Cuando ella empezó a presionarlo con etiquetas y pruebas de compromiso, le entró el pánico. Se sintió como un animal salvaje arrinconado y atrapado. Su jaula era la honestidad, y ella amenazaba con encerrarlo sin llave. No podía perderla, pero cada día se le hacía más difícil conservarla. Ella le había dado la vuelta a la situación, y cuestionaba cosas que él pensaba que jamás entendería. Cuando ella quería más, lo exigía, y no aceptaba otra cosa más que un sí por respuesta, pero cuando él quería más, ella se resistía, excusa tras excusa.
—Esto no funcionaría, Pedro, somos muy diferentes. Y, para empezar, tú no buscas una relación, ¿recuerdas? —me suelta.
Se aleja de mí y espero que no intente marcharse de la casa de mi padre. Es como si sólo habláramos del futuro. De casarnos, de vivir juntos, de romper, de no romper. Ella siente la necesidad de planear toda su vida, pero yo no. A estas alturas, todo el mundo sabe que no soporto muy bien esa clase de presión. Y, a pesar de todo, Pau sigue presionándome para que me convierta en mejor persona por ella.
—No somos tan diferentes, nos gustan las mismas cosas; a los dos nos apasiona leer, por ejemplo —le digo.
Siempre intento defenderme ante ella.
—Tú no buscas una relación —dice imitándome de manera burlona.
—Lo sé, pero podríamos... ¿ser amigos?
«¿Amigos? Venga ya, Pedro.»
Veo la frustración reflejada en su mirada.
—Tú mismo dijiste que no podíamos ser amigos. Y no quiero ser amiga tuya, sé lo que quieres decir con eso. Quieres todas las ventajas de un novio sin tener que comprometerte.
Suelto su cuerpo y me tambaleo, pero pronto recupero el equilibrio.
—¿Qué tiene eso de malo? ¿Por qué necesitas una etiqueta?
Agradezco el espacio que nos separa y el aire fresco sin olor a whisky.
—Porque, aunque últimamente no lo he demostrado, tengo amor propio. No pienso ser tu juguete, y menos si eso implica que me trates como un trapo. —Exasperada, eleva los brazos en el aire—. Y, además, ya estoy con alguien, Pedro.
¿Está usando a ese tío como excusa? ¡Venga ya! ¿A quién pretende engañar?
—Sí, pero mira dónde estás ahora —digo con frialdad.
Está utilizando a su novio para provocarme y luego se queja de que yo haga lo mismo con Molly.
Está midiendo las cosas con un doble rasero, y el alcohol hace que todo parezca peor de lo que es.
Soy lo bastante inteligente como para ser consciente de eso, pero lo bastante tonto como para no dejar de comportarme como un gilipollas. Y también estoy lo bastante borracho como para que no me importe nada una mierda. He destrozado el salón de mi padre.
Como una fiera, se pone a la defensiva y me enseña los dientes:
—Yo lo quiero, y él me quiere a mí.
Sus palabras se me clavan en el pecho. La última toca hueso. Me aparto de ella y me doy contra la silla. Maldita sea mi puta falta de equilibrio.
—No me digas eso. —Levanto la mano como si mi gesto pudiera protegerme de sus palabras.
Ella no lo retira; está muy cabreada, y piensa ir directa a la yugular.
—Sólo dices esas cosas porque estás borracho; mañana volverás a odiarme.
¿A odiarla? ¿Odiarla? Como si eso fuera posible.
Retrocedo frustrado e intento concentrarme en lo verdes que son los árboles aquí gracias a la lluvia.
—No te odio —digo por fin—. Si eres capaz de mirarme a los ojos y decirme que quieres que te deje en paz y que no vuelva a hablarte nunca, lo haré. —No quiero que pronuncie esas palabras, me mataría oírlas, pero si de verdad es lo que desea, que me aleje de ella, lo haré—. Te juro que desde hoy mismo no volveré a acercarme a ti. Sólo tienes que decirlo.
Trato de imaginar mi vida sin ella; se llevaría consigo todo el color que he estado intentando darle.
Antes de que responda, continúo:
—Dímelo, Pau. Dime que no quieres volver a verme nunca.
No puedo ni pensarlo. Me aproximo más a ella y acaricio la piel desnuda de sus brazos. Se le eriza el vello y sus labios se separan.
Me inclino sobre ella y le susurro:
—Dime que no quieres volver a sentir mi tacto. —La cojo del cuello y deslizo las puntas de los dedos a lo largo de su clavícula.
Prácticamente está jadeando, incapaz de hablar. Me inclino todavía más, dejando sólo un centímetro de espacio entre su rostro y el mío. Siento la electricidad que recorre su piel; su leve zumbido nos distrae a ambos.
—Dime que no quieres que vuelva a besarte... —susurro, y se estremece—. Dímelo, Paula —la insto a pronunciar las palabras que no quiero oír saliendo de sus labios.
Apenas la oigo cuando musita mi nombre, pero siento su aliento contra mis labios.
—No puedes resistirte a mí, Pau, del mismo modo que yo no puedo resistirme a ti. —Parece que vacila, pero no se horroriza ante mi afirmación—. Quédate conmigo esta noche —le pido pegado a sus labios.
Ella aparta los ojos de los míos, mira hacia la casa y se separa. Me vuelvo para ver qué ha provocado esa reacción en ella. No veo nada. Dice que tiene que irse. No, no puede irse. No estoy preparado para quedarme solo en esta casa todavía. No puedo creer que vaya a quedarme aquí.
—Joder —farfullo, y me paso la mano por el pelo—. Por favor, quédate. Quédate conmigo sólo esta noche, y si por la mañana decides que no quieres volver a verme... Por favor, quédate. Te lo estoy suplicando, y yo no suplico, Paula.
No he suplicado nada a nadie en toda mi vida. ¿Es el
alcohol o es ella la que me trastorna tanto? No lo tengo claro.
Pau asiente, y sus ojos brillan bajo la luz.
—Y ¿qué voy a decirle a Noah? —Noto una puñalada en
el costado cuando su nombre me recuerda que sólo es mía temporalmente. Necesito
más tiempo con ella—. Me está esperando, y yo tengo su coche —me explica.
¿Lo ha dejado solo en su cuarto? ¿Por mí?
No sé qué pensar de todo esto. ¿Han roto? ¿Sabe él
que ella está aquí conmigo? ¿Sabe el tipo cómo me llamo? Me saca de quicio no
saber hasta qué punto está emocionalmente unida a él. Steph no me ha contado
una mierda, y
Pau menos todavía.
¿Tanto le preocupa lo que su novio pueda pensar? Me
quedo observando la parte trasera de la casa. La verde enredadera está
apoderándose de la pared de ladrillo. Las luces son muy brillantes.
Supongo que acaba de caer en la cuenta de lo que ha
hecho.
—Dile que tienes que quedarte porque... No sé. No le
digas nada. ¿Qué es lo peor que puede hacer?
Tengo curiosidad por saber por qué Noah parece
ejercer control sobre ella. Suspira, y empieza a soplar. Parece preocupada de
verdad. ¿Qué puede pasar?, ¿que se chive a su mamaíta de ella? Tiene dieciocho
años, por si no lo sabía.
—Además, probablemente ya esté durmiendo —añado.
Es verdad, aún está sometido al toque de queda del
instituto.
Pau niega con la cabeza y me apoyo contra la
barandilla de madera de la terraza.
—No, no tiene manera de volver a su hotel.
¿A su hotel? ¿El tío se queda un puto hotel? ¿Ya es
lo bastante mayor como para reservar una habitación solito?
—¿Su hotel? ¿Es que no se queda a dormir contigo?
—Estoy flipando.
—No, ha reservado una habitación en un hotel
cercano.
Pau fija la vista en el suelo de madera y juguetea
con los pies. Se siente incómoda.
—Y ¿tú te quedas allí con él?
—No, él duerme allí —responde con un hilo de voz,
con vergüenza—, y yo en mi habitación. No me jodas. ¿De verdad le gusta Pau?
¿Le gustan las mujeres? Venga ya, ¿no ha visto cómo está?
—¿Seguro que es hetero? —No puedo evitar la
pregunta.
No puede serlo. A menos que le esté poniendo los
cuernos, lo que sería una putada, pero ayudaría tremendamente a mi causa.
Aunque ella le está haciendo lo mismo a él.
Pau abre la boca horrorizada.
—¡Por supuesto que sí!
No entiendo que no le parezca raro que su novio no
quiera dormir con ella.
—Perdona, pero es que hay algo que no me cuadra. Si
fueras mía, no sería capaz de mantenerme alejado de ti. Te follaría a cada
ocasión que tuviera.
Es la verdad. La despertaría todas las mañanas con
el rostro sumergido entre sus muslos. La haría enloquecer cada noche y la haría
gritar mi nombre.
Ella se pone colorada y aparta la mirada. Me encanta
el modo en que le afectan mis palabras. La oscuridad me está dando dolor de
cabeza. Los árboles se mueven demasiado, y sus troncos se mecen de manera
antinatural. Además, quiero estar dentro, a solas con ella. Y más después de la
nochecita que he tenido.
Me vuelvo hacia Pau y no puedo apartar los ojos de
sus labios entreabiertos.
—Vayamos adentro. Los árboles no paran de
balancearse, y creo que eso es un indicio de que he bebido demasiado.
Ella mira hacia la casa y de nuevo a mí.
—¿Vas a dormir aquí?
Asiento y la cojo de la mano. Ella también va a
quedarse. Aún no puedo creer que vaya a quedarme en casa de Ken después de todo
lo que me ha hecho.
—Sí, y tú también. Vamos. —La cojo de la mano antes
de que pueda resistirse de nuevo.
Entramos en la casa y ella intenta soltarse
caminando más rápido que yo. Doy un paso más largo cuando pasamos por la
cocina.
Parte del desastre sigue en el suelo. Muchos de los
fragmentos de porcelana sobresalen ahora del cubo de la basura, y la mayor
parte de los cristales ya se han barrido. Bien, que lo recoja Landon. A fin de
cuentas, va a quedarse con mi padre. Lo cierto es que ya lo tiene. Ken Alfonso siempre ha sido de alguien o algo que no soy yo. Del whisky, de los bares, de
Karen, de Landon, de esta inmensa casa.
Abarca muchas cosas, pero en su vida no había sitio
para mí hasta hace un año, y ¿cree que voy a hacer como si nada? Y una mierda.
Agarro la mano de Pau con más fuerza conforme recorremos la casa y subimos la
escalera. Si no recuerdo mal, la habitación a la que vamos es la última del
pasillo superior. Joder, aquí hay un millón de puertas. Espero que no entremos
en el cuarto de Landon por error y nos lo encontremos pajeándose.
Por fin llegamos a la última puerta. Pau no ha
abierto la boca en todo este rato, pero no pasa nada. No quiero presionarla
demasiado, y yo sigo intentando dejar de pensar en el cabrón de mi donante de
esperma. La habitación que hay al otro lado de la puerta está a oscuras. Busco
a tientas el interruptor.
—¿Pedro? —susurra Pau en la penumbra.
La luz de la luna penetra a través de la cortina
ligeramente abierta. Suelto su mano y me adentro en el dormitorio. No consigo
encontrar el puto interruptor. Sigo pasando la mano por la pared, pero no doy
con él.
¿Dónde coño está?
Veo el contorno de una mesa y puede que el de una
lámpara al otro extremo del cuarto, así que avanzo a ciegas en esa dirección.
Me golpeo el dedo gordo del pie contra algo sólido y casi me caigo de bruces.
—¡Joder! —exclamo.
Seguro que no hay ni luz en la habitación; que Ken y
Karen sólo me estaban tomando el pelo.
Cuando alcanzo la mesa, palpo en busca de una
pantalla. ¡Bingo!
—Estoy aquí —le digo a Pau mientras tiro de la
cadenita.
La bombilla se enciende y, aunque se trata de una
lámpara pequeña, su sorprendente luminosidad me ciega. Parpadeo unas cuantas
veces y echo un vistazo al dormitorio. Mi dormitorio. El dormitorio que nunca
he usado. Nunca.
El cuarto me recuerda a las habitaciones de un
sofisticado hotel. Las paredes están pintadas de gris claro, con una moldura y
un rodapié blancos. Incluso la moqueta tiene esas líneas que quedan después de
haber pasado el aspirador. La cama, que está contra la pared trasera, es
asquerosamente grande y está repleta de cojines decorativos a la altura de la
cabecera de madera de cerezo. Una cama así de grande sólo sería necesaria en el
caso de que Pau estuviera tumbada desnuda en el centro del edredón gris oscuro.
Para mi desgracia, no es el caso. Está de pie junto a una mesa de escritorio a
juego con la cama que tiene un Mac nuevo encima. Son unos presuntuosos de
mierda.
Me froto el cuello con la mano.
—Éste es mi... cuarto. —No sé qué otra cosa decir.
Pau se muerde el labio inferior y pregunta:
—¿Tienes un cuarto aquí?
No lo siento como mío en absoluto, pero técnicamente
lo es. Ken me ha dicho mil veces que tengo una habitación aquí sólo para mí.
Como si fueran a impresionarme la cama con dosel o la gigantesca pantalla de
ordenador.
—Sí... Nunca he dormido aquí... hasta esta noche —explico algo
incómodo.
Espero que no me haga más preguntas, pero sé que sí
va a hacerlas.
A los pies de la cama hay un enorme baúl que imagino
sólo tiene un único propósito: almacenar la excesiva abundancia de cojines. Le
doy un uso más útil sentándome sobre él para quitarme las botas. Pau me
observa. Seguramente estará recopilando una lista de preguntas que hacer, como
la buena cotilla que es. Me quito los calcetines y los meto dentro de las
botas. Tengo unos cuantos cortes en el tobillo. Al parecer, algunas esquirlas
se me han metido dentro del calzado. De puta madre. Pau debe de haber
completado su lista. Se aproxima y abre la boca.
—Vaya, ¿y eso por qué?
Inspiro hondo y decido contestarle en lugar de
reprenderla por entrometida.
—Porque no quiero. Odio esta casa —respondo con honestidad.
Detesto este sitio. Detesto que mi cama en casa de
mi madre en Inglaterra tenga un colchón lleno de manchas y las mismas sábanas y
el mismo edredón que cuando era pequeño.
Mientras Pau procesa mi sincera respuesta y
confecciona su siguiente pregunta, me desabrocho los pantalones y me los bajo.
Su expresión pasa de ser distante a atenta y alerta en el momento en que me
pongo de pie en calzoncillos delante de ella.
—¿Qué estás haciendo?
—Desnudarme —digo enarcando mi ceja perforada.
Sé que le gusta hacer preguntas, pero ¿por qué hace
tantas tan innecesarias?
—Pero ¿por qué? —Mira hacia mi entrepierna.
Si está intentando ser disimulada y fingir que no
está pensando en mi polla en este mismo instante, está fracasando
estrepitosamente.
La miro a los ojos.
—No querrás que duerma con vaqueros y botas. —El
pelo me cae sobre la frente y me lo aparto con la mano.
—Ah —responde en voz baja.
Espero a que diga algo más, pero no lo hace. La miro
a los ojos mientras me quito la camiseta. Su mirada desciende desde mi cuello
hasta mi estómago, admirando cada línea de tinta negra. Se centra principalmente
en el árbol que tengo tatuado ahí. Me pregunto si le gusta o si esa parte de mí
le desagrada. Su insistente mirada me incomoda. No sé qué hacer mientras me inspecciona
en busca de daños. Allá donde pone la mirada, mi piel se eriza sin remedio. En
lugar de la ardiente sensación que describen en los libros, lo que yo siento es
el lento soplo de un aire gélido.
Pau continúa mirándome, concentrada todavía sólo en
mi cuerpo. La sorprendo lanzándole mi camiseta. Está demasiado abstraída
conmigo como para atraparla a tiempo. Me pregunto cómo puedo conseguir que se
desnude para poder inspeccionar su cuerpo, con la mirada fija en ella,
admirando cada milímetro, cada imperfección de la que se sienta insegura y que,
sin embargo, sea invisible a mis ojos. Ojalá supiera lo que está pensando.
Ojalá la conociera mejor. Me sorprendo deseando haberla conocido en otras
circunstancias. Podría haber sido la vecina que viene a casa a pedir cosas
prestadas, de ese modo podría haberle hecho todas las preguntas que quisiera.
Por ejemplo, por qué hace tantas preguntas, por qué arruga el entrecejo cuando
está confundida, o enfadada. También qué quiere hacer con su vida. O cómo se
sentiría si no volviera a verme jamás. Le preguntaría si podría hallar el
perdón y concedérmelo.
Pero esto es la vida real, y en la vida real soy un
desconocido para ella. Apenas sabe nada sobre mí, y si supiera la mitad de mis
cagadas, no tendría tanta curiosidad. Mis tatuajes, o su reacción frente a
ellos, dejarían de interesarle, y su respuesta a mi actitud pasaría de ser
sarcástica a venenosa. Tengo que ir con cuidado porque, si mi misterio
desaparece, ella también lo hará.
Joder, me estoy mareando con todo esto. Se me está
pasando el pedo y la cabeza empieza a darme por el culo. Necesito hacer algo
para relajar el ambiente.
—Póntela para dormir. Supongo que no querrás meterte
en la cama sólo en ropa interior. Aunque, por supuesto, a mí no me importaría en absoluto que lo hicieras.
—Dormiré con lo que
llevo puesto —dice con el tono menos convincente que he oído en mi vida. No
quiere dormir con esa falda voluminosa y su blusa ancha. Me gusta bastante esa
blusa; el color azul claro le resalta los ojos. Nunca había pensado algo así...
¿«Le resalta los ojos»? ¿Qué cojones significa eso?
Se me está subiendo a
la cabeza aún más que el whisky.
—Vale, como quieras; si
prefieres estar incómoda, adelante.
Me aproximo a la cama,
cojo el primer cojín y lo tiro al suelo. Mi gesto parece ofenderla. O igual
está ofendida porque estoy desnudo. No lo sé. Se acerca a los pies de la cama y
abre el baúl.
—No los tires al suelo.
Van aquí —me dice, como si yo no lo supiera.
¿Se cree que nunca he
visto este tipo de cojines? ¿Se cree que porque me crie con una madre soltera
no sé cómo guardar montones de cojines excesivamente caros en un baúl?
«No, Pedro, sólo
intenta ayudar...», me digo a mí mismo. Mi mente siempre tiende a pensar lo
peor de los demás, y detesto que así sea. Mis inseguridades se me están
comiendo vivo. Cojo otro cojín todavía más cursi y lo tiro sobre la moqueta.
Ella vuelve a gruñir, protesta y se agacha para recogerlo.
Mientras Pau juega a
hacer de chacha, retiro el edredón y me meto en la cama. Se nota que nunca ha dormido
nadie en ella. Es como tumbarse en las nubes. Es incluso mejor que la cama de
un hotel. Miro cómo Pau me observa mientras paso los brazos por detrás de la
cabeza. Siempre me está observando. Y yo a ella. Cruzo los tobillos al tiempo
que ella guarda el último cojín en el baúl y baja la tapa. Es una maníaca del
orden.
¿Se va a pasar toda la
noche ahí de pie? Preferiría que se despojara de esa ropa ancha y se metiera en
la cama conmigo.
—No irás a lloriquear
por tener que dormir en la cama conmigo, ¿verdad?
—No, la cama es lo
bastante grande para los dos. —Sonríe y finge no estar nerviosa, pero no para
de toquetearse las uñas.
Está juguetona. Me
encanta.
—Ésa es la Pau que a mí
me gusta —bromeo.
Abre un poco los ojos y
decido apartar de mi mente el motivo que la ha llevado a hacerlo. Esta noche
no. Ese pensamiento no va a llevarme a ninguna parte.
Con aire incómodo, Pau
se desprende de sus zapatos, se mete en la cama totalmente vestida y se queda
en una esquina, todo lo lejos de mí que puede. Se tumba y se me pasa por la
cabeza acercarme a ella, pero seguro que se cae del colchón del susto. Me entra
la risa al imaginarme la situación y ella se vuelve hacia mí.
—¿Qué te hace tanta
gracia? —Ya está haciendo otra vez eso que hace con las cejas. Joder, qué mona
es.
—Nada —miento.
No creo que confesarle
que me estaba imaginando que se daba un leñazo me ayudara mucho esta noche. No
obstante, no puedo evitar echarme a reír al verla hacer pucheros.
—¡Dímelo! —Mira hacia
arriba durante un segundo y saca el labio inferior a propósito.
A pesar de sus fingidos
pucheros, o quizá precisamente por ellos, sus labios son muy follables. Me
muero por sentir cómo absorben mi polla poco a poco. Me muerdo el piercing del
labio al imaginarme el movimiento de su cabeza mientras me la chupa. Siento el
metal frío en mi lengua caliente. Me pongo de lado para mirarla y le digo:
—Nunca has dormido con
un chico, ¿verdad?
En realidad, yo tampoco
he dormido en una cama con ninguna chica. Esas cosas no me iban. No sé si me
van ahora, aunque parece que sí.
Noto alivio cuando
responde:
—No.
Sonrío para demostrarle
lo que siento al ser el primer chico con el que va a dormir. Me encanta que
haya tantas cosas que reclamar en ella. En cierta manera, yo también tengo
muchas cosas que ofrecerle que no he hecho con nadie. Pau está tumbada frente a
mí, a tan sólo unos centímetros de distancia. Continúa con toda la ropa puesta,
y eso me está sacando de quicio. De repente, alarga la mano y acaricia el
hoyuelo de mi mejilla derecha. Es un gesto sencillo y tierno. Nadie, ni
siquiera mi madre, me había tocado la cara desde hacía por lo menos diez años.
Incluso follando, a veces beso a algunas chicas, pero no dejo que me acaricien.
La miro a los ojos y
advierto su expresión de pánico. Aparta la vista, pero la agarro de la mano y
vuelvo a colocársela en mi mejilla. Me gusta que me toque. Es agradable sentir
su tacto. Quiero que me toque por todas partes.
—No entiendo por qué
nadie te ha follado todavía; con toda esa planificación que haces, debes de
oponer una buena resistencia —la provoco.
Debe de haber algún
motivo para que tenga tan poca experiencia. No tiene ningún sentido que no haya
experimentado nada sin una buena razón para ello.
—Nunca he tenido que
resistirme con nadie —dice.
No me creo sus
palabras, pero sí lo que dicen sus ojos, aunque sigue pareciéndome muy extraño.
—O estás mintiendo o fuiste a un instituto de ciegos.—Admiro su preciosa boca—.
Sólo con mirarte los labios se me pone dura.
Es verdad. Y, si no se
lo cree, puede bajar la mano y comprobarlo. Casi le digo eso mismo, pero no
quiero fastidiar el momento.
Pau me deleita
sofocando un grito al oír mis sucias palabras. Me río y pienso en todas las
maneras en las que puedo volverla loca. Es como conducir un coche nuevo, la
emoción que se siente al oír su suave ronroneo por primera vez. Quiero que
ronronee por mí; si Landon no estuviera aquí la haría gritar. Deseo ir despacio
esta noche, pero quiero enseñarle más cosas que las que le hice en el arroyo.
Aquello fue sólo uno de mis muchos trucos.
Me lamo los labios,
atrapo su mano con la mía y las acerco ambas a mi boca. Ella inspira súbitamente
y deslizo su mano por mis húmedos labios. Le tiembla cuando separo su dedo
índice del resto y le mordisqueo con suavidad la yema. Gime por acto reflejo y,
en cuanto lo hace, siento cómo mi polla da una sacudida contra el bóxer.
Guío
sus cálidas manos por mi cuello. Su tacto me resulta tan agradable que me nubla
los sentidos. El licor se ha evaporado casi por completo; lo único que me embriaga
ahora es esta chica rubia, sexi y testaruda. Libera su mano y yo deslizo la mía
hasta mi regazo. Las puntas de sus dedos recorren la enredadera que tengo tatuada
en la base del cuello. En lo único que puedo concentrarme es en la fresca y
lenta huella que está dejando en mi piel. Al cabo de unos segundos de silencio
decido hablar. Tengo curiosidad y estoy cachondo, y pienso divertirme con ella.
Vuelvo a cogerle la mano.
—Te gusta cómo te
hablo, ¿verdad?
Me quedo mirándola
hasta que su pecho está cada vez más agitado. Interrumpe el contacto visual
conmigo y prosigo:
—Veo cómo te sonrojas,
y oigo cómo se altera tu respiración. Contéstame, Pau, utiliza esos labios
carnosos que tienes.
Me gustaría que los
utilizara también para otra cosa. Permanece callada. Joder, y yo creía que yo era
testarudo. Me aproximo más a ella y la cojo de la muñeca. Parece muy nerviosa y
el color rosa se ha apoderado de su piel. Es adictiva.
Justo cuando creía que
iba a hablar sobre su atracción hacia mí, dice:
—¿Puedes encender el
ventilador?
Venga, Paula. ¿Ya se
cree que soy su esclavo? ¿Que voy a levantarme de esta cama tan cómoda donde la
tengo tumbada tan cerca?
La miro a sus ojos
grises.
—Por favor —susurra aún
mirándome.
Antes de caer en la
cuenta de lo que estoy haciendo, me levanto del colchón. Joder, es muy buena.
Parece bastante satisfecha cuando me vuelvo hacia la cama. Y también parece
tremendamente incómoda con toda esa ropa puesta. Su falda está confeccionada
con la misma cantidad de tela que el edredón.
—Si tienes calor, ¿por
qué no te quitas toda esa ropa tan pesada? Además, esa falda tiene pinta de
picar.
Ella me sonríe y pone
los ojos en blanco.
Pero lo digo en
serio..., viste fatal.
—Deberías vestirte
acorde a tu figura, Pau. Esa ropa esconde todas tus curvas. —Miro lo que puedo
ver de su pecho, que es prácticamente nada—. Si no te hubiese visto en ropa
interior, jamás habría imaginado lo sexi que eres y las magníficas curvas que tienes.
Esa falda parece un saco de patatas.
Se echa a reír. Ha ido
mejor de lo que esperaba.
—¿Qué sugieres que me
ponga? ¿Medias de rejilla y tops palabra de honor? —Enarca una ceja y aguarda
una respuesta.
Me imagino a Pau con un
top palabra de honor y unos shorts vaqueros cortos.
—No. Bueno, me
encantaría verte con eso, pero no. Puedes taparte, pero llevar ropa de tu
talla. Esa blusa también esconde tu pecho, y tienes unas tetas preciosas que no
deberías ocultar.
—¡Deja de usar esas
palabras!
Sacude la cabeza y me
echo a reír mientras vuelvo a meterme en la cama con ella. No sé hasta dónde
acercarme, así que lo voy haciendo centímetro a centímetro hasta que estoy
prácticamente tocándola. De repente, se incorpora y se levanta de la cama. Me
arde el pecho.
—¿Adónde vas?
—pregunto, y espero que no se haya cabreado tanto como para largarse.
Cruza la habitación
dando pasitos rápidos.
—A cambiarme. —Se
agacha y recoge mi camiseta sucia del suelo.
Sonrío al ver que le
gusta llevarla tanto como a mí que la lleve.
—Date la vuelta y no
mires —me dice como si fuera un crío. Sabe perfectamente que voy a mirar.
—No.
Me encojo de hombros y
me fulmina con la mirada.
—¿Cómo que no?
—pregunta frustrada.
—No pienso volverme.
Quiero verte —le respondo con sinceridad.
Cede, pero me traiciona
apagando la luz. ¡Ya le vale! Gruño en protesta. Me encanta el flirteo que se
trae. Lloriqueo en voz alta para que sepa que no voy a jugar limpio si ella no
lo hace. Oigo el sonido de la tela al caer al suelo. Es la falda. Tiro de la
cadenita de la lámpara, y Pau da un brinco al ver la luz. Exclama mi nombre
como si fuese un insulto:
—¡Pedro!
Continúo observándola,
desde las piernas hasta los ojos, y otra vez hacia abajo. Inspira hondo y levanta
los brazos para ponerse mi camiseta. Su sujetador es sencillo, de algodón
blanco con muy poco relleno. No lo necesita. Sus bragas van a juego; el corte
le cubre casi todo el culo. Tiene un culo perfecto. Redondo y respingón... Me
encantaría metérsela por ahí también.
—Ven aquí —susurro.
No puedo esperar ni un
segundo más para tocar su cuerpo. Cuando camina hacia la cama, transforma esta
habitación en un puto espectáculo burlesque, y me encanta.
Necesito verla
mejor. Me incorporo y apoyo la espalda contra la cabecera. Pau se pone colorada
bajo el ardor de mi mirada y eso aumenta mi deleite.
Cuando llega a mi lado,
apoya su manita en la mía y tiro de ella hacia mí. Se monta a horcajadas sobre
mí, con las rodillas a ambos lados de mi cuerpo. Me encanta tenerla así. Doy
rienda suelta a mi imaginación. Pau se mantiene erguida, apoyada en las
rodillas para que nuestros cuerpos no se toquen. «De eso nada.» La agarro de
las caderas y la guío hacia mi cuerpo. Se muerde el labio inferior y me mira a
los ojos.
Aparto la vista al principio porque siento cómo me empalmo al
instante. Sus piernas son muy suaves, y el modo en que se le levanta la
camiseta hasta las caderas es tremendamente sexi. Le sonrío y disfruto de su
piel y de su aspecto.
—Mucho mejor.
Espero a que me devuelva
la sonrisa, pero no lo hace.
—¿Qué pasa? —Le
acaricio la mejilla con suavidad, y entonces sonríe.
Cierra los ojos y me
pregunto si esto es romper las reglas de la Apuesta de algún modo. Aunque creo
que eso ya lo hice hace bastante tiempo.
—Nada..., es que no sé
qué hacer —dice Pau.
Al comprobar que no me
mira a los ojos, sé que está avergonzada.
No quiero que se sienta
presionada. Me toque como me toque, lo voy a disfrutar. No sé cómo explicar
esto sin demostrárselo directamente.
—Haz lo que quieras, Pau.
No te comas la cabeza.
Ella levanta la mano y
parece estar a punto de tocar mi pecho desnudo. Al ver que no lo hace, la miro.
Me está mirando a los ojos mientras espera mi permiso. Nadie ha hecho eso nunca
antes tampoco. Asiento, nervioso pero excitado, y la observo. Desliza su dedo
índice lentamente por mi vientre hasta la goma de mi bóxer. Intento mantenerme
quieto, aunque quiero agarrarla de la muñeca, darle la vuelta y empotrarla
contra el colchón. Cierro los ojos y siento cómo su dedo recorre mis tatuajes.
Me gusta que haga eso. Cuando retira la mano, abro los ojos. Necesito más. Soy
adicto a ella.
—¿Puedo... eh...
tocarte? —Pau vacila mientras observa el bulto bajo mis calzoncillos.
«¡Joder,
sí!», quiero gritar, pero intento mantener la calma.
—Por favor —le ruego
asintiendo.
Parece nerviosa cuando
desciende la mano hasta mi entrepierna. La mantiene suspendida por encima de mi
creciente erección antes de llegar a rozarla. Luego baja la mano un poco más y
continúa palpándola. Desliza los dedos con suavidad hacia arriba y hacia abajo
por mi polla, que aumenta de tamaño con sus atenciones.
—¿Quieres que te enseñe
lo que tienes que hacer? —sugiero.
Quiero que se sienta
cómoda.
Cuando dice que sí,
coloco con suavidad mi mano sobre la suya. Como la mía es mucho más grande, las
puntas de sus dedos sólo pasan un poco de mis nudillos.
Desciendo ambas manos hasta
mi cuerpo y entonces me detengo por encima del bóxer. La ayudo a agarrarme la
polla. Me la aprieta con suavidad y yo gimo y la suelto. Ya lo tiene. La
expresión de su rostro cuando se da cuenta de que tiene el control absoluto es
tremendamente obscena, sin embargo intenta hacerse la inocente. Tiene las
pupilas dilatadas por completo, la boca entreabierta y las mejillas sonrosadas.
—Joder, Pau, no hagas
eso —farfullo.
Creo que voy a estallar
como vuelva a poner esa cara.
De repente detiene la
mano. Joder, se me había olvidado lo literal que puede llegar a ser.
—No, no, eso no. Sigue
haciendo eso. Me refería a que no me miraras de esa manera — especifico.
Ella pestañea con toda
la ingenuidad de la que es capaz.
—¿De qué manera?
—De esa manera tan
inocente, porque me dan ganas de hacerte un montón de perversiones.
«No te haces una idea
de cuántas, Paula.»
Nerviosa, coloca de
nuevo la mano sobre mí. No me agarra con tanta firmeza como me gustaría, pero
no quiero decírselo. Lo acabará descubriendo. Ya me encargaré yo de que lo
haga. Se muerde el labio mientras sus lentas caricias me hacen gemir su nombre
entre dientes. Si pudiera pedir disfrutar de algo para siempre, sería esto.
—Joder, Pau, me encanta
sentir tu mano alrededor de mí —gimo.
Mis palabras la
alientan, quizá demasiado. Me estruja y siento una suave punzada de dolor.
—No tan fuerte, nena
—le indico sin reproche para no abochornarla.
Me besa y continúa con
sus lentas caricias.
—Perdona —susurra
contra mi cuello mientras roza mi piel con los labios.
Desliza la lengua hasta
la base de la oreja. «Jjjoooodddeeerrr», qué gusto. Necesito tocarla; no voy a
durar mucho más. Apoyo las manos en sus tetas y su sujetador se me antoja un
muro que separa su cuerpo de mí.
—¿Puedo... quitarte...
el... sujetador? —le ruego.
Quiero sentir su
magnífico cuerpo. Cuelo las manos por debajo de la camiseta y noto sus
preciosos senos: redondos y generosos. Ella asiente sin aliento. Me tiemblan
las manos mientras le desengancho rápidamente los corchetes y libero sus
pechos.
Deslizo los tirantes
por sus hombros y sus brazos. Me está costando un mundo no arrancárselo de un
tirón. Aparta las manos de mí para que pueda quitarle el sujetador por
completo. Lo dejo caer al suelo y vuelvo a colocar las manos en sus pechos al
tiempo que cubro su boca con la mía. Pellizco suavemente sus duros pezones y
ella gime en mi boca. Me gusta su manera de besar, suave pero frenética.
Envuelve con su pequeña mano mi sexo y empieza a deslizarla hacia arriba y
hacia abajo sin parar. Me está proporcionando placer, en mi cama, con mi ropa
puesta.
—Joder, Pau, voy a
correrme —exhalo.
He dejado de ser dueño
de mi cuerpo. Ahora es ella quien me controla y tira de todas mis sensaciones
como si fueran los hilos de una marioneta. Estoy ardiendo y en un océano de
hielo al mismo tiempo. Me cuesta un mundo controlarme para no gritar su nombre.
Me concentro en besarla, en masajear su dulce lengua con la mía. Le froto los
pechos. Pau gime para mostrarme cuánto le gusta que lo haga. En el momento en
que me corro, aparto las manos de sus tetas y las dejo caer. El calor de mi
semen expandiéndose por el interior de mi bóxer me alivia tanto como mil suspiros.
Cuando el subidón empieza a disminuir, dejo caer la cabeza hacia atrás y cierro
los ojos. Pau permanece sentada sobre mis muslos, y me alegro de que lo haga. A
pesar de la creencia popular, he muerto y he subido al cielo, estoy convencido
de ello. Siento que empieza a ponerse nerviosa, de modo que abro los ojos y la
miro. Me preocupa un poco lo rápido que capto sus más mínimos gestos.
Me sonríe, y mi
preocupación se disipa. Le devuelvo la sonrisa y me inclino hacia ella para
besarle la frente. Cuando lo hago, suspira. Adoro ese sonido.
—Nunca me había corrido
así —le confieso.
Me gusta vivir cosas
nuevas con ella.
—¿No lo he hecho bien?
—pregunta avergonzada sacando conclusiones precipitadas.
—¿Qué? No, lo has hecho
de maravilla. Normalmente necesito algo más aparte de que alguien me toque por
encima de los calzoncillos.
Se queda con la mirada
perdida y no responde. Algo no va bien. Intento reproducir los últimos treinta
minutos en mi mente para ver si la he ofendido de alguna manera. Creo que no,
así que decido preguntar:
—¿En qué estás
pensando?
No contesta. Me echa en
cara que no me comunico, pero ella tampoco lo hace conmigo.
—Vamos, Pau, dímelo
—protesto.
Siempre trata de
ocultarme cosas, pero luego espera que yo le dé explicaciones todo el tiempo.
Decido hacerle
cosquillas. Las viejas telenovelas que veía de pequeño me enseñaron que la
manera más fácil de conseguir que las mujeres hablen es haciéndoles cosquillas.
Además, se suman puntos de flirteo, y necesito todos los que pueda conseguir.
—¡Vale, vale! ¡Te lo
diré! —chilla pataleando como un caballo.
Está muy graciosa con
toda la cara arrugada, enseñando los dientes y dándome patadas para que deje de
hacerle cosquillas. Me duele la barriga de tanto reírme.
—Buena decisión —digo,
y siento la humedad en mi bóxer—. Pero espera un momento. Tengo que cambiarme
los calzoncillos.
No he traído ninguna
muda, y ahora mismo sólo llevo camisetas en el maletero. Me levanto y miro por
la habitación para ver si se me ocurre algo. La cómoda está llena de ropa; o eso
me dijo Karen. He intentado no pensar demasiado en el hecho de que haya llenado
un mueble con ropa para una persona que no quiere tener nada que ver con ella.
Me resulta escalofriante.
A la mierda. No me
queda otro remedio, y lo cierto es que Karen no me cae tan mal.
Le he
destrozado la vajilla; supongo que lo menos que puedo hacer es ponerme sus
donaciones de caridad. Cruzo los dedos cuando abro el cajón. Mis esperanzas se
ven sesgadas cuando, al hacerlo, mis ojos contemplan un mar de calzoncillos de
cuadros. Azules y blancos, rojos y blancos, verdes y rojos, rojos y azules,
blancos y verdes... Es interminable. Quiero cerrarlo de golpe, pero estoy
desesperado.
Cojo los menos
horribles, unos azules y blancos, y los sostengo entre el pulgar y el índice
como si estuvieran contaminados.
—¿Qué pasa? —pregunta Pau.
Se incorpora, se apoya
sobre los codos y me mira. Se lo está pasando en grande mirándome. Lo veo en
sus ojos. Cada minuto que paso con ella la conozco mejor.
—Esto es horrible
—refunfuño.
¿Cuadros? ¿Algodón?
¿Talla XL? ¿Para quién compra esa mujer?
—No están tan mal
—miente.
Sostengo la
monstruosidad azul y blanca en el aire y sacudo la cabeza.
—En fin, a caballo
regalado... Vuelvo enseguida. —Cojo el espantoso bóxer y salgo de la habitación
sin volverme para mirar a Pau en la cama.
De camino al baño, paso
por delante del cuarto de Landon y pego la oreja a la puerta. No me sorprende
cuando oigo a algún personaje de una película decir algo sobre elfos. Llamo
despacito para que Pau no me oiga hacerlo. Espero su respuesta, pero es tarde.
Probablemente se haya quedado dormido viendo Crepúsculo.
Llamo de nuevo y la
puerta se abre. Su expresión es relajada, hasta que ve que soy yo. Doy un paso
hacia él y levanta las manos por delante de su cuerpo a modo de defensa.
—No he venido buscando
pelea —susurro.
Es un capullo por dar
por hecho que sí.
Salta a la vista que no
me cree en absoluto.
—Y ¿qué quieres? —pregunta
con aire escéptico.
—¿Puedo? —digo
señalando con la mano hacia la habitación.
Miro dentro del cuarto
a oscuras y me fijo en el tamaño del televisor que tiene en la pared. Debe de
ser por lo menos de sesenta pulgadas. Cómo no. También hay una pared entera
llena de camisetas firmadas colgadas en marcos relucientes. Seguro que las hizo
a mano alguna dulce señora de la tienda de manualidades. Probablemente pegó las
piezas con su sudor, sólo para Landon. Parece que siempre obtiene todo lo que
quiere. Mide sólo unos cinco centímetros menos que yo, pero tiene más músculos.
Mientras que yo soy alto y delgado, él es más bajo y está más en forma. Es como
una versión joven y empollona de David Beckham. Lleva puestos una camiseta de
la WCU y unos pantalones de franela. No tiene remedio. Me mira de arriba abajo
y levanta las cejas al ver los calzoncillos.
—Vete a la mierda, esto
lo compró tu madre —le espeto.
Levanta la mano para
taparse la boca y fingir que no se está riendo.
—Lo sé, por eso me hace
gracia.
Se ríe para sus
adentros a mi costa y eso me recuerda lo insoportable que es.
—En fin, da lo mismo.
—Paso por delante de él y me dispongo a ir al cuarto de baño.
Landon levanta las
manos.
—Espera, perdona. Me ha
hecho gracia porque a mí también me los compra a pesar de que le he dicho mil
veces que son espantosos.
No me uno a sus risas,
pero la verdad es que la idea es un poco graciosa.
—Quería hablar contigo
de Pau.
Se pone a la defensiva.
Veo cómo se yergue ligeramente y aprieta los labios.
—¿Qué pasa con ella?
Me aparto el pelo de la
cara.
—Quería asegurarme de
que supieras que está...
Levanta las manos de
nuevo, esta vez para hacerme callar.
—Pau sabe lo que se
hace; no necesita que me comporte como si no supiera cuidarse solita — dice.
Su tono es severo pero
carente de malicia.
No sé qué responder a
eso. Pensaba que reaccionaría como el típico gilipollas protector que le diría
que huyera todo lo lejos de mí que pudiese.
—Bien... —balbuceo en
el pasillo—. Me voy a la cama.
Me vuelvo de nuevo
hacia él y veo que tiene una sonrisa en el rostro mientras cierra la puerta. Vaya,
ha sido bastante incómodo, pero ha ido mejor de lo que esperaba.
Después de ducharme,
vuelvo a la habitación y me encuentro a Pau en la cama, acurrucada como un
gatito. Dirige la vista inmediatamente hacia los calzoncillos. Qué espanto.
—Me gustan —miente.
Joder, más feos no
pueden ser. Ni siquiera insinúan el gran tamaño de mi polla. La fulmino con la
mirada, tiro de la cadenita de la lámpara y cojo el mando de la tele. Me
sorprende que el acaudalado señor Scott no instalara una puta tele holográfica
aquí. Pongo un canal cualquiera para que haya algo de ruido de fondo y bajo el
volumen casi del todo. Me meto en la cama y me tumbo de cara a Pau, a su lado.
—Bueno, ¿qué ibas a
decirme? —le pregunto.
Se muerde el labio
inferior.
—No te hagas la tímida
ahora. Acabas de hacer que me corra en los calzoncillos. —Me río ante lo
absurdo de su turbación.
La rodeo con los brazos
y la acerco más a mí. Espero a que su dramático espectáculo termine. Me encanta
lo despreocupada que es a veces.
Parece que yo consigo
tener ese efecto en ella, y me siento muy orgulloso. Cuando vuelve a la
normalidad, tiene el pelo alborotado. Unos rizos sueltos le caen sobre el
rostro. Sin pensar, le toco el pelo y se lo coloco detrás de la oreja. Lleva
unos pendientes superpequeños. Me recuerdan a aquella época que me dio por
querer dilatarme el agujero de las orejas, hasta que mi amigo Mark cogió una
infección. Era asqueroso y emanaba una peste nauseabunda.
Tengo que pensar en
otra cosa.
Beso suavemente sus
labios y Pau inunda toda mi mente.
—¿Todavía estás
borracho? —Su pregunta es otro ejemplo más de su carácter entrometido y
avasallador.
—No, creo que nuestra
competición de gritos en el patio me ha despejado.
—Bueno, al menos, de
nuestra discusión ha salido algo positivo.
No sé dónde meter el
brazo. ¿Debería ponerlo sobre su espalda? No estoy seguro. Giro la cabeza hacia
ella.
—Sí, supongo. —Apoyo el
brazo y centro la atención en el modo en que su cabeza descansa sobre mi pecho.
Se mueve al ritmo de mi
respiración como si ya se hubiera acostumbrado a la postura. Eso me gusta.
Está sonriendo
ampliamente, por mí.
—Creo que en realidad
me gusta más el Pedro ebrio —dice.
El Pedro ebrio...
«¡No eres más que un
borracho, Ken!» Casi puedo oír la voz de mi madre gritando por nuestra pequeña
casa.
Aparto de mi cabeza los
recuerdos que amenazan con abrirse camino en mi mente y echar a perder este
rato con ella. Probablemente sólo esté de broma. Debo aprender a pensar antes
de hablar. Estar con Pau me sirve para practicar.
—¿En serio?
—Puede —dice, y saca el
labio inferior.
Si cree que con esta
tontería se me va a olvidar que me debe una respuesta, lo lleva claro.
Volviendo al tema que
teníamos entre manos, digo:
—Se te da fatal desviar
la atención de las cosas. Y ahora, habla.
—Estaba pensando en
todas las chicas con las que has..., ya sabes, hecho cosas. —En cuanto termina
la frase esconde el rostro contra mi pecho.
¿Era en eso en lo que
estaba pensando? En lo único que puedo pensar yo es en lo mucho que me gusta el
modo en que su pelo me hace cosquillas en la nariz y que huela como si se
hubiera echado litros de perfume de vainilla antes de venir.
—¿Por qué estabas
pensando en eso?
Suspira como si yo
tuviera que saber de antemano de qué está hablando. No tengo ni idea.
—No lo
sé..., porque no tengo ninguna experiencia, y tú tienes mucha. Steph incluida
—dice con una amargura más que evidente.
Supongo que yo estaría
igual si ella se hubiera follado a Zed. La idea se me pasa brevemente por la
cabeza y me provoca una angustia que no esperaba.
Aparto eso de mi mente
de momento. Zed no tiene lugar en esta cama con ella. Aunque ojalá pudiera ver
el modo en que me mira, ansiosa por tener mi atención.
No sé si está enfadada
o celosa, o si sólo tiene curiosidad. A veces sé perfectamente lo que está
pensando, y otras es como un libro cerrado.
De modo que, como no lo
tengo claro, decido preguntar:
—¿Estás celosa, Pau?
Espero que sí.
—No, claro que no
—miente con descaro.
Voy a tomarle el pelo.
Se lo ha buscado. Siento su cuerpo cálido contra el mío. Nunca he estado
tumbado así en una cama, abrazado a una chica después de haberme corrido en los
calzoncillos.
Nunca he hecho eso
antes, y tampoco había conectado con nadie durante ningún tipo de actividad
sexual y, desde luego, nunca he dormido en la cama con nadie.
—Entonces, no te
importará que te dé detalles, ¿verdad?
—¡No! ¡Por favor, no lo
hagas! —chilla inmediatamente.
La abrazo con más fuerza
y me río un poco. Me gusta que no quiera ni oírlo. Yo preferiría perforarme los
tímpanos antes que oír cómo se ha follado a otra persona. Me quedo mirando al
techo e intento recordar si alguna vez he llegado a plantearme siquiera cómo
sería pasar las noches con otra persona en la cama. Creo que no. Puede que lo
hiciera un par de veces estando borracho. Pau está callada, demasiado callada.
Igual se ha quedado dormida. Cojo mi teléfono de la mesilla y miro qué hora es.
No son más que las doce de la noche.
—No te estarás
durmiendo, ¿verdad? Aún es pronto —le digo.
—¿En serio? —dice
somnolienta.
Iba a quedarse dormida
encima de mí. La verdad es que no me vendría mal dormir también, pero quiero
pasar más tiempo con ella. Bosteza y pongo los ojos en blanco. Casi le miento y
le digo que sólo son las diez.
—Sí, sólo es
medianoche.
Seguro que duerme las
ocho horas diarias que recomiendan los médicos. Por eso está siempre feliz y
sonriente.
—Eso no es pronto.
—Bosteza otra vez, y me parece aún más adorable que la primera.
Suele ser fácil de
persuadir, así que voy a ver qué puedo hacer.
—Para mí, sí. Además,
quiero devolverte el favor.
Pau se tensa en mis
brazos. Puedo imaginarme el rubor en sus mejillas. Seguro que no para de darle
vueltas a la cabeza, mientras imagina mi lengua caliente y húmeda deslizándose
por su sexo y dibujando pequeños círculos en su clítoris.
—Te apetece que lo
haga, ¿verdad? —pregunto con la voz más sugerente que puedo poner. Se estremece
a mi lado, y me lo tomo como un sí. Me mira y sus labios se transforman en una
sonrisa. La rodeo con mi otro brazo y giro suavemente su cuerpo y el mío hasta
colocarme encima de ella. En mis fantasías tiene la boca abierta de deseo.
Me
tira del pelo y su dulzura roza mi lengua. En la realidad, Pau me rodea la
espalda con la pierna y me aproxima a ella. Rozo con los dedos su muslo y
asciendo hasta la rodilla.
Me encanta tenerla
debajo. Su cuerpo es irresistible. Estoy convencido de que alguien la ha
enviado aquí sólo para torturarme, para poner a prueba mi capacidad de
autocontrol. Una vocecita en mi cabeza me recuerda que tal vez, sólo tal vez,
la han enviado para todo lo contrario. Quizá estoy destinado a estar con ella,
a mostrarle otro punto de vista de la vida. Probablemente sea una auténtica
estupidez, pero quizá no esté aquí para castigarme..., sino para salvarme.
—Eres tan suave...
Deslizo la mano por sus
exquisitas piernas de nuevo. Al recordar lo que hay donde terminan esas piernas
se me nubla la mente y siento una inmensa presión en los calzoncillos. Pau se
estremece de nuevo y se le eriza todo el vello. Me encanta el modo en que su
organismo reacciona ante mí. Su libido parece no flaquear nunca; su cuerpo
responde a cada una de mis caricias.
Me lamo los labios y la
beso en un lado de la rodilla. Su suave piel sabe a vainilla. Podría devorarla
entera en cuestión de segundos. «Autocontrol..., autocontrol...»
—Quiero saborearte, Pau.
La miro a los ojos y
espero su reacción. No tiene ni idea del placer que puedo proporcionarle. Mi
lengua la volverá loca..., no querrá que pare nunca. Separa sus carnosos labios
y se inclina hacia mí esperando que la bese en la boca. Su falta de experiencia
me resulta tan renovadora como frustrante.
—No. Aquí abajo. —Le
doy unos toquecitos en el sexo por encima de las bragas y ella inspira
súbitamente.
Su pecho se agita con
frenesí y casi puedo sentir cómo las hormonas recorren su cuerpo con violencia.
La tiento con suaves caricias, y noto cómo la humedad en la tela aumenta bajo
mis dedos.
Está empapada, y se lo
digo. Es tan bonita, y su belleza es aún más radiante cuando está así, hinchada
y mojada por mí.
—Háblame, Pau. Dime
cuánto lo deseas —la insto.
Oír cómo suplica mis
atenciones se ha convertido en una nueva obsesión para mí. Continúo
acariciándola con los dedos y centro la atención en el clítoris.
—No quería que pararas
—implora.
Me encanta.
—No has dicho nada
—respondo—. No sabía si te estaba gustando.
—¿Es que no era
evidente?
Me incorporo y me
siento sobre sus muslos. No puedo apartar las manos de ella. Recorro con los
dedos la suave piel de sus piernas y hago que su cuerpo tiemble debajo del mío.
—Dilo —le ordeno—. Nada
de asentir. Dime que quieres que lo haga, nena —la animo.
Me encanta oírla decir
lo mucho que me desea.
—Quiero que lo hagas...
—Inclina el cuerpo hacia el mío ligeramente.
Me esfuerzo por
contenerme y no tocarla para obligarla a decirme lo que quiere.
Enarco una ceja.
—¿Quieres que haga qué,
Paula? —le pregunto.
—Pues eso..., besarme.
La beso dos veces en
los labios. Frunce el ceño.
—¿Era esto lo que
querías? —le digo con una sonrisa traviesa.
Me da una palmadita en
el brazo. Quiero que me suplique que use la lengua.
—Bésame... ahí.
Justo cuando me
dispongo a obedecer, se cubre la cara y niega con la cabeza. Me echo a reír y
le aparto las manos. Me mira con el ceño fruncido.
—Me estás haciendo
pasar vergüenza a propósito. —Está enfadada de verdad.
¿En qué momento ha
sucedido esto?
Pone los ojos en blanco
cuando intento explicarle que no puedo evitarlo, que quería oírselo decir.
—Olvídalo, Pedro.
Se tapa con el edredón
de un tirón para ocultarse de mi vista. Mierda. Se ha tumbado de lado, de cara
a la pared. Detesto haber hecho que algo sexual le haya resultado una mala experiencia.
Quiero que estar en la cama conmigo suponga un refugio para ella, que sea el
lugar en el que puede desconectar y olvidarse de todo excepto del placer que yo
le esté provocando. La he cagado, y ahora cada vez que piense en esto lo
recordará con desagrado. No debería haberla presionado tanto. Todo esto es
nuevo para ella. Soy un imbécil.
—Oye, lo siento —le
digo pegado a su pelo.
Odio pelearme con ella.
Sólo estaba de broma, pero no he sabido parar a tiempo. A veces puedo ser un
auténtico idiota, por si no lo ha notado.
—Buenas noches —me dice
con frialdad.
No está de humor para
tonterías, así que, muy a mi pesar, decido dejarla estar. Lo último que quiero
es presionarla todavía más. «¿Lo ves? Estoy aprendiendo», quiero decirle.
—Vale, cabezota
—refunfuño.
Observo cómo su
respiración se ralentiza. Entonces la rodeo con el brazo e intento quedarme
dormido. Ella suspira unas cuantas veces y farfulla cosas sin sentido.
Cuando
se queda dormida, me incorporo y la contemplo durante un rato. Me pregunto
cuánto le durará el enfado y si seré capaz de aprender alguna vez a ser un buen
novio.
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