Divina

Divina

martes, 5 de enero de 2016

After 0 Natalie


NATALIE

Cuando conoció a esa chica de ojos azules y cabello oscuro supo que estaba ahí para ponerlo a prueba de un modo distinto. Era buena, el alma más noble que había conocido hasta el momento..., y estaba perdidamente enamorada de él.

Sacó a la pobre ingenua de su vida perfecta y la arrastró hasta un mundo oscuro y sórdido para después abandonarla a su suerte en aquel ambiente que le era completamente ajeno. Su crueldad hizo de ella una marginada. Primero la repudió su iglesia y después su familia. Las críticas eran duras, los rumores se extendían de beata en beata, y su familia no se portó mucho mejor. Se quedó sola, y cometió el error de confiar en que él era más de lo que era capaz de ser.

Lo que le hizo a esa chica fue la gota que colmó el vaso para su madre, de modo que lo envió a Estados Unidos, al estado de Washington, con su supuesto padre. Su manera de tratar a Natalie lo exilió de su Londres natal. Al final había conseguido que la soledad que había sentido todo ese tiempo se hiciera realidad.

Hoy los bancos de la iglesia están repletos de feligreses que han acudido a rezar en esta calurosa tarde de julio. Todas las semanas viene la misma gente, y conozco los nombres y los apellidos de todos ellos.

Mi familia y yo vivimos como reyes aquí, en una de las ciudades más pequeñas de Jesús.
Mi hermana pequeña, Cecily, está sentada a mi lado en primera fila, tirando con sus deditos de unas astillas del viejo banco de madera. Acaban de concederle una subvención a nuestra parroquia para renovar parte de los interiores, y nuestro grupo de juventudes ha estado ayudando a recoger materiales donados por la comunidad. Esta semana, nuestra misión es conseguir pintura para pintar los bancos. Me he pasado la tarde yendo de una ferretería a otra pidiendo donaciones. Como para subrayar el fracaso que siento con respecto a esa tarea, oigo un leve chasquido y, cuando me vuelvo, veo que Cecily ha arrancado un trocito de madera de su asiento. Tiene las uñas pintadas de rosa, a juego con el lazo que luce en su cabello castaño oscuro, pero ¡madre mía, qué destructiva es!

—Cecily, arreglaremos los bancos la semana que viene. Estate quieta. —Le cojo sus manos con suavidad y hace pucheritos—. ¿Quieres ayudarnos a pintarlos para que vuelvan a estar bonitos? Le sonrío; ella me responde con su adorable sonrisa mellada y asiente con la cabeza. Sus rizos rebotan con cada uno de sus movimientos, para orgullo de mi madre, que se los ha hecho con la plancha esta mañana. El pastor casi ha terminado con el sermón, y mis padres están cogidos de la mano mirando hacia el frente de la pequeña iglesia. El sudor se ha estado acumulando en mi cuello y sus pegajosas gotas descienden por mi espalda mientras oigo de fondo sus palabras sobre el pecado y el sufrimiento.

Hace tanto calor aquí dentro que el maquillaje de mi madre empieza a relucir en su garganta y a correrse alrededor de sus ojos. Sin embargo, ésta debería ser nuestra última semana de padecer sin el aire acondicionado. O, al menos, eso espero; de lo contrario, hasta es posible que finja estar enferma para evitar este horno.

Cuando termina la misa, mi madre se levanta para hablar con la mujer del pastor. La admira mucho, demasiado, diría yo. Pauline, la primera dama de nuestra iglesia, es una señora dura y muy poco empática, de modo que entiendo por qué a mi madre le llama tanto la atención.

Saludo a Thomas con la mano, el único chico de mi edad de las juventudes. Me devuelve el saludo mientras sigue la fila de personas que salen de la iglesia con toda su familia. Lista para respirar un poco de aire fresco, me levanto y me seco las manos en mi vestido azul pastel.

—¿Puedes llevar a Cecily al coche? —me pregunta mi padre con una sonrisa cómplice.

Se dispone a intentar que mi madre deje de parlotear, como todos los domingos. Es una de esas mujeres que siguen hablando y hablando después de haberse despedido unas tres veces.

No me parezco a ella en ese sentido. En eso he salido a mi padre, cuyas escasas palabras suelen estar cargadas de un enorme significado. Y sé que mi padre se siente orgulloso de las cosas que he heredado de él, desde su discreto comportamiento hasta nuestros rasgos más evidentes: el pelo oscuro, los ojos azul pálido y la altura. O, más bien, la falta de ella. 

Apenas medimos un metro sesenta y siete, aunque él es ligeramente más alto que yo. Mamá siempre bromea con que Cecily nos pasará en cuanto cumpla los diez.
Asiento y cojo a mi hermana de la mano. Camina más rápido que yo, y el entusiasmo de la juventud la hace apresurarse entre el pequeño grupo de feligreses. Quiero tirar de ella para que espere, pero se vuelve hacia mí ofreciéndome la mejor de sus sonrisas y no puedo evitar seguirla.

Echamos a correr por la escalera hasta el patio. Cecily esquiva a una pareja de ancianos, y me echo a reír cuando da un gritito, a punto de chocar con Tyler Kenton, el chico más travieso de la parroquia. El sol brilla, siento el aire denso en mis pulmones y corro cada vez más rápido, siguiéndola, hasta que tropieza y cae sobre el césped. Me arrodillo para comprobar que está bien, me inclino sobre ella y le aparto el pelo de la cara. En sus ojos, las lágrimas amenazan con brotar, y el labio inferior le tiembla con violencia.

—El vestido... —Se palpa el vestido blanco mirando las verdes manchas de césped en la tela—. ¡Se ha estropeado! —exclama, y se cubre el rostro con las manitas sucias.
Se las aparto y se las coloco sobre su regazo. Sonrío y le digo con voz suave:

—No se ha estropeado. Se puede lavar, cariño.

Paso el dedo pulgar por su párpado inferior para secarle una lágrima que pretendía descender por su mejilla. Ella se sorbe los mocos, dudando si creerme o no.

—Pasa muchas veces; a mí me ha pasado por lo menos treinta veces —le garantizo, aunque es mentira.

Las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba y se esfuerza por no sonreír.

—No es verdad —responde a mi mentirijilla.

La abrazo y tiro de ella para levantarla. Echo un vistazo a sus pálidas extremidades para asegurarme de que no tiene nada. Está intacta. Continúo rodeándola con el brazo mientras caminamos por el patio de la iglesia en dirección al aparcamiento. Mis padres se aproximan desde esa dirección.

Él por fin ha conseguido cortar los chismorreos de mi madre.

Durante el trayecto a casa, me acomodo en el asiento trasero con Cecily y dibujamos pequeñas mariposas en su cuaderno de colorear favorito mientras mi padre habla con mi madre sobre el problema que hemos tenido últimamente con un mapache que hurga en nuestro contenedor de la basura. Mi padre deja el coche en marcha cuando estaciona en el acceso. Cecily me da un besito rápido en la mejilla y sale del vehículo. Yo también salgo, abrazo a mi madre y recibo un beso de mi padre antes de ocupar el asiento del conductor. 
Mi padre me mira.

—Ve con cuidado, bichito. Con el día tan bueno que hace hoy, hay mucha gente por ahí —dice haciendo visera con la mano para cubrirse los ojos entornados por la luz.

Es el día más soleado que hemos tenido en Hampstead desde hace tiempo. Ha hecho calor, pero sol no. Asiento y le prometo que estaré bien.

Espero a salir del barrio para cambiar la emisora de radio. Subo el volumen y canto todas las canciones que ponen de camino al centro de la ciudad. Mi objetivo es conseguir que las tres tiendas que voy a visitar donen tres cubos de pintura cada una. Me conformo con que donen uno, pero mi objetivo es que sean tres para que haya suficiente para pintarlo todo bien.

La primera tienda, Mark’s Paint and Supply, es famosa por ser la más barata de la ciudad. Mark, el propietario, goza de muy buena reputación, y tengo muchas ganas de conocerlo. Estaciono en el parking, que está casi vacío. Aparte del mío, sólo hay un coche de estilo clásico pintado de rojo manzana de caramelo y un monovolumen. El edificio es viejo, compuesto de tablones de madera y yeso inestable. El cartel está torcido, y la «M» apenas se lee. La puerta de madera cruje al abrirse y hace sonar una campanilla. Un gato salta de una caja de cartón y aterriza a mis pies. Acaricio a la bola de pelo durante un instante y luego me dirijo al mostrador.

El interior de la tienda está tan descuidado como el exterior y, con todo lleno de trastos, en un principio no veo al chico que está de pie tras él. Su presencia me coge un poco por sorpresa. Es alto y de espalda ancha. Parece el típico que lleva años haciendo deporte.

—¿Mark...? —digo esforzándome por recordar su apellido.

Todo el mundo lo llama Mark a secas.

—Mark soy yo —replica una voz por detrás del chico atlético.

Me inclino un poco hacia un lado y veo a otro chico vestido todo de negro sentado en una silla. No es tan corpulento como el primero, pero la presencia que emana es mucho más imponente. Tiene el pelo oscuro, largo por los lados y con una especie de flequillo que le cae hacia un lado de la frente.

Sus brazos están repletos de tatuajes desperdigados aquí y allá en un mar de piel bronceada. Los tatuajes no me van mucho pero, en lugar de juzgarlo, en lo único que pienso es en lo moreno que está todo el mundo menos yo este verano.

—No le hagas caso. Soy yo —dice una tercera voz.

Me vuelvo hacia el otro lado del primer chico y descubro a un tercero de mediana estatura, de constitución delgada y con el pelo muy rapado.

—Bueno, soy Mark hijo. Si buscas a mi viejo, hoy no está.

Éste también tiene algunos tatuajes, aunque los suyos son más discretos que los del chico de cabello alborotado, y también lleva un piercing en la ceja. Me acuerdo de cuando dije en casa que quería hacerme un piercing en el ombligo y, a día de hoy, aún me río al recordar cómo se escandalizaron.

—Éste es el mejor de los dos Marks —interviene el chico del pelo alborotado con su voz profunda y grave.

Sonríe y, al hacerlo, dos preciosos hoyuelos se dibujan en sus mejillas.
Me río al imaginar que eso no es en absoluto verdad.

—Lo dudo mucho —bromeo.

Todos se echan a reír, y Mark hijo se acerca con una sonrisa en los labios.
El chico de la silla se levanta. Es tan alto que su presencia se intensifica todavía más. Se aproxima y me siento aún más pequeña a su lado. Su rostro es fuerte y atractivo, con un mentón afilado, unas pestañas oscuras y unas cejas pobladas. Tiene la nariz fina y los labios de un rosa claro. Me quedo mirándolo, y él a mí.

—¿Buscabas a mi padre por algo? —pregunta Mark.

Al ver que no respondo de inmediato, Mark y el atleta se nos quedan mirando.
Vuelvo en mí al instante y, algo avergonzada de que me hayan pillado mirando, inicio mi discurso:

—Vengo de la iglesia bautista de Hampstead y me preguntaba si os gustaría donarnos pintura o algunos materiales. Estamos remodelando la iglesia y necesitamos donativos...

Me detengo porque el chico encantador de los labios rosa empieza a susurrarles algo a sus amigos en una voz tan baja que no puedo oír lo que dice. Entonces paran, y todos me miran a la vez; tres sonrisas en fila.
Mark es el primero en hablar.

—Por supuesto que sí —dice.

Al sonreír me recuerda a una especie de felino, no sabría decir por qué. Le devuelvo la sonrisa y empiezo a darle las gracias.
Entonces se vuelve hacia su amigo, el del barco gigante tatuado en el bíceps.

—Pedro, ¿cuántas latas hay ahí?

«¿Pedro?» Qué nombre tan raro. No lo había oído nunca.

Las mangas de la camiseta negra del tal Pedro apenas le cubren la mitad del barco de madera. Es muy bonito: los detalles y las sombras están muy conseguidos. Cuando levanto la vista para mirarlo a la cara, me detengo un instante en sus labios y siento el calor que invade mis mejillas. Me está mirando directamente, observando cómo analizo su rostro. Veo que Mark y Pedro establecen contacto visual, pero no consigo distinguir lo que el primero le articula.

—¿Y si hacemos un trato? —dice Mark, señalando a Pedro con un gesto de la cabeza.
Esto promete ser interesante. El tal Pedro parece divertido; un poco raro, pero hasta el momento me gusta.

—¿Cuál?

Me enrosco las puntas del pelo en el dedo y espero. Pedro sigue mirándome. Es como si ocultara algo. Lo siento desde el otro lado de la pequeña tienda. Tengo mucha curiosidad por este chico que se está esforzando tanto en dar esa imagen de duro. Me horrorizo al preguntarme qué pensarían mis padres y cómo reaccionarían si apareciera en casa con él. 

Mi madre cree que los tatuajes los hace el demonio, pero no sé. No me apasionan, aunque considero que pueden ser una forma de autoexpresión y, sin duda, siempre hay belleza en algo así.
Mark se rasca el mentón imberbe.

—Si accedes a tener dos citas con mi amigo Pedro, aquí presente, te daré cuarenta litros de pintura.

Miro a Pedro, que me observa con una sonrisa maliciosa dibujada en las comisuras de sus labios. Qué labios tan bonitos tiene. Sus rasgos ligeramente femeninos lo hacen más atractivo que su ropa negra y su pelo revuelto. ¿Era eso lo que estaban susurrando? ¿Que le gusto a Pedro?

Mientras considero la proposición que me ha hecho, Mark sube la apuesta:

—De cualquier color. Con el acabado que quieras. A cuenta de la casa. Cuarenta litros.
Es un buen vendedor.

Chasqueo la lengua contra el paladar.

—Una cita —respondo.

Pedro se echa a reír. Su nuez se mueve con cada carcajada y sus hoyuelos aparecen de nuevo en sus mejillas. Vale, es muy muy sexi. No entiendo cómo no me he dado cuenta desde el primer momento. Estaba tan concentrada en conseguir la pintura que apenas me había fijado en lo verdes que son sus ojos bajo las luces fluorescentes de la tienda de pinturas.

—Que sea una cita, entonces. — Pedro se mete la mano en el bolsillo y Mark mira al caballero rapado.


Sintiéndome bastante victoriosa ante el éxito de mi pequeño regateo, sonrío y nombro los colores que necesito para los bancos, las paredes y la escalera y finjo no estar deseando que llegue el momento de mi encuentro con Pedro, el chico misterioso de pelo alborotado que es tan inocente y tímido que está dispuesto a intercambiar cuarenta litros de pintura por una cita.

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