Pau
En mis sueños, la voz de Pedro resuena alta y clara y me ruega que pare.
«¿Me ruega que pare? ¿Qué es...?» Abro los ojos y me siento en la cama.
—Para —repite.
Tardo un momento en darme cuenta de que no estoy soñando, sino de que es realmente la voz de Pedro.
Salgo corriendo de mi cuarto y entro en el salón. Está durmiendo en el sofá. No está gritando ni pegando puñetazos como solía hacer, pero su voz es suplicante y cuando dice:
«Para, por favor», se me detiene el corazón.
— Pedro, despierta. Despierta, por favor —digo con calma acariciándole la piel sudorosa del hombro con los dedos.
Abre los ojos como platos y levanta las manos para tocarme la cara. Cuando se sienta y me atrae hacia su regazo, noto que está desorientado. No me resisto. No podría.
Permanecemos unos segundos en silencio mientras reposa con la cabeza contra mi pecho.
—¿Cada cuánto? —me duele el corazón de las ganas que tengo de estar con él.
—Sólo una vez por semana, más o menos. Ahora tomo unas pastillas para eso, pero en noches como la de hoy, se me ha pasado la hora de tomármelas.
—Lo siento.
Me obligo a olvidar que llevamos meses sin vernos. No pienso en que hemos vuelto a tocarnos. Me da igual. Nunca le daré la espalda cuando necesite consuelo, sean cuales sean las circunstancias.
—Tranquila. Estoy bien. —Inspira contra mi cuello y me rodea la cintura con los brazos—. Perdona que te haya despertado.
—Tranquilo. —Me recuesto contra el respaldo del sofá.
—Te he echado de menos. —Bosteza y me atrae contra su pecho. Se tumba y me lleva consigo. Lo dejo hacer.
—Yo a ti también.
Siento sus labios en mi frente y me estremezco. Me deleito en la calidez y en lo familiar de su boca contra mi piel. No comprendo cómo puede resultarme tan fácil, tan natural, volver a estar entre los brazos de Pedro.
—Me encanta que sea tan real —susurra—. Nunca dejará de ser así, nunca se nos pasará, y lo sabes, ¿verdad?
Intentando agarrarme a un clavo ardiendo, busco algo de lógica.
—Ahora nuestras vidas son muy distintas —replico.
—Sigo esperando que te des cuenta, eso es todo.
—¿De qué tengo que darme cuenta? —pregunto.
Cuando no contesta, levanto la vista y veo que ha cerrado los ojos y tiene la boca entreabierta, en sueños.
Me despierto con el silbido de la cafetera en la cocina. Lo primero que veo cuando abro los ojos es la cara de Pedro, y no sé cómo me siento al respecto.
Separo mi cuerpo del suyo, retiro sus manos de mi cintura y a duras penas me pongo de pie. Landon sale de la cocina con una taza de café en la mano y una sonrisa inconfundible en el rostro.
—¿Qué? —le pregunto estirando los brazos.
No he compartido una cama ni un sofá con nadie desde Pedro. Una noche, Robert se quedó a dormir porque se había dejado las llaves en casa, pero él durmió en el sofá y yo en mi cama.
—Naaaaaaada. —Landon sonríe aún más e intenta disimularlo llevándose la taza de café humeante a la boca.
Lo miro mal, intento no sonreír y entonces voy a mi cuarto a recoger el móvil. Me entra el pánico al ver que ya son las once y media. No he dormido hasta tan tarde desde que me vine a vivir aquí, y ahora no tengo tiempo ni para darme una ducha rápida antes de ir a trabajar.
Me sirvo una taza de café y la meto en el congelador para que se enfríe mientras me cepillo los dientes, me lavo la cara y me visto. Me he aficionado al café con hielo, pero odio pagar la burrada que piden por él en las cafeterías simplemente por echarle un cubito al café. El mío sabe casi igual. Landon opina lo mismo.
Pedro sigue durmiendo cuando me marcho, y de repente me veo junto a él, a punto de darle un beso de despedida. Por suerte, Landon entra en el salón en el momento oportuno y me impide hacer una tontería.
«¡Pero ¿a mí qué me pasa?!»
El camino al trabajo está plagado de pensamientos sobre Pedro: lo que sentí al dormir entre sus brazos, lo agradable que ha sido despertarse con la cabeza en su pecho. Estoy confusa, como siempre que lo veo, y encima tengo que darme prisa para no llegar tarde al restaurante.
Cuando estoy ante el vestuario, Robert ya está allí y me abre la taquilla en cuanto me ve aparecer.
—Llego tarde —digo—. ¿Alguien se ha dado cuenta? —Meto mi bolso en la taquilla a toda velocidad y la cierro.
—No. Sólo llegas cinco minutos tarde. ¿Qué tal anoche? —Sus ojos azules brillan con una curiosidad poco disimulada.
Me encojo de hombros.
—Estuvo bien. —Sé lo que Robert siente por mí y no es justo que le hable de Pedro, ni siquiera aunque él me pregunte.
—¿Bien? —Sonríe.
—Mejor de lo que esperaba. —Voy a seguir con las respuestas cortas.
—No pasa nada, Pau. Sé lo que sientes por él. —Me toca el hombro—. Lo sé desde la primera vez que te vi.
Me estoy poniendo sensiblera y desearía que Robert no fuera tan majo y que Pedro no hubiera venido a pasar el fin de semana a Nueva York. Sin embargo, enseguida me arrepiento de esto último y me gustaría que pudiera quedarse más tiempo. Robert no hace más preguntas y estamos tan liados en el trabajo que no tengo tiempo de pensar en nada que no sea servir comida y bebida hasta la una de la madrugada. Incluso los descansos se me pasan sin enterarme, me dan el tiempo justo para engullir un plato de albóndigas con queso.
Cuando llega la hora de cerrar, soy la última en salir. Le aseguro a Robert que estaré bien aunque él se marche pronto para ir de copas con los demás camareros. Tengo la impresión de que, cuando salga del restaurante, me encontraré a Pedro esperándome en la puerta.
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