Divina

Divina

martes, 12 de enero de 2016

After 0 Landon

LANDON

Odiaba al chico perfecto incluso antes de conocerlo. Cuando su padre le dijo que iba a tener un hermano, esperaba que la noticia lo hiciera feliz. Esperaba que de repente le importaran la familia, las cenas y la bollería para llevarse bien con el nuevo hijo de su padre.

Cuando conoció a este otro chico su odio no hizo más que acrecentarse. Sabía que sólo lo detestaba por celos, pero no podía evitarlo. No sabía hablar de deportes ni de deportistas, como el nuevo hijo de su padre, ni era capaz de encandilar a todos los comensales, como el hijo nuevo de su padre. Sabía que no podía competir con el chico pero, a medida que su vida cambiaba, se dio cuenta de que tampoco hacía falta. Luchó duro, muy duro, para guardar las distancias con el Hijo Predilecto, que al final se convertiría en su mejor amigo.


Todos los días, las tres primeras cosas que me vienen a la cabeza son:

«No está tan masificado como creía».

«Espero que Pau salga pronto del trabajo para que podamos pasar un rato juntos.»

«Echo de menos a mi madre.»

Sí, estoy en segundo de la universidad, en Nueva York, pero mi madre es una de mis mejores amigas.

Añoro mi hogar. Aunque me ayuda que Pau esté aquí; ella es lo más parecido a una familia que tengo.

Sé que lo hacen todos los universitarios: se van de casa y se mueren de ganas de perder de vista su ciudad natal. A mí eso no me sucede. A mí me gustaba mi casa, aunque no me hubiera criado en ella. Cuando me matriculé en la Universidad de Nueva York tenía un plan, sólo que la cosa no salió como yo esperaba. Me trasladé aquí para empezar mi vida con Dakota, mi novia del instituto. No tenía ni idea de que ella fuera a cambiar de opinión y a decidir que prefería pasar su primer año en la universidad soltera.

Me destrozó. Aún no estoy bien del todo, pero quiero que sea feliz, aunque sea sin mí.
En septiembre aquí hace un frío que pela, pero no llueve apenas en comparación con Washington.

Ya es algo.

De camino al trabajo, miro el móvil. Lo hago como cincuenta veces al día. Mi madre está embarazada, voy a tener una hermanita, y quiero estar al tanto de las novedades para poder coger el primer avión si pasa cualquier cosa y así poder estar allí con ella. Por ahora, lo único que me envía son fotos de las cosas tan increíbles que prepara en la cocina.

Ni una emergencia, pero hay que ver cómo echo de menos su comida.

En la calle no hay tanta gente como imaginaba. Estoy esperando en un paso de cebra, rodeado de extraños; casi todo son turistas con enormes cámaras colgando del cuello. Me río para mis adentros cuando un adolescente saca un iPad gigante para hacerse un selfie. Nunca entenderé lo de los selfies.

Cuando el semáforo se pone en ámbar y los peatones podemos cruzar, subo el volumen de los auriculares.

Aquí siempre llevo los auriculares puestos. La ciudad es mucho más ruidosa de lo que yo me esperaba y me ayuda tener algo que bloquea parte del ruido y añade un toque de color a los sonidos que aun así me llegan.

Hoy toca Hozier.

Llevo los cascos puestos incluso mientras trabajo (al menos en una oreja, con la otra escucho a los clientes que me piden café). Me distraigo mirando a dos hombres que van vestidos de pirata y se gritan el uno al otro. Entro en la cafetería y me tropiezo con Aiden, 
el compañero de trabajo que peor me cae.

Es alto, mucho más alto que yo. El pelo rubio platino le da un aire a Draco Malfoy y me da repelús. Además de parecerse a Draco, a veces es un poco maleducado.

Conmigo es amable, pero veo cómo mira a las universitarias que vienen a Grind. Se 
comporta como si la cafetería fuera un club, y no un sitio donde sólo se sirve café.

Les sonríe a todas, coquetea y las hace reír con su «arrebatadora» mirada. Es repelente. Encima, no es tan guapo. Aunque a lo mejor, si fuera mejor persona, me lo parecería.

—Mira por dónde vas —masculla dándome una palmada en el hombro como si estuviéramos paseando por un campo de fútbol vestidos con camisetas a juego.

Hoy empieza pronto a tocarme las narices.

Me olvido del asunto, me pongo el delantal amarillo y miro el móvil otra vez. Después de fichar busco a Posey, la chica a la que tengo que formar durante un par de semanas. Es simpática. Tímida pero muy trabajadora, eso me gusta. Se toma la galleta que le regalamos todos los días durante el período de formación como un incentivo para estar un poco más contenta durante el turno de trabajo.

Casi todos los novatos la rechazan, pero ella se ha comido una al día esta semana, cada día una distinta: chocolate, chocolate con nueces de macadamia, vainilla y una misteriosa de color verde que creo que es una especialidad local sin gluten.

—Hola —la saludo con una sonrisa mientras ella está apoyada en la máquina de hacer hielo.

Lleva el pelo detrás de las orejas y está leyendo la etiqueta de uno de los paquetes de café molido.
Alza la vista, me saluda con una sonrisa rápida y sigue leyendo.

—No entiendo cómo pueden cobrar quince dólares por un paquete de café tan pequeño como éste —dice lanzándome la bolsa.

La atrapo al vuelo y casi se me resbala de entre los dedos, pero la sujeto con fuerza.

— Podemos —la corrijo con una sonrisa, y dejo el paquete en el expositor—. Eso es lo que cobramos.

—No llevo trabajando aquí lo suficiente para usar la primera persona del plural —replica. 

Se saca una goma de la muñeca y levanta sus rizos cobrizos en el aire. Tiene mucho pelo y se lo recoge pulcramente con la goma. Luego me hace un gesto para indicarme que está lista para trabajar.

Posey me sigue a la sala y espera junto a la caja. Esta semana está aprendiendo a tomar las comandas de los clientes. La semana que viene empezará a prepararlas. A mí lo que más me gusta es coger comandas porque puedo hablar con los clientes en vez de quemarme los dedos con la máquina de café, como me pasa siempre.

Estoy preparando mi zona de trabajo cuando suena la campanilla de la puerta. Miro a Posey para ver si está lista. Lo está, sonriente y dispuesta para recibir a los adictos a la cafeína de esta mañana.

Dos chicas se acercan a la barra cacareando como gallinas. Una de las voces se me clava en el alma: es Dakota. Va vestida con un sujetador deportivo, pantalón corto y ancho y zapatillas de colores chillones. Habrá salido a correr, no se pondría eso para una clase de baile. Para bailar prefiere maillot y pantalones cortos ajustados. Estaría igual de guapa. 

Siempre está preciosa. Lleva varias semanas sin aparecer por aquí y me sorprende volver a verla. Me pone nervioso. Me tiemblan las manos y estoy pulsando la pantalla del ordenador sin motivo. Su amiga Maggy me ve primero, toca a Dakota en el hombro y ésta se vuelve hacia mí con una enorme sonrisa en la cara.

Una fina capa de sudor le cubre el cuerpo y lleva los rizos negros recogidos en un moño despeinado.

—Esperaba encontrarte aquí. —Nos saluda con la mano primero a mí y luego a Posey. 

«¿Ah, sí?» No sé cómo tomármelo. Sé que acordamos ser amigos, pero no sé si esto no es más que una conversación cordial o algo más.

—Hola, Landon. —Maggy también me saluda con la mano.

Les sonrío a las dos y les pregunto qué van a tomar.

—Café helado con extra de nata —dicen ambas al unísono. Van vestidas casi igual, sólo que Maggy es prácticamente invisible al lado del cutis radiante de color caramelo y los ojos brillantes y marrones de Dakota.

Entro en piloto automático. Cojo dos vasos de plástico y los lleno de hielo de una sola palada, luego añado el café de una jarra que ya tenemos preparada. Dakota me observa, puedo sentir su mirada. Por alguna razón me incomoda, así que cuando noto que Posey también me está mirando, me doy cuenta de que podría (de que debería) explicarle qué demonios estoy haciendo.

—Simplemente hay que servirlo después de poner el hielo. Los del turno de noche lo preparan el día antes para que se enfríe y no derrita el hielo —digo.

No es en absoluto complicado, y me siento un poco tonto explicándolo delante de Dakota. 

No es que nos llevemos mal, sólo es que ya no estamos juntos a todas horas. Está en Nueva York, una ciudad nueva donde ha hecho nuevas amistades, y yo he cumplido mi promesa y seguimos siendo amigos. La conozco desde hace años y siempre será muy importante para mí. Fue mi segunda novia pero la primera relación de verdad que he tenido hasta ahora. He estado viendo a So, una mujer tres años mayor que yo, aunque sólo somos amigos. Se ha portado muy bien con Pau y la ha ayudado a conseguir trabajo en el restaurante en el que trabaja.

—¿Dakota? —La voz de Aiden ahoga la mía cuando empiezo a preguntarles si prefieren que la nata sea montada, que es la que me gusta echarle a mí al café.

Confundido, observo cómo Aiden alarga el brazo y coge la mano de Dakota. Ella la levanta y, con una enorme sonrisa, hace una pirueta delante de él.
Entonces me mira de reojo y se aleja un poco de él.

—No tenía ni idea de que trabajaras aquí —dice en tono neutro.

Miro a Posey para intentar no escuchar lo que dicen y finjo que estoy mirando el horario que está colgado de la pared que tiene detrás. Sus amistades no son asunto mío.

—Creo que te lo dije anoche —replica Aiden, y toso para que nadie se dé cuenta del sonido que he emitido.

Por suerte, sólo Posey parece haberlo notado. Hace todo lo posible por no sonreír.

No miro a Dakota pese a que percibo que está incómoda. Como respuesta a Aiden, se ríe. Es la misma risa que cuando abrió el regalo que le hizo mi abuela las Navidades pasadas. Una risa encantadora... Dakota hizo feliz a mi abuela al reírse del horrible pez cantarín pegado a un tocón de madera de imitación. Cuando vuelve a reírse sé que está incómoda a más no poder. Para que la situación no sea tan rara, le paso los dos cafés con una sonrisa y le digo que espero volver a verla pronto.

Antes de que pueda responder, sonrío de nuevo, me voy a la trastienda y subo el volumen de los cascos.

Aguardo a que suene otra vez la campanilla de la puerta, así sabré que Dakota y Maggy se han ido. Entonces me doy cuenta de que no oiré nada porque tengo muy alta la repetición del partido de hockey de ayer. Sólo llevo un casco puesto, pero la multitud grita y aplaude mucho más alto de lo que suena la campanilla de metal. Vuelvo a la sala; Posey pone los ojos en blanco mientras Aiden le explica cómo se prepara la crema de leche para el café. 
Aún parece más raro con el pelo rubio platino envuelto en una nube de vapor.

—Dice que son compañeros de clase en la academia de danza —me susurra Posey cuando me acerco.

Me quedo de piedra y miro a Aiden, que no se ha dado cuenta de nada de tan enfrascado como está en su maravilloso mundo.

—¿Se lo has preguntado? —digo impresionado y a la vez preocupado por la respuesta que haya dado a otras preguntas acerca de Dakota.

Posey asiente y coge una taza de metal que está para enjuagar. La sigo al fregadero y ella abre el grifo.

—He visto cómo te has puesto cuando la ha cogido de la mano. Así que le he preguntado qué hay entre ellos.

Se encoge de hombros y sus rizos se mueven con ella.

Tiene las pecas más imperceptibles que he visto, repartidas entre las mejillas y el puente de la nariz. La boca grande, con los labios carnosos, y es casi tan alta como yo. De eso me di cuenta el tercer día que la vi, cuando imagino que despertó mi interés durante un segundo.

—Salíamos juntos —le confieso a mi nueva amiga, y le doy un paño para que seque la taza.

—No creo que estén juntos. Hay que estar loca para salir con un Slytherin.

—¿Tú también lo has notado? —pregunto.

Cojo una galleta de menta y pistacho y se la ofrezco.


Ella sonríe, toma la galleta y, para cuando he terminado de cerrar el bote, ya casi se la ha comido entera.

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