le ruego a Dios que no
permita que lo pierda del todo. Cuanto más la visito, más contenta se la ve. Me
propongo visitarla una vez a la semana, luego dos, tal y como ella me pide. Ken
pasa cada vez más tiempo fuera y la casa está cada vez más vacía. Ella comparte
conmigo sus preocupaciones y susurra cuestiones sombrías en el cuarto oscuro.
Yo finjo tener todas las respuestas y, como buen amigo de ambos, la animo a
compartir sus miedos con su amante.
No tardo en arrepentirme de esa decisión. Una noche,
una de las raras noches en las que Ken está en casa y no estudiando, estamos
todos sentados junto a la mesa de la cocina, con una copa de whisky en la mano.
En un momento tranquilo de la extraña conversación en la que intentamos ponernos
al día de nuestra vida, Ken vuelve a llenarse el vaso. No se molesta en echarle
hielo, ahora lo toma solo. Trish suspira en alto y se levanta, va a la pequeña
sala de estar y se sienta en el brazo del sofá.
—¿Y si el mundo existiera en una urna de cristal
dentro del dormitorio de un niño extraterrestre, como si fuera una granja de
hormigas o algo así? —Juro que el acento de Trish es más marcado cada vez que
bebe.
—Qué pregunta tan rara —comento con sorna, el whisky
quemándome las fosas nasales.
Ken no sonríe, ni siquiera mueve los labios. Me
levanto para estirarme y no ser el único sentado a la mesa con él.
—Está bien. ¿Y si el mundo acabara mañana y nos
demostrara que trabajar tanto y dormir tan poco es una pérdida de tiempo? —Le
brillan los ojos en la estancia poco iluminada.
Gat se sienta en su regazo y ella le acaricia el
lomo naranja.
Empiezo a pensar en su pregunta. Si me muriera
mañana, ¿sabría lo mucho que sufro por ella?
¿Lo mucho que la quiero?
Ken se echa a reír, pero su comentario no es lo que
esperaba.
—¿Trabajar tanto? —replica—. Tú no sabes lo que es
eso.
Está sonriendo, con la cabeza inclinada de un modo
siniestro sobre la mesa. Gat parece sentir la amenaza y Trish respira hondo.
Nunca los he visto pelearse pero, si lo hacen, apuesto por Trish. El gato baja
al suelo de un salto y se va por el pasillo. Debería irme con él, debería
marcharme y no meterme en esto. Pero no puedo. Ken se lleva el vaso a los
labios y se bebe lo que queda del licor ambarino.
—Perdona, creo que no te he oído bien —masculla
Trish.
No hago caso de cómo me tiemblan las manos bajo la
mesa cuando él se pone de pie y comienza a levantarle la voz. No hago caso de
mi instinto, que me dice que lo tire al suelo y lo sacuda hasta que lo saque
del sopor en el que ha estado viviendo últimamente, un estado en el que le está
gritando, insultándola y diciéndole cosas horribles. No hago caso de mi estómago,
que está a punto de vomitar lava cuando él le cruza la cara de un bofetón.
No
hago caso de cómo sus lágrimas me queman los brazos mientras la abrazo en el
sofá, cuando él hace media hora que se ha largado, borracho como una cuba y en
coche a pesar de que hace eses al andar. Aunque después de cómo se ha ido de
aquí hecho una furia, sin mirar atrás siquiera cuando lo he llamado, me alegro
de que no esté.
—¿Y si no vuelve? —A Trish le tiembla el labio, pero
está más calmada y apoya la cabeza en mi pecho.
—¿Y si vuelve? —pregunto a mi vez.
Suspira y me aprieta la mano entre las suyas. La
miro y se me parte el corazón. Es preciosa incluso cuando tiene los labios
rojos de tanto mordérselos y los ojos hinchados de llorar. Ahora que se ha
tranquilizado, sus ojos miran fijamente mis labios.
—¿Y si ya no veo al hombre al que creía conocer? —Su
pregunta es rápida, y la siguiente todavía lo es más—: ¿Y si prefiriera que me
prestaran atención a la estabilidad?
Parece histérica y se pasa los dedos por la densa
mata de pelo castaño. Me mira y se cuadra.
—¿Y si confundí la amistad con el amor? ¿Crees que
es lo que nos ha pasado a Ken y a mí? Me mira las manos, extendidas hacia ella
sin que yo me haya dado ni cuenta.
—No lo sé —digo retirándolas y pasándomelas por el
pelo.
Me reclino contra el respaldo del sofá. Yo confundí
la amistad con el amor cuando elegí la amistad por encima de lo que sentía por
Trish, pero ahora mis mejores amigos tienen una vida juntos. El problema al que
se enfrentan no es la falta de amor, sino de tiempo. Eso es todo. Él la quiere
y, si ella me amara a mí y no a él, me lo habría dicho hace mucho.
Trish se arrodilla en el sofá para acercarse a mí y
me aparta un mechón de la cara.
—¿Y si no fuera tan sencillo?
¿Notará lo que siento por ella? ¿Por eso se acerca
cada vez más?
Cuando su rostro está apenas a unos centímetros del
mío, me mira directamente a los ojos.
—¿Alguna vez piensas en mí?
El aliento nos huele a whisky, a pesar de que hemos
bebido menos que Ken. Ya estoy pensando en Ken otra vez. Es como si su
presencia llenara todo el apartamento. Ha marcado el cuerpo de Trish, es suyo,
se acuesta con ella todas las noches. Acaricia sus pechos con las manos, la
piel suave de su vientre, de sus muslos. Los labios de Trish son suyos y él es
quien los disfruta...
Y yo nunca podré hacerlo.
—No debería... —digo.
Pero sería un imbécil si no pensara en sus esbeltas
caderas y en su piel perfecta. La he visto crecer, y fantasear sobre ella ha
sido la constante de mi vida. A Trish la complace mi respuesta. Lo veo en cómo
se pasa la lengua por los labios mientras mira los míos, en cómo entreabre la
boca. ¿Significa eso que ella ha estado... pensando en mí? De lo contrario,
¿por qué iba a preguntarlo?
Cuando me mira a los ojos un instante y luego otra
vez a los labios, el sentido común y el autocontrol desaparecen de mi
vocabulario, hundo los dedos en su pelo y atraigo su boca hacia la mía. La saboreo
despacio, reclamando cada milímetro de su lengua, de sus labios.
En este
momento es mía y los dos lo estamos aprovechando al máximo. Se impacienta, sus
movimientos son más agresivos, me tira al suelo y se encarama a mi cuerpo. Su
expresión es de profundo alivio cuando desliza de nuevo la lengua en mi boca.
Jadeo, alzo las caderas en busca de las suyas. Me ha puesto como una piedra y
quiero que lo sienta.
Entrelaza los dedos con los míos y se los lleva a la
entrepierna. Parece encantada de mostrarme lo mojada que está, está lista para
confesar que me necesita. Yo también lo estoy, y se lo enseño cuando presiono
mis caderas contra las suyas. Blasfema y me suplica que siga.
«¿Podemos...?»
—¿Y si nos pilla? —pregunta echándose atrás un
instante.
No sé si me importa tanto como pensaba.
—¿Y si no nos pilla? —dice entonces para sí, y
silencia cualquier pregunta que
pudiéramos hacer metiéndome la lengua en la
boca y desabrochándome los pantalones.
Desliza la mano dentro y me coge, y yo me derrito.
El miedo a que un Ken furioso nos descubra, el saber que ella no es mía y no
debería tomarla, la ansiedad que me consume cuando pienso en marcharme de
aquí... Todo se desvanece. Lo único en lo que puedo pensar es en hundirme en su
interior, en que la necesito en cuerpo y alma.
Me bajo los pantalones y el bóxer a tirones. Su boca
me disfruta, me saborea y lame la vena protuberante que asciende hasta la
punta. Cierra los ojos, deleitándose con el modo en que se me traga hasta la
garganta para soltarme de nuevo. Su cautela desaparece mientras me devora con
rapidez y eficiencia. Me está complaciendo como si no fuera a volver a catarme.
No volverá a hacerlo.
—Túmbate boca arriba con las piernas abiertas.
Quiero verte —le digo.
Quiero mirarla mientras por fin tengo lo que deseo
debajo de mí. Trish se sitúa en el centro de la alfombra y aparta la mesita de
café de madera de cerezo. Se desnuda rápidamente. No me importa, porque poder
verla no tiene precio. El vestido largo de algodón cae a sus pies, y ya se está
bajando los tirantes del sostén blanco y sencillo. Sigo con los ojos los
contornos de su cuerpo, los pezones se le endurecen como guijarros bajo mi
atenta mirada. Tiene el vientre terso y los músculos de su torso se curvan en
sus caderas.
Cuando llego a su lado, estoy duro y palpitante.
Está tumbada en la alfombra, abierta de piernas para mí. Mi polla cuelga entre
los dos y puedo oler lo mojada que está. Juro que puedo sentir lo prieta que va
a estar. Me acerco más, empujando hasta llenarla lentamente. Es como un guante
empapado, y entro y salgo de ella. No creo que pueda parar, nunca.
Necesito más
de ella. Trish ha cerrado los ojos, y sé que no voy a aguantar mucho. Meneo las
caderas y ella me abraza con los muslos. Se corre, dice. Gime y me clava las
uñas cuando la penetro con más fuerza. Me derramo en ella deseando que no sea
la primera y la última vez que pueda disfrutar así de su cuerpo. Jadea con
fuerza en mi hombro y beso las marcas húmedas que han dejado mis lametones en
su cuello.
Minutos más tarde los dos estamos de vuelta en el
mundo real, con los brazos y las piernas doloridos, sudorosos y totalmente
agotados. Trish está sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y yo en el
sofá, lo más lejos de ella que soy capaz.
—¿Y si no podemos parar? —dice mirándome primero a
mí y luego en dirección a la mesa de la cocina.
No sé qué decir. No sé lo que quiero ni lo que ella
quiere. No sé qué es posible.
—Hemos de hacerlo —digo como atontado—. Me voy el
mes que viene.
Aunque ya lo sabe, aunque me ayudó a reservar el
billete de avión, se vuelve hacia mí de repente como si acabara de enterarse.
Entonces, sin una palabra, asiente. Ambos sentimos
una tormenta de culpa, de alivio y de pena por algo que en realidad nunca
tuvimos.
El maravilloso presente...
Ken era mi amigo, yo diría que mi mejor amigo, y yo
estaba obsesionado, loco por su mujer. Amaba a esa diablesa y el fuego que
ardía en su presencia. Era desafiante e inteligente, mi debilidad. Lo que
estábamos haciendo era inaceptable, y ella lo sabía. Lo sabía pero ninguno de
los dos pudimos evitarlo. Estábamos atrapados, víctimas de un mal momento y de
elecciones aún peores. No fue culpa nuestra, o de eso intentaba convencerme
cada vez que me dejaba caer agotado y jadeante sobre su cuerpo desnudo.
Simplemente no podíamos evitarlo, no era culpa nuestra. Era el universo, las
circunstancias de nuestra situación.
Me criaron así. De niño me enseñaron que nada era
culpa mía. Mi padre siempre tenía razón, incluso cuando no la tenía, y enseñó a
su hijo mayor a pensar del mismo modo. Fui un crío mimado, pero no en el
sentido económico. El tiempo que pasé con mi padre me enseñó a ser tan
arrogante como él. Aprendí que en la vida siempre se podía culpar a otro.
Como
padre, intenté no parecerme a él, intenté ser mejor.
Kimberly dice que se me da muy bien. Me alaba mucho
más de lo que merezco, pero lo acepto encantado. También me pone en mi sitio,
tiene una boquita mucho peor que la de mis compañeros de universidad después de
doce cervezas baratas.
—Acuesta a Karina. Te estaré esperando. —Kimberly me
da un beso en la mejilla y un azote en el trasero. Me guiña el ojo, me sonríe y
se marcha al dormitorio meneando las caderas.
Amo a esa mujer.
Karina eructa en sueños y le froto la espalda con
delicadeza. Levanta una manita diminuta y coge la mía.
No me puedo creer que haya vuelto a ser padre. Ahora
soy viejo. No paran de salirme canas aquí y allá.
Tras la muerte de Rose, Smith y yo nos quedamos
solos, y no esperaba tener otro bebé. O descubrir que tenía otro hijo. Ni mucho
menos, teniendo en cuenta cómo empezaron las cosas, que dicho hijo tuviera
veintiún años y formara parte de mi vida como amigo y como hombre. Pedro pasó
de ser mi mayor remordimiento a ser mi mayor alegría. Temía tanto por su futuro
que lo contraté en Vance sólo para asegurarme de que tuviera trabajo.
Lo que no esperaba es que fuera un genio. Lo pasó
tan mal en la adolescencia que pensaba que iba a arruinarse la vida o a acabar
con ella mucho antes de que empezara de verdad. Siempre estaba cabreado con el
mundo y cometiendo estupideces. Hizo pasar a su madre un infierno en vida.
He visto cómo Pedro pasaba de ser un joven solitario
y atormentado a convertirse en un autor superventas y un defensor de los
jóvenes con problemas. Es todo lo que podía soñar que fuera. Smith aspira a ser
como él, pero sin tatuajes. Les encanta discutir sobre los tatuajes. Smith dice
que le parecen de mal gusto, y Pedro disfruta enseñándole los nuevos que consigue
hacerse en la poca piel que le queda libre.
Miro a la bella durmiente que descansa en su cuna y
apago la lamparilla de la cómoda mientras le prometo a mi dulce y preciosa niña
que seré el mejor padre que pueda llegar a ser.
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