La pregunta, tan franca y directa, lo pilló por sorpresa y lo hizo darse cuenta de que estaba al borde de un precipicio; un precipicio por el que podía caer con un simple soplo de viento.
¿Por qué me pregunta eso? ¿Acaso no es evidente por qué no me gusta? Es insufrible. Es... Es sentenciosa. No para de juzgarme y de darme la lata respecto a mi conducta cuando empiezo a meterme con ella. Y es...
Bueno, supongo que no está tan mal.
—¿Por qué me preguntas eso? —digo intentando mantener un tono tranquilo.
Me mira con odio y yo le devuelvo el gesto con el mismo vigor. ¿Cree que puede intimidarme?
Está en mi habitación, haciéndome preguntas absurdas y mirándome de esa manera...
—No lo sé... Porque yo sólo he intentado ser amable, y tú no paras de mostrarte grosero conmigo. Y la verdad es que había llegado a pensar que podíamos convertirnos en buenos amigos. Sus ojos enrojecidos son intensos y ocultan tantas cosas que desconozco de ella... Cosas que, por supuesto, no me importan nada.
¿Amigos? Joder, ¿está hablando en serio? Yo no tengo amigos. No necesito amigos.
—¿Nosotros? ¿Amigos? —Suelto una risotada falsa—. ¿Acaso no es evidente por qué no podemos ser amigos?
—Para mí, no —responde sencilla y llanamente y, al principio, casi me parece que está de coña. Pero el tono de confusión de sus palabras me indica que está hablando en serio. Esta tía está como una puta cabra. ¿Cree que alguien como yo sería amigo de alguien como ella? ¿Acaso no sabe que apenas soporto a la gente en general, por no hablar de mi propio grupo de «amigos»?
¿Por dónde empiezo la lista de motivos por los que esto jamás podría funcionar?
—Bien, pues, para empezar, tú eres demasiado estirada. Seguramente te habrás criado en la típica casita perfecta de revista, idéntica al resto de las viviendas del vecindario —comienzo, y recuerdo el moho negro que cubría el techo de mi cuarto de la infancia—. Tus padres te compraban todo lo que querías y nunca tuviste que anhelar nada. Con tus estúpidas faldas plisadas... —Observo la ropa que lleva puesta y decido obviar el modo en que la tela se ciñe a sus generosas caderas—. En serio, ¿quién se viste así con dieciocho años?
Se queda boquiabierta y avanza hacia mí. Yo retrocedo por acto reflejo. Sus ojos se han tornado de un gris tempestuoso, y sé que me va a caer una buena.
—¡No sabes nada de mí, capullo condescendiente! ¡Mi vida no ha sido así en absoluto! El alcohólico de mi padre nos abandonó cuando yo tenía diez años, y mi madre tuvo que trabajar de lo lindo para que yo pudiera ir a la universidad. Empecé a trabajar en cuanto cumplí los dieciséis para poder ayudarla a pagar las facturas, y resulta que me gusta mi ropa. —Menea las manos señalando su conjunto. Ahora está gritando, tan frustrada que sus pequeñas manos tiemblan—. ¡Lo siento si no visto como una puta, como todas las demás chicas que te rodean!
¡Para ser una persona que se esfuerza tanto en destacar y en ser diferente, juzgas con demasiada ligereza a los que son distintos de ti!
Y así, sin más, da media vuelta y se dirige hacia la puerta.
¿Está hablando en serio? ¿De verdad esta chica tan perfecta forma parte del desafortunado círculo de niños que han tenido que crecer demasiado deprisa? Y, si es así, ¿por qué está sonriendo cada vez que la veo?
¿Que juzgo con ligereza? ¿Me acusa a mí de juzgar cuando acaba de tildar de putas a las chicas que visten de determinada manera? Me está observando, esperando mi reacción, pero no tengo ninguna. Esta mujer temperamental, sentenciosa y misteriosa acaba de dejarme sin palabras.
—¿Sabes qué? De todas maneras, no quiero ser amiga tuya, Pedro —me dice antes de que mi cerebro logre salir de su aturdimiento.
Pau agarra el pomo de la puerta y, de repente, me viene a la mente Seth, el primer amigo que tuve en la vida. Su familia tampoco tenía dinero, pero cuando uno de sus abuelos ricos, al que no conocía, murió, heredó una buena fortuna. Cambió sus míseros zapatos rotos por unas zapatillas blancas con luces en la parte inferior. Me parecían lo más. Le pedí a mi madre un par para mi cumpleaños. Me sonrió con tristeza y, en la mañana de mi cumpleaños, me entregó una caja de zapatos. La abrí todo emocionado, esperando ver las putas zapatillas con luces. Y dentro de la caja había unas zapatillas, sí, pero sin esas magníficas luces en la parte de abajo. Me di cuenta de que aquel regalo la entristecía, pero no entendí por qué hasta que fueron pasando los meses y empecé a ver a Seth cada vez menos, hasta que llegó un día en que sólo lo veía cuando pasaba por delante de mi casa con sus nuevos amigos, todos con zapatillas con luces.
Fue mi primer y mi último amigo, y mi vida ha sido mucho más sencilla sin ellos.
—¿Adónde vas? —le pregunto a la chica que pensaba que podíamos ser amigos.
Ella se detiene confundida, al igual que lo estoy yo.
—A la parada del autobús para volver a la residencia, y no pienso regresar aquí jamás. Estoy harta de intentar hacerme amiga vuestra.
Me siento como una auténtica mierda. Por un lado, hacer que me odie será mejor a largo plazo, pero, por otro... En fin, quiero gustarle lo suficiente como para que quiera follar conmigo.
Puede odiarme una vez que haya ganado la Apuesta.
—Es demasiado tarde para coger el autobús sola —le digo.
Viendo el estado en el que se encuentra y el hecho de que ha estado bebiendo toda la noche, es muy mala idea que se vaya a la parada del autobús sola. Se da la vuelta para mirarme y entonces, por primera vez, me doy cuenta de que tiene los ojos completamente inundados de lágrimas.
—No estarás intentando actuar como si te importase lo más mínimo que pueda pasarme algo, ¿verdad? —Suelta una carcajada y sacude la cabeza.
—Yo no he dicho eso... Sólo te lo estoy advirtiendo. Es una mala idea —le digo.
Echo un vistazo a mi estantería mientras la comparo con Catherine, el personaje principal femenino del libro que estaba leyendo cuando he entrado. Se parece mucho a ella: tiene mal carácter y demasiado que demostrar. Elizabeth Bennet es igual, cada vez que abre la boca es para hacer alguna observación categórica. Me gusta. Las universitarias de hoy en día parecen haber perdido ese espíritu.
Sólo quieren complacer a los hombres, pero no a sí mismas; ¿qué gracia tiene eso?
—Bueno, Pedro, pues es la única opción que tengo. Todo el mundo está borracho, incluida yo — dice, y se echa a llorar otra vez.
Me ablando un poco. ¿Por qué llora? Al parecer, siempre está llorando.
Intento animarla de la única manera que sé..., con mi sarcasmo.
—¿Siempre lloras en las fiestas?
—Sólo en las que estás tú. Y puesto que estas dos son las únicas a las que he ido nunca...
Pau abre la puerta de mi habitación, pero justo cuando se dispone a salir, tropieza y se agarra a la esquina de mi cómoda.
—Paula... —digo con una voz suave que no sabía que poseía—. ¿Estás bien? —pregunto.
Asiente. Está confundida, cabreada e impresionada, pero sobre todo cabreada.
¿Qué coño me importa si está bien o no? Tiene angustia y está borracha; por nada del mundo pienso intentar marcarle tantos a Zed esta noche. No quiero hacerlo y, además, eso sería hacer trampa: está demasiado borracha.
—¿Por qué no descansas aquí unos minutos y luego vas a la parada del autobús? —sugiero.
Tal vez siendo majo gane algunos puntos.
—Creía que nadie podía pisar tu habitación —dice con una voz suave y cargada de curiosidad mientras se sienta en el suelo.
Estoy seguro de que, si supiera toda la mierda que ha caído sobre ese suelo, no se sentaría en él. Me sorprendo sonriendo y paro inmediatamente en cuanto me doy cuenta de lo que estoy haciendo. Inclina la cabeza y le entra hipo. Tiene pinta de que va a vomitar de un momento a otro, y le lanzo una advertencia:
—Como vomites en mi cuarto...
—Creo que sólo necesito un poco de agua —me dice.
Le entrego mi vaso.
—Toma.
Lo aparta de un manotazo y pone los ojos en blanco exasperada.
—He dicho agua, no cerveza.
—Es agua. Yo no bebo.
Suelta una risotada.
—Venga ya. No vas a quedarte aquí a hacerme de niñera, ¿verdad?
Joder, sí, voy a hacerlo. No pienso dejarla sola toqueteando mis cosas o vomitándome sobre los libros.
—Sacas lo peor de mí. —Su comentario me sorprende y me saca de mi silencio.
—Vaya, qué halago —le suelto.
¿Que yo saco lo peor de ella? Si ni siquiera me conoce. Continúo:
—Y, sí, voy a quedarme aquí a hacerte de niñera. Estás borracha por primera vez en tu vida, y tienes la costumbre de tocar mis cosas cuando no estoy presente.
Me siento en la cama mientras ella se bebe mi agua con recelo. Observo cómo cierra los ojos y se relame los labios cuando ha terminado y oigo su respiración excesivamente agitada. La miro sin que ella se dé cuenta y me esfuerzo todo lo posible en no pensar demasiado en el motivo que me lleva a estudiarla.
Hay tantas cosas que desconozco sobre ella, tantas cosas que quiero saber...
Parece tan evidente desde fuera... Es rubia, posee una belleza sencilla, y sé por su desfasada manera de expresarse que pasa horas con la cara pegada a un libro. Pero su mal genio y su actitud a la defensiva me llevan a preguntarme qué se esconde detrás de todo eso.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —digo sin pensar.
Hago un esfuerzo y le sonrío, pero tengo la sensación de que parezco un puto pervertido. Arruga el ceño extrañada.
—Claro —dice arrastrando la palabra.
«¿Qué cojones voy a preguntarle?» Había dado por hecho que me iba a mandar a la mierda.
Opto por la pregunta más sencilla que se me ocurre.
—¿Qué quieres hacer después de la universidad? —Sé que debería haberle preguntado algo más personal, algo que me ayude a ganar este juego contra Zed.
Pau parece meditar la pregunta y se golpetea la barbilla con el dedo antes de responder:
—Pues quiero ser escritora o editora, lo que surja primero.
Era fácil de imaginar.
No le cuento que yo tengo pensado hacer exactamente lo mismo. En lugar de ello, me quedo con la mirada perdida al frente después de poner los ojos en blanco.
—¿Esos libros son tuyos? —pregunta señalando la estantería con la mano.
—Sí —farfullo.
—¿Cuál es tu favorito?
Joder, qué cotilla es.
—No tengo favoritos —miento.
Está entrando en un terreno demasiado personal, y sólo ha estado aquí un rato. Que sepa cuáles son mis libros favoritos no va a ayudarme a conseguir lo que quiero.
Necesito darle un giro a esto y volver a un tema más impersonal. Tengo que cabrearla.
—¿Sabe el señor Perfecto que estás en una fiesta otra vez?
Mi maliciosa sonrisa complementa su ceño fruncido. Misión cumplida.
—¿El señor Perfecto?
—Tu novio —explico—. Menudo pringado.
—No hables así de él. Él es... es... majo.
No puedo evitar reír al ver cómo se esfuerza en buscar un cumplido para el pijo de su novio. Después, señalándome con el dedo, continúa:
—Ya quisieras tú ser tan majo como él.
— ¿Majo? ¿Es ésa la primera palabra que te viene a la cabeza al hablar de tu novio? Majo es el eufemismo que utilizas para no llamarlo aburrido. — Me río.
—No lo conoces —insiste con una vehemencia impresionante.
Ya, pero sé que es aburrido. Salta a la vista, con esa chaqueta de punto y esos mocasines...
Me echo a reír con tantas ganas que me duele la barriga. No puedo evitarlo. Y, cuando veo su expresión malhumorada, me río con más fuerza todavía al imaginarme a ese Ken viviente gimoteando porque le ha salido un agujero en su jersey de cachemir.
—No lleva mocasines. —Pau se tapa la boca para ocultar su necesidad de reír. Lo entiendo. Yo también me reiría.
Bebe otro sorbo de agua y continúo:
—Bueno, pero ha estado saliendo dos años contigo y no te ha follado todavía, así que es un carca. En cuanto esas palabras salen de mi boca, Pau escupe el agua de nuevo en el vaso.
—¿Qué narices acabas de decir?
—Ya me has oído, Paula. —Le sonrío para alimentar su ira.
—Eres un capullo, Pedro.
Joder, me encanta cómo se exalta.
De repente me tira el agua fría a la cara.
Sofoco un grito, sorprendido ante su osadía. Creía que lo estábamos pasando bien, disparándonos comentarios groseros el uno al otro. La estaba ofendiendo a propósito, y parecía que estaba disfrutando de mis provocaciones tanto como yo haciéndolas. Su expresión de indignación me indica que tal vez no fuera así.
¿Por qué cojones he tenido que mencionarle a su novio? Soy un puto gilipollas. Estaba tan tranquila, sentada en el suelo, riéndose conmigo, y he tenido que fastidiarlo todo.
Pau sale de mi cuarto inmediatamente. Mientras me limpio la cara, me dirijo hacia la puerta y observo cómo baja la escalera de dos en dos.
Vuelvo a mi dormitorio, con la única compañía del leve zumbido del ventilador del techo. Me siento en la cama y, por primera vez desde que me trasladé a esta casa, siento que me gustaría no estar solo en esta habitación.
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