Su vida estaba cambiando a tal velocidad que apenas
podía seguirle el ritmo. Era feliz... Por fin había descubierto el significado
de esa palabra. Los días pasaban volando, demasiado deprisa para que pudiera
darse cuenta de lo que ocurría. Cuando ella se abrió a él, entró sin dudarlo y
se hizo un hogar en su interior. Ella le regaló lo más profundo de su inocencia
y él lo tomó sabiendo que no le pertenecía, pero mentiría si dijera que no
deseaba que ella jamás se enterara de eso. La amaba y la estaba utilizando y
sabía con certeza cómo conciliar ambas cosas. La amaba y sabía que eso no
excusaba todos los errores que estaba cometiendo, uno detrás de otro, pero
esperaba poder disfrutar del tiempo que le quedara con ella y, a ser posible,
convencerla de que era merecedor de su perdón.
Estoy entrando en el
aparcamiento de la residencia de Pau y me pregunto cuál es mi plan. Lo tenía muy
claro cuando salí de casa. Iba a venir a su residencia, contárselo todo y suplicarle
que me perdonara. No era el mejor plan del mundo, pero era todo lo que se me ocurría.
Me reconcome la culpa, me retuerce por dentro, me ruega que me libre de ella.
Me aterra lo que sucederá cuando se lo cuente, pero mecere saberlo. Ha de
saberlo.
Sólo he bebido un poco.
Un par de tragos para calmar los nervios.
No puedo engañarla a
besos ni distraerla con caricias. En la zona del edificio B siempre hay plazas
vacías, y aparco en la que está más cerca de la acera. Su residencia me
recuerda a un antiguo bloque de apartamentos con muchas ventanas, pero el
ladrillo rojo oscuro le da un aire a institución siniestra.
Es el que los empleados
de la universidad supervisan menos. Lo sé muy bien: me han echado tanto del
edificio A como del D.
Le mando un mensaje
rápido a Steph para que no vuelva a la habitación si es que ha salido. Como al
cabo de un minuto no me ha respondido, bajo del coche y espero que no esté en
su cuarto. A continuación hay un mensaje de Pau en el que me desea buenas noches.
Debería haberle respondido.
¿Por qué soy tan
imbécil?
El pasillo está vacío
y, nervioso, me planto ante la puerta de la habitación B20 en vez de en la B22.
Tardo cinco minutos en darme cuenta de mi error. No sé si llamar o no.
No me
está esperando, pero estoy seguro de que está dentro. No, no debería llamar. No
hay razones para hacerlo. Me tiemblan las manos cuando giro el pomo. La puerta
de madera cruje cuando la abro y entro, rezando para no encontrarme con un
zapato en la cabeza o con una polla en la boca de Steph.
Mis ojos se acostumbran
a la oscuridad justo en el momento en que se enciende una lámpara.
—¿Qué haces? —pregunta Pau.
Está sentada, con los ojos entreabiertos para protegerlos de la luz.
Paso junto a la cama de
Steph y me detengo a treinta centímetros de la de ella.
—He venido a verte
—digo, y ahora que la veo algo cambia en mi interior, se tranquiliza.
Se vuelve para echarse
de lado con una mano apoyada en la cadera. Cuando se incorpora, los pies
descalzos cuelgan del borde del colchón y el pelo ondulado le cubre casi toda
la espalda. La camiseta de algodón que lleva puesta parece muy suave.
Quiero
tocar la tela que acaricia su piel. Quiero pasarle el pulgar por la frente y
apartarle el pelo de la cara. Necesito tocar el mohín de sus labios.
Frunce el ceño, las
cejas le tiran de la frente. Parece un gatito enfurruñado.
—¿Por qué? —pregunta con
voz aguda y llorona.
No sé qué hacer. Me
siento en la silla de su ordenado escritorio de madera. Tras unos instantes de
duda, contesto con sinceridad:
—Porque te echaba de
menos.
Veo en sus ojos enfado
e incredulidad cuando los pone en blanco. ¿Ella me habrá echado de menos? ¿La
consuelo cuando duerme como ella hace conmigo o la atormento en sueños? No
tengo ni idea.
Suspira y deja caer los
hombros.
—Entonces ¿por qué te
has ido?
Sus palabras son
dulces. Me tomo un momento para mirar bien la habitación. Tiene la cama revuelta,
cosa rara. El edredón está hecho un ovillo y una de las almohadas cuelga del
pequeño colchón. El lado de Steph está tan desastre como de costumbre, y tengo
que contener una carcajada cuando pienso en lo nerviosa que ese desorden debe
de poner a Pau. Me sorprende que no le limpie la habitación cuando su compañera
no está. Aunque, si no me equivoco, seguro que lo hace.
Me encojo de hombros y
ella se cruza de brazos.
«Tengo mucho que
contarte, Pau, por favor, por una vez, no hables...»
—Porque me estabas dando
la tabarra.
Resopla y patalea como
una niña pequeña.
—Vale. Voy a seguir
durmiendo. Estás borracho y es evidente que vas a volver a tratarme mal. —
Menea la cabeza y cierra los ojos.
El pecho me arde con su
rabia, y la mía me enciende los puños.
Intento convencerla de
que no la trato mal, de que sólo estoy ligeramente bebido y de que quería
verla. Trato desesperadamente de no sentarme en la cama con ella. Quiero que se
tumbe boca arriba y me deje tocarla. Sigo regalándole la oreja e intento
hacerla sonreír.
No se lo traga.
—Será mejor que te
vayas —replica.
Se acuesta dándome la
espalda y mirando a la pared. Es una mocosa cabezota. Es medio adorable y medio
odiosa. Si quiere comportarse como una cría, la trataré como si lo fuera.
—Venga, nena... No te
enfades conmigo. —Sus hombros se tensan y desearía poder verle la cara. Aunque
mi intención era pincharla, me gusta llamarla nena—. ¿Quieres que me vaya de
verdad? Ya sabes lo que pasa cuando no duermo contigo. —Espero que mi
vulnerabilidad la conmueva. Suspira con gesto dramático y contengo la
respiración. No quiero irme. No quiero que quiera que me marche.
—Bien. Quédate. Yo me
voy a dormir. —No se da la vuelta. Me pregunto si me llevaría un bofetón por
tumbarme a su lado o por cogerla del hombro y volverla hacia mí.
No me importa que
duerma, pero preferiría poder disfrutar de su compañía. Lo tenía medio planeado
cuando he venido y ahora está fuera de cuestión. Está enfadada, si le suelto la
bomba no se conformará con palabras.
—¿Por qué? ¿No quieres
estar un rato conmigo? —le pregunto.
Una vez más, me dice
que soy un borde y un borracho. Le digo que no soy ninguna de las dos cosas y
que está actuando como una niña.
—Es muy borde decir eso
de alguien, sobre todo cuando lo único que he hecho ha sido preguntarte por tu
trabajo —replica.
Me duele la cabeza. No
hace más que volver a lo mismo.
—Dios, otra vez no.
Vamos, Pau, déjalo ya. No me apetece hablar del tema.
Me doy cuenta de que,
si se lo contara todo, la mayoría de nuestras dificultades desaparecerían. El
problema es que ella también se esfumaría.
—¿Por qué has bebido
esta noche? —me interroga.
Parecía buena idea.
Estaba tenso y triste y me era imposible pensar con claridad. Que el aliento me
huela a alcohol resta importancia a mis confesiones, las hace menos ofensivas.
Puedo soltar bobadas de borracho y, si se escandaliza, negarlo todo a la mañana
siguiente.
Joder, no puedo parar
de mentir.
—Yo... No lo sé... Me
apetecía tomarme una copa... o varias. Deja de estar enfadada conmigo, por
favor... Te quiero.
La quiero de verdad y
necesito estar junto a ella. Detesto que se enfade conmigo pero, de un modo
enfermizo, el hecho de que se preocupe por mí me reconforta.
Se le está pasando el
cabreo bastante deprisa.
—No estoy enfadada
contigo, sólo es que no quiero que nuestra relación vaya hacia atrás. No me
gusta cuando la pagas conmigo sin motivo y desapareces. Si estás enfadado por
algo, quiero que me lo digas y lo hablemos.
«¿De qué va ahora? ¿De
psiquiatra?» Tardo un momento en darme cuenta de que me está hablando como si
estuviéramos saliendo juntos. Ni de lejos somos una pareja al uso. Se pone a
hablar de comunicación cuando lo único que hace es dar media vuelta en la cama
y no dirigirme la palabra. He estado dejándome el pellejo por esta chica y ni
con eso le basta. Estoy intentando ser razonable, no permitir que me cabree,
pero es muy difícil con alguien como Pau, que me toca todas las teclas.
—No te gusta no tenerlo
todo bajo control —contraataco.
No puedo creer que me
esté dando consejos sobre cómo vivir mi vida. Como si ella lo supiera todo, que
es lo que se cree.
—¿Perdona? —Le tiembla
la voz. Se incorpora y apoya los codos en las rodillas. Le digo que es muy
controladora. Lo niega.
Me pregunta si tengo
algún otro insulto guardado en la manga y le pido que se venga a vivir conmigo.
Se queda tan pasmada como imaginaba que se quedaría. Estoy aquí con ella,
sorprendido de que mi boca haya elegido precisamente este momento para sacar el
tema. Estudia mi cara con detenimiento, como si estuviera memorizando lo que le
digo sobre el sitio. Está emocionada, lo noto. Pero no está del todo segura y
no lo disimula muy bien. Le demostraré que no tiene nada que temer. Puedo
seguir portándome mejor por ella y hacerla feliz. Sé que puedo. La energía
entre nosotros ha cambiado por completo. Se está mordiendo el interior del
labio, provocándome, y yo no puedo esperar más a vivir con ella.
El huracán de verdades
que flota sobre nuestras cabezas, haciendo remolinos y cogiendo fuerza, se
desplomará sobre nosotros en cualquier momento. Finjo que estamos en una novela
y que me perdonará igual que Elizabeth perdonó a Darcy. Si fuéramos palabras en
una página, volvería a mis brazos por muy graves que fueran mis errores, igual
que Catherine. Anhelaría la aventura que aporto a su vida y a mí me sería
imposible separarme de ella, igual que Daisy. El desastre no nos afectará si
estamos a salvo en nuestro propio mundo, en nuestro propio apartamento, en
nuestra propia novela. Ese lugar será una fortaleza, no una prisión, le prometo
en silencio. Las palabras mueren en mi lengua y me vuelvo hacia ella otra vez.
Me mira con los ojos brillantes, llenos de controlada emoción.
—¿Qué me dices? ¿Te
vienes a vivir conmigo?
«Di que sí. Di que sí,
por favor.»
Pau mueve los hombros
hacia adelante y hacia atrás para aliviar la tensión y veo un tirante de sujetador de color
rosa. Creía que toda su ropa interior era de algodón blanco o de algodón negro.
Mantengo la
mirada fija en su hombro, esperando a que el tirante vuelva a asomar.
—Jesús, un
paso detrás de otro. De momento voy a dejar de estar enfadada contigo —me dice;
es su versión de llegar a un acuerdo—. Ahora ven a la cama.
Se tumba
sobre el colchón y con la mano me indica que me eche a su lado. De repente soy
feliz como un cachorro cuyo dueño lo deja subirse a la cama. Me desabrocho los
vaqueros, me los quito y los tiro sobre un montón de libros de texto que hay
junto a la cama de Steph. Miro a Pau, que sólo tiene ojos para mi camiseta y me
está diciendo sin hablar que me la quite. La fina camiseta de algodón que lleva
es bastante sexi, pero no hay nada como verla con la mía puesta. Me encanta que
duerma con ellas.
Me la quito
y la dejo delante de ella. Me regala una sonrisa preciosa y se dispone a
sacarse la suya. Su piel suave es muy sexi, así como el modo en que su estómago
se curva bajo sus generosos pechos. Casi se me salen los ojos de las órbitas
cuando veo el sostén de encaje. Estoy acostumbrado a que un sujetador de
algodón sin forma le contenga las tetas, no a un push-up de encaje.
—Joder —se
me escapa sin querer—. ¿Qué llevas puesto?
La chica es
sexi a más no poder y no es consciente de serlo. Le arden las mejillas, rojo grana.
—Me he
comprado ropa interior nueva —responde en un susurro.
Le da
vergüenza a pesar de que parece una diosa con el pelo rubio, las piernas suaves
y los labios carnosos listos para recibir a mi polla...
Me pregunto
de inmediato qué más se habrá comprado hoy y si me sería muy difícil
convencerla de
que se lo pruebe todo para mí, como un pequeño espectáculo privado.
Nunca me había puesto tanto una
mujer. Es tan absolutamente sexual sin pretenderlo y no tiene ni idea de la
cantidad de mujeres que darían lo que fuera por ser como ella, por tener unas
curvas así de sexis.—Ya lo veo... Joder.
Pau menea la cabeza.
—Eso ya lo has dicho.
Pero le encanta oírlo. Florece con mis cumplidos, lo cual es muy muy satisfactorio. Me alucina que no se vea como es en realidad. Le repito lo guapa que está y sonríe más. No puedo apartar la vista de sus tetas, que amenazan con reventar las copas, y no puedo evitar que mi polla intente escapar de mi bóxer. Pau lo está mirando, está mirando el bulto de mi polla erecta contra la tela de algodón negro.
Con ojos hambrientos, se relame el labio superior y lo muerde suavemente. Me dice algo pero no sabría decir qué ni aunque mi vida dependiera de ello.
—Mmm... —Estoy de acuerdo con lo que sea que esté diciendo.
No puedo pensar en nada salvo en que su cuerpo está llamando al mío. Es como si estuviera hecho para mí. Apoyo mi peso en la rodilla y me tumbo sobre Pau, apresando su boca húmeda y carnosa con la mía. Su lengua es como el terciopelo y el whisky, suave y dura, y acaricia la mía, atravesándome y sanándome a la vez. Estoy jugando con fuego.
Camino sobre una línea muy fina pero he desarrollado un talento especial para el funambulismo. Si acepta vivir conmigo, verá que estoy listo para ser mejor persona por ella.
Verá que un error no importa gran cosa comparado con lo mucho que la quiero, comparado con lo mucho que puedo significar para ella.
Su boca se muere por la mía. Es una experta en esto: su lengua se mueve con la mía, y con cada uno de sus sonidos que me trago me enamoro más de ella. Hundo la mano en sus suaves cabellos, desesperado por sentirla aún más cerca. Aprieto mi cuerpo contra el suyo, mi polla necesita fricción antes de entrar en combustión. El alivio que me recorre el cuerpo cuando me restriego contra ella me aterra. Controla mi mente y mi cuerpo y no sé qué hará con ellos.
Me recuesto sobre un codo para admirar su belleza. Ahora su boca es rosa oscuro, y mentalmente repaso un libro entero de cosas que me muero por hacerle. Con la otra mano acaricio el encaje rosa pálido que cruza su pecho; la delgada tela apenas puede contenerla.
Con paciencia y toda la dulzura del mundo, mis dedos ascienden por la copa, bajo el tirante, y hundo los dedos bajo la tela para sentir sus pezones duros como guijarros. Es el puto cielo.
—No consigo decidir si quiero que te dejes esto puesto...
Podría pasarme todas las horas de todos los días aquí tumbado, con ella esperando mis caricias. Aplico una mínima presión a sus pezones y gime sorprendida. Quiero sus tetas desnudas en mis manos.
—Va, fuera —gruño. Estoy cachondo e impaciente y, cuando arquea la espalda para que le desabroche los pequeños corchetes, casi me corro en los calzoncillos. Cojo sus tetas con la mano, levantándolas y dejándolas caer para admirar la perfección con la que se mueven. Tiene unas tetas perfectas, es mi fetiche viviente—. ¿Qué quieres hacer, Pau? Quiero hacerle de todo. Quiero hacerle cosas que nunca he hecho y experimentar cosas de mi pasado como si fuera la primera vez.
—Ya te lo dije —protesta empujando su pecho contra mi mano. Esta rarita es una calentorra.
¿Estamos preparados? ¿Está preparada? Creo que lo está. Está jadeando, y la entrepierna de sus bragas brilla a la luz de la lámpara. Mi mano desciende por su vientre hacia el bajo de encaje. Trato de controlarme, pero gime mi nombre y necesito que emita más de mis sonidos favoritos. Joder, me tiene comiendo de su mano.
Mis dedos llegan a su coño y tamborileo suavemente sobre el montículo hinchado. Hay que ver cómo ha mojado las bragas. Su dulce aroma se respira en el aire, y quiero saborearla. Le meto los dedos hasta los nudillos. Grita, y sus jadeos calan en mí mientras me abraza para contener su cuerpo tembloroso. A mis dedos les falta espacio, está prieta, y jadea cada vez que se los meto. Las manos de Pau encuentran enloquecidas mi polla, la miden con la mano, la estrujan y la acarician a través del bóxer.
—¿Estás segura? —le pregunto.
Necesito que esté absolutamente segura. Necesito que sea tan perfecto para ella como lo será para mí.
Pau tarda un momento en darse cuenta de que le estoy hablando a ella. Tiene la boca abierta y la mirada salvaje.
—Sí, estoy segura. ¡No le des más vueltas!
Agacho la cabeza y me río contra su cuello. La ironía me mata. Normalmente es ella quien le da vueltas a todo. Pero esta vez soy yo. Estoy tan cerca de tenerla, y la estúpida Apuesta va a estropearlo. La culpa que siento desde que empecé a enamorarme de ella es superior a mí. Se está librando una batalla campal en mi interior: el chico bueno que ama a la chica buena y el chico malo con demasiadas taras para ser capaz de amar a nadie se baten en un duelo con espadas. Cada uno quiere una cosa de la princesa. El chico malo cae derribado a tierra.
—Te quiero, lo sabes, ¿verdad? —digo en su boca.
¿Será capaz de notar el sabor de mi pánico?
Si lo ha notado, no lo demuestra.
—Sí... —Me besa, lentamente, con dulzura—. Te quiero, Pedro.
Sus piernas tiemblan levemente, como si su cuerpo no pudiera soportar el placer de mis dedos entrando y saliendo de su apretado interior. Me espera suplicante mientras invaden mi mente imágenes de su cuerpo retorciéndose bajo el mío cuando rasgue su piel y la haga mía. No hasta que ella dé el primer paso... Es una frontera que voy a respetar. Mi boca se cierra sobre su cuello para hacerla mía de otro modo. Chupo la fina piel y siento el calor de la sangre que corre bajo la superficie. Es mía.
—Pedro..., voy a... —jadea cuando la dejo vacía.
Es como una fruta madura lista para que la devoren. De repente, soy un hombre hambriento.
Necesito comérmela. Retrocedo sobre la cama, le quito las bragas y le separo las piernas. Es un aroma dulce, embriagador. Nunca he sentido nada parecido al hambre que ruge en mi interior. Mis labios trazan a besos un sendero por su vientre. Está empapada. No puedo evitar soplar y deleitarme con sus gemidos. La levanto por las nalgas. Allá voy.
Su sabor inunda mis sentidos y mi lengua reparte lametones arriba y abajo. Con cada gemido, mis lametones son más fuertes, más precisos, y se agarra a las sábanas con todas sus fuerzas para no gritar.
—Dime lo mucho que te gusta —digo asegurándome de echarle el aliento con cada palabra. No puede ni hablar.
—Me...
La chupo y la lamo hasta que tiembla y gime sin parar.
Quiero darle el empujoncito que necesita.
—Eso es, nena. Córrete para mí. Necesito sentirlo en la lengua.
Obedece. Alcanza el orgasmo y me emborracho de ella. Ya no tengo sed de licor, ahora tengo sed de poder.
Asciendo por su cuerpo, mi polla late contra su vientre, y la beso. Sale de su estado de satisfacción y me besa apasionadamente. Está lista para recibirme. Estoy impresionado.
—¿Estás...? —pregunto para asegurarme.
Asiente con frenesí y empuja las caderas contra las mías.
—Calla... Sí, estoy segura —me suplica.
Me clava las uñas en la espalda y se apodera de mi boca de nuevo. Sus labios chupan, su lengua se abre paso entre los míos. Vuelvo a emborracharme. Me baja el bóxer por el culo y las piernas, y la sensación de estar desnudo y duro contra su piel me enloquece.
Necesito estar dentro de ella. He de hacer mío su cuerpo.
Esto lo cambiará todo. Ninguno de los dos volverá a ser el mismo. Ya no será una chica inocente, será una mujer con una vida sexual. Tendrá que marcar la casilla de persona sexualmente activa cuando vaya al médico. Un día se casará y tendrá que decirle al tipo que folló conmigo. Cuando hable de sus experiencias sexuales pasadas, sólo podrá hablar de mí. Siento una culpabilidad inmensa y una satisfacción extrema. Es una experiencia liberadora pero aterradora a la vez.
—Pau, yo... —Tengo que decírselo. Me está partiendo el cuerpo en dos.
—Calla... —susurra. No sabe lo que dice.
Siento el peso de mi cuerpo sobre el suyo, encajan a la perfección. La miro a la cara, intentando guardar este momento para siempre.
—Pero, Pau, tengo que contarte...
—Calla ya, Pedro, por favor.
Me lo está suplicando. Sus ojos son todo amor y emoción. Mi vida está cambiando y, ahora mismo, voy a darle la vuelta a todo. Toma el control antes de que pueda decir una palabra y aprieta los labios contra mi boca. Su mano envuelve mi polla dura y me masturba, provocándome y haciéndome callar. Cojo una rápida bocanada de aire cuando, con una pasada del pulgar, limpia la gota que brilla en la punta.
—Si vuelves a hacer eso, me corro —protesto. Quiero sentir las delicadas yemas de sus dedos en la punta de mi nabo, incitándome, haciéndome suplicar.
Pero, más que nada, siento la imperiosa necesidad de enterrarme dentro de ella. Ya.
Imagino que no tiene condones y me avergüenzo un poco de llevar siempre uno en la cartera, pero yo nunca follo sin condón.
Pau observa desde la cama cómo recojo los vaqueros del suelo y rebusco en los bolsillos. Me siento como un pervertido de esos que siempre llevan un chubasquero en la cartera en previsión de echar un polvo.
Pero se me olvida con una sola mirada a los ojos hambrientos de ella. Vuelvo a la cama, condón en mano. Espero un segundo para que me lo arrebate de las manos, pero no lo hace. Joder, seguro que sólo los ha visto en clase de educación sexual.
—¿Estás...? —No sé cómo preguntarle si quiere intentar ponérmelo ella. A algunas les gusta, a otras no.
Levanta la voz.
—Si me lo preguntas otra vez, te mato. La creo.
Me decido por la segunda opción, que es saborear este momento mientras la tengo. Meneo la cabeza y agito el condón delante de sus narices.
—Iba a preguntarte si quieres ayudarme a ponérmelo o lo hago yo solo...
Yo acabaría antes, seguro.
Pau parece nerviosa y se muerde el labio. Mi polla se muere por ella. Siento la tentación de follármela a pelo.
Y he de recordarme que eso sería una estupidez.
—Ah. Me gustaría hacerlo yo, pero... vas a tener que enseñarme cómo se hace.
Es muy tímida y sexi a rabiar. Sus tetas grandes, llenas y redondas me distraen. Tengo que meterle prisa.
—Bien —accedo.
Pau se acerca y se sienta con las piernas cruzadas. Me alegra poder enseñarle cómo se hace, pero no estoy al cien por cien en el mundo real: me imagino ya encima de ella, metiéndome en su interior. Me imagino cómo gime y jadea y cómo se agarra a mi espalda y a mis brazos. Me imagino que me pide más, que se corre y que ya es mía.
—No ha estado mal para una virgen y un borracho —bromea Pau cuando está hecho y ya llevo el condón puesto.
Le recuerdo que no estoy borracho y que esa boquita insolente me ha despejado.
—Y ¿ahora qué? —pregunta sin poder contenerse.
Guío su mano hasta mi polla.
—¿Me tienes ganas? —pregunto.
Asiente.
—Yo también te tengo ganas —digo. Me estoy muriendo. Nunca he tenido tantas ganas de nada.
Sigue meneándomela, la tiene en la mano. Me coloco entre sus piernas y las abro con la rodilla. De nuevo tiene el coño brillante y empapado por mí.
—Estás muy mojada, eso lo hará más fácil.
Puedo olerla. Su cuerpo es muy agradecido y eso me vuelve loco. La beso en la boca, salpicando con mis labios traviesos las comisuras, su nariz y otra vez su boca. Pau me abraza y respiro hondo cuando se aprieta contra mí. Rozo su humedad y casi explota. Es muy impaciente y se pega a mí.
Se lo advierto:
—Despacio, nena. Tenemos que ir despacio. —La beso en la sien. No quiero hacerle daño. No lo haría si no tuviera que hacerlo—. Al principio te va a doler. Si quieres que pare, dímelo. Lo digo en serio.
La miro fijamente. Tiene las pupilas dilatadas, las mejillas encendidas y el pelo revuelto sobre la almohada.
—Vale.
Traga saliva nerviosa. La observo y le recuerdo en silencio lo mucho que la quiero, que la necesito y que la deseo. Con un hondo suspiro encuentro lo que busco y entro con delicadeza. Noto lo apretada que está cada centímetro que avanzo y me detengo cuando cierra los ojos con fuerza.
—¿Estás bien? —pregunto sin aliento.
Asiente, pero está apretando los labios. Está tan caliente, tan prieta a mi alrededor...
—¡Joder! —gimo cuando ella jadea y me aprieta otra vez—. ¿Puedo moverme?
Joder, necesito moverme. Sabía que iba a ser como estar en el cielo, pero no me imaginaba que el puto cielo iba a ser así de divino.
Pau respira hondo un par de veces antes de contestar.
—Sí...
Me da permiso.
Voy despacio, no quiero hacerle daño. Siento que no se agarra ya tan fuerte a mis brazos y que se relaja con cada beso que le dispenso. Su cuello, su preciosa boca, su nariz. Amo hasta el último milímetro de su cuerpo. De mi cuerpo.
Le repito lo mucho que la quiero mientras entro y salgo lentamente de ella. Sigue con los ojos cerrados pero no da muestras de estar incómoda. Cuando pasan veinte segundos y noto que su cuerpo no responde, me detengo.
—¿Quieres...? Joder... ¿Quieres que pare?
Niega con la cabeza y vuelvo a cerrar los ojos. Me imagino cada centímetro de ella debajo de mí. Su piel suave, su cuerpo conformándose al mío. Es mía, ahora y para siempre, incluso cuando nos hayamos levantado de la cama. Mantengo el ritmo y ella no me suelta.
Noto que el corazón me late en el pecho, que vuelve a la vida a medida que me acerco al borde del abismo. Nunca antes había sentido nada con el sexo.
Me siento vivo y brillante y, cuando miro a mi amor, ella me devuelve la mirada con una admiración radiante y ahora sé que, de alguna manera, todo acabará bien.
La fortaleza de Pau me sorprende una vez más cuando una lágrima cae silenciosa sobre la almohada. La beso para borrarla y la alabo como se merece:
—Lo estás haciendo muy bien, nena. Te quiero mucho.
Hundo los dedos en su pelo y lamo el sudor que baña la piel de su cuello.
—Te quiero, Pedro —afirma ella. No me hace falta nada más. Ya estoy.
La beso en la boca, le chupo los labios y la lengua con una voracidad insaciable.
—Voy a correrme, nena. ¿Te parece bien? —Mi espina dorsal está que arde, el sudor resplandece en su piel, estamos enloquecidos.
Pau asiente, me anima a que me derrame en su interior. En este momento detesto la barrera que nos separa. Quiero colmarla, quiero hacerla mía de todas las maneras posibles.
Me chupa el cuello y me tenso. Mi cuerpo cede al placer y mascullo su nombre con los dientes apretados mientras alcanzo el clímax. Me desplomo sobre su pecho, sin aliento, y ella me acaricia perezosamente la piel. Ahora todo ha cambiado. Lo he cambiado todo entre nosotros. La reconforto e ignoro la presión de la verdad que intenta escapar y que amenaza con quemarme vivo. Mientras la reconforto, rezo a quien me esté escuchando para que mi mundo no sea reducido a cenizas.
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