Divina

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martes, 12 de enero de 2016

After 0 Pedraula

Pedraula

Nueva York está pasando uno de los veranos más calurosos de la historia cuando Pau tiene a Ciro. Es martes, el día en que sale a la venta mi última novela, y Pau y yo estamos tirados en la alfombra, mirando el ventilador de techo que instalamos la semana pasada.
No hacemos más que redecorar nuestro pequeño apartamento como locos. Sabemos que no vamos a vivir aquí siempre, y aun así no paramos de invertir en él. Por impulso, decidimos redecorar por completo la habitación del niño cuando éste sólo tenía ocho semanas, y ha resultado ser una tarea mucho más compleja de lo que creíamos. Por culpa de la renovación, la cuna de Ciro está en nuestro dormitorio, a los pies de la cama. Lo encuentro abarrotado y feo, como si fuéramos refugiados en un barco enano que han decidido cederle a su hija de cinco años, Olivia, el camarote principal mientras ellos se instalan en el bote salvavidas.

A Pau le encanta.

Hay noches en las que se queda dormida con los pies en la cabecera, cogida de la mano del bebé mientras ambos duermen. La mitad de las veces le muerdo la oreja o le doy un masaje en los hombros para que se despierte y se acueste en la posición correcta. Las demás noches me abrazo a sus piernas y dormimos así. Pero tengo que tocarla. Por las mañanas siempre se despierta a mi lado y me muerde la oreja o me frota las lumbares.

Me siento como un anciano. Me duele la espalda porque escribo con muy mala postura: sentado en el sofá o a lo indio en el suelo, con el portátil sobre el regazo.
Pau señala el ventilador de techo.

—Está torcido. Deberíamos volver a pintar.

En este momento, la habitación del bebé está pintada de amarillo pastel, un tono neutro para chico o para chica. Queríamos que fuera un color claro, hemos aprendido que es un error (y un tostón) dar por sentado que a las niñas les gusta el rosa algodón de azúcar. De ese color pintamos su habitación antes de que naciera nuestra hija, pero en cuanto Olivia descubrió que no le gustaba el rosa nos costó tres tardes, y tres capas de pintura verde, cubrirlo. Aprendimos la lección, y Pau aprendió de mí un par de tacos nuevos. El amarillo pastel era el color de moda, y todos sabemos que he de seguir las últimas tendencias y complacer a mi señora. También es porque resultará fácil pintar encima de ese color el día que Ciro empiece a expresar sus preferencias.

La habitación del bebé contiene distintos tonos de amarillo. No sabía que hubiera tantos tonos de amarillo o que pudieran llevarse tan mal. Todos proceden de las visitas de Pau a IKEA y a Pottery Barn. Juro que va por lo menos tres veces a la semana. Encuentra toda clase de tonterías que adora y las abraza contra su pecho y exclama: «Esta almohada decorativa es taaaaaaaan suave...» o «¡Es tan mono que me lo comería!». Y luego mete dicha tontería debajo de un cojín del sofá o de cualquier otro rincón de la habitación del bebé que no haya llenado ya.

El cuarto ha acabado siendo como una enorme bola de ondulantes rayos de sol en la que Pau no aguanta ni diez minutos sin marearse. Me hizo prometer que nunca más la dejaría volver a decorar una habitación, especialmente una de bebé. Y ahora quiere que vuelva a pintarla.

Lo que hago por esta mujer.

Y más que haría. Hago todo lo que puedo.

Una cosa que podría hacer por ella es conseguir que dejara más trabajo en la oficina, aunque para eso tendría que recurrir a la magia. Últimamente está agotada, y eso me pone malo. No quiere bajar el ritmo, pero yo sé lo mucho que le gusta su trabajo. Su carrera es su tercer hijo. Se deja la piel para conseguir las bodas más bonitas que uno pueda imaginar. Acaba de empezar en la industria, pero se le da de cine.

Cuando me habló de cambiar la dirección de su carrera estaba aterrorizada. No paraba de dar vueltas por la diminuta cocina. Yo acababa de poner el lavavajillas y de pintarle las uñas a Olivia. Creía haberlo hecho muy bien, pero Olivia hizo que Pau me despachara cuando declaré con orgullo que la chapuza que le había hecho en sus uñitas estaba bien, que el color rojo le daba un aire de haber matado a alguien.

No sabía que una hija mía pudiera ser tan delicada y tener tan poco sentido del humor.

—Quiero rechazar el ascenso en Vance y retomar los estudios —dijo Pau como si nada. O a mí me pareció que lo decía como si no tuviera importancia.

Olivia estaba sentada y en silencio, sin comprender el impacto que ese tipo de decisiones tienen en las vidas de la gente.

—¿De verdad? —pregunté mientras secaba un plato con un paño de cocina.

Pau se mordió el labio inferior y abrió mucho los ojos.

—Lo he estado pensando y, si no lo hago, me volveré loca.

A mí no hacía falta que me lo explicara. Todos necesitamos un cambio de vez en cuando. Incluso yo me aburro entre libro y libro, y a Pau se le ocurrió que fuera profesor sustituto dos o tres días al mes en Valsar, el colegio donde estudia Olivia y en el que trabaja Landon. Cierto, dimití al cabo de tres días, pero fue una experiencia entretenida y gané puntos con mi chica.

Como siempre, animé a Pau a hacer lo que quería. Deseaba que fuera feliz y no necesitábamos el dinero. Yo acababa de firmar un nuevo contrato con Vance, el tercero en dos años. El dinero de After fue directo a una cuenta para los niños. Bueno, después de comprarle a Pau una pulsera de charms: la antigua no estaba hecha para durar. Se había desgastado con el paso del tiempo, pero Pau conservó los amuletos y le encantó ver que podía colgárselos a la nueva, podía cambiarlos para variar, podía quitar y poner a su gusto. A mí me parecía una chorrada, pero a ella la hacía muy feliz.

A la mañana siguiente Pau se sentó a hablar con Vance y, con mucha educación, rechazó el ascenso. Al volver a casa se pasó una hora llorando. Yo sabía que se sentiría culpable por dejar su empleo, pero se le pasaría pronto. Era consciente de que Kim y Vance la animarían a mantenerse firme en su decisión durante las dos últimas semanas que trabajó en la editorial. Cuando consiguió su primer cliente como organizadora de bodas gritó de felicidad, y la vi más viva que nunca. Aún no sabía por qué la muy loca seguía conmigo pese a todas las gilipolleces que había hecho de joven, pero me alegré mucho de que no me dejara sólo por tener el privilegio de verla tan ilusionada. Por descontado, Pau bordó la primera boda y empezaron a lloverle recomendaciones. A los pocos meses ya tenía dos empleados. Me sentía muy orgulloso de ella y ella estaba muy orgullosa de sí misma. En retrospectiva, no tenía nada de que preocuparse. Pau es una de esas personas repelentes que tocan un montón de mierda y lo convierten en oro.

Es básicamente lo que hizo conmigo.


Trabajaba sin parar y se estaba matando a trabajar otra vez después de dar a luz a Ciro.
Le doy un achuchón.

—Necesitas una noche libre. Te estás quedando dormida delante del ordenador, mirando el ventilador de techo.

Me clava un codo juguetón en la cadera.

—Estoy bien. Tú eres el que apenas duerme de noche —me susurra en el cuello.

Sé que tiene razón, pero tengo fechas de entrega que cumplir y me faltan horas. Además, cuando se me atasca un párrafo, le doy vueltas sin parar y no me deja dormir. Aun así, detesto que se haya dado cuenta de que ando falto de sueño porque siempre se preocupa más por mí que por ella.

—Lo digo en serio. Necesitas descansar. Todavía te estás recuperando de haber traído al mundo a ese monstruito —digo deslizando la mano bajo su blusa y acariciándole el vientre.

Tuerce el gesto.

—Déjame —gruñe intentando zafarse de mis manos.

No me gusta nada lo insegura que se siente desde que tuvo a nuestro hijo. El nacimiento de Ciro fue mucho más duro con su cuerpo que el de Olivia, pero yo la encuentro más sexi que nunca. Odio que mis caricias la incomoden.

—Nena... —Retiro la mano pero sólo para poder apoyarme en el codo. La miro y meneo la cabeza.

Pau me hace callar tapándome la boca con dos dedos y sonríe.

—Me sé esa parte de la novela: es cuando me sueltas el discurso del buen marido acerca de cómo me he ganado mis cicatrices, que me hacen todavía más bonita de lo que ya era —dice con aire teatral.

Siempre ha sido una sabelotodo.

—No, Pau. Es cuando te demuestro cómo me siento cuando te miro.

Le cojo el pecho con la mano y aprieto lo justo para que entre en ignición, para que su cuerpo empiece a precalentar para recibir al mío. Jadea sin darse ni cuenta y gime cuando encuentro un pezón bien duro y lo pellizco por debajo de la ropa. Ha perdido. Yo lo sé y ella también. Acepta su derrota sin condiciones y me apresuro a reaccionar. Rápidamente, mis manos encuentran las perneras de sus pantalones cortos y se cuelan bajo la tela. Como imaginaba, ya ha mojado las bragas. Me encanta notar cómo chorrea, y me muero por saborearla en mi boca. Saco los dedos y me los llevo a los labios. Pau gime, se lleva mi dedo índice a la boca y lo chupa.

Mierda, esta mujer acabará conmigo.

Me mira fijamente a los ojos y mordisquea la punta de mis dedos. Presiono mi cuerpo contra el suyo para que sienta lo dura que me la ha puesto con su pequeño festival del mordisco. A continuación, tiro de la cinturilla de sus pantalones cortos de algodón y se los bajo. Me quiere ya, me necesita ya. Le lamo el cuello y ella me agarra la polla con firmeza. Está tan desesperada como yo, y me desnuda en un abrir y cerrar los ojos. Para cuando se encarama sobre mí, sólo llevo puestos los calcetines. Las inseguridades de Pau parecen desvanecerse cuando deja descender su cuerpo sobre el mío y sus labios húmedos engullen mi piel dura. Su cálida lengua traza círculos en la punta y se gana una gotita. El ritmo de su boca es constante, me devora hasta el fondo y jadeo su nombre. Me tumbo en el suelo y le cojo las tetas. Las tiene enormes de dar el pecho (es el único cambio que le gusta), y yo no voy a quejarme por tener más teta con la que jugar.

—Joder, me encantan tus peras —le digo mientras su boca sube y baja.

Pau me abraza, succiona cada vez más fuerte, y la presión aumenta en mi abdomen. 

Hundo las manos en su pelo y ella me suelta, me mira a los ojos y se relame. Se apoya en los codos y acerca su pecho a mi entrepierna. Jadeo como un perro que espera una caricia de su amo después de haberse pasado todo el día encerrado en una jaula. Pau junta sus hermosos melones y desliza mi polla entre ellos. Basta con que lo haga tres veces para que me corra en su piel. Mientras recobro el aliento, ella se pasa la lengua por los labios y me sonríe tímidamente, con las mejillas ruborizadas por cómo su cuerpo responde a darme placer.

Se levanta, se mira las tetas y dice:

—Necesito darme una ducha.

Jadeante, cojo la camiseta negra y la llevo hasta su pecho, pero ella me aparta la mano, me mira mal y empieza a andar hacia la puerta. Con el paso de los años, cada vez le gusta menos que limpie fluidos corporales con mis camisetas. Por lo visto, no es apropiado y para eso están las toallas, me dice siempre.

La sigo al baño y tomo nota mental de devolverle el favor en la ducha.


Sus tetas están espectaculares contra la mampara de cristal. El espejo de la pared del baño es lo mejor que tiene este apartamento.

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