Divina

Divina

martes, 12 de enero de 2016

After 0 Pedraula

Pedraula…


Pascua

—Pedro, Ciro se ha despertado. —La voz de Pau traspasa las nubes de mi sueño—. Tenemos que despertar a Olivia para que busquen sus cestas de Pascua.

Me sacude del hombro, suplicándome que me levante.

—Venga, Pedro —dice en voz baja, pero la emoción contenida resuena en sus susurros.

Seré el hombre más afortunado del mundo si me despiertan así todas las mañanas de mi vida.

Gruño y, sin apenas abrir los ojos, la estrecho contra mi pecho.

—¿A qué viene tanto jaleo? —pregunto mientras le beso la sien.

Su pelo se me pega a la cara y aparto los mechones de un soplido. No lleva camisón, y noto sus suaves tetas contra mi costado.

Suspira y entrelaza una pierna sin afeitar con las mías. Pongo cara de que raspa y ella me da un empujón.

—Los niños tienen que encontrar sus cestas y yo he de ponerme con el desayuno. Tienes que levantarte.

Como si nada, como si no me estuviera poniendo como una moto, se aparta de mi cuerpo, rueda por la cama y se levanta.

—Nena, vuelve aquí —protesto. Echo de menos el calor de su piel.

Abre la cómoda y contemplo su torso desnudo. Un quejido escapa de mi garganta. Ojalá me hubiera despertado antes para tenerla un rato más en la cama conmigo. Ya estaría dentro de ella, enterrado en sus profundidades, en su cálido y húmedo... Una almohada me golpea la cara.

—¡Levanta! Hoy tenemos mucho que hacer.

Suspiro, salgo de nuestra cama de matrimonio y a continuación me pongo una camiseta antes de que me tire otra cosa a la cara. Se ha pasado meses redecorando el apartamento, seguro que no le apetece mucho romper ninguna de las exquisitas piezas que compró con el decorador demente que ella me convenció que nos hacía falta contratar. El tío estaba fatal de lo suyo. Pintó todo el salón de rosa salmón y una semana después volvió a pintarlo de un color menos nauseabundo.

—Lo sé, cielo. Cestas, conejos, huevos y toda esa mierda.

Me miro en el espejo que cuelga de la pared y me peino con los dedos. Me recojo el pelo con la goma que llevo en la muñeca y le lanzo a Pau miradas asesinas de reojo. Intenta no sonreír, pero sé que le está costando.

—Sí, y toda esa mierda. —No aguanta más y se echa a reír. Coge el cepillo del pelo—. Tenemos que estar en casa de Landon a las dos. Karen y Ken ya han llegado y todavía no he preparado la ensalada de patata que íbamos a llevar.

Termina de peinarse la melena y me pasa el cepillo con una sonrisa burlona.
No lo necesito. Prefiero hacerlo con los dedos.

—Haré las patatas mientras tú te arreglas —ofrezco—. Vamos a ver cómo los niños buscan sus cestas.

Hace una mueca y se plantea si es una buena oferta porque no sabe si soy capaz de preparar las patatas. La cocina se me da de maravilla... Excepto cuando quemé el pollo las Navidades pasadas. Pau va vestida con un pantalón blanco de algodón y una camiseta azul marino. Se ha puesto un poco morena gracias al tiempo que pasa en el patio cuidando de su pequeño jardín. Le encanta tener un jardín en Brooklyn. Es lo que más le gusta de la casa que le he comprado para celebrar la venta de mi última novela.

En el pasillo, se detiene ante la habitación de Olivia.

—Despiértala y nos vemos en el salón —dice. Me da un beso en la mejilla y grita el nombre de nuestro hijo. Le doy un azote en el culo y ella me pone los ojos en blanco. Lo de siempre. Cuando entro en el cuarto de Olivia, me la encuentro durmiendo con la mitad del cuerpo fuera de la cama. Tiene las piernas destapadas, colgando del borde del colchón, lejos de su edredón de Disney.

—Em... —La sacudo del brazo con delicadeza.

Se mueve, aunque no abre los ojos.
Vuelvo a intentarlo, pero protesta:

—Noooo.

Se da la vuelta y hunde la cabeza en la almohada. Me ha salido teatrera.

—Cariño, es hora de levantarse. Ciro se va a comer todos los dulces de Pascua si no...

Y de un brinco está fuera de la cama, el pelo hecho una maraña rubia. Lo tiene ondulado como yo y denso como su madre.

—¡No se atreverá! —proclama poniéndose las zapatillas de andar por casa antes de salir disparada de la habitación.

Cuando la alcanzo, está abriendo todos los armarios de la cocina.

—¡¿Dónde está mi cesta?! —chilla.

Pau se ríe y Ciro desenvuelve con dedos torpes un huevo de chocolate, que se mete entero en la boca. Mastica un instante y luego la abre del todo.

Pau se acerca y le quita un pequeño trozo de papel de aluminio de la lengua. Él sonríe, desdentado y lleno de chocolate. Se le cayó un incisivo la semana pasada y está para comérselo con patatas. Me burlo de su ceceo, es una de las ventajas de ser padre: puedo meterme con mis hijos todo lo que me apetezca. Es un rito de iniciación.

—¡Mamá! —lloriquea Olivia desde el armario del pasillo—. Papá ha escondido mi cesta, ¿verdad? ¡Por eso no consigo encontrarla!

Me río de lo exagerada que es.

—Sí, la he escondido yo.

Es una niña muy dulce, pero también muy insolente y con opiniones para todo a la tierna edad de once años. Por eso no tiene muchos amigos.

Olivia sigue rebuscando por la casa mientras Ciro devora la mitad de su cesta de dulces y esparce briznas de césped artificial por el suelo.

—También te han puesto un tambor —le digo.

Él asiente con la boca llena de caramelos. No parece que le interese nada que no esté hecho de chocolate.

—Papá. —Olivia entra en la cocina con las manos vacías—. Por favor, ¿podrías decirme dónde has escondido mi cesta? Me lo has puesto muy difícil, mucho más que el año pasado.

Se acerca al taburete en el que estoy sentado y se abraza a mi cintura. Es muy alta para su edad, y me toma por tonto.

—Por favor... —me suplica.

—No engañas a nadie, jovencita. Te daré una pista, pero que sepas que un abrazo y una voz dulce no bastan para sobornarme. Tienes que trabajar para ganarte las cosas, ¿recuerdas?

Hace un mohín y me abraza con más fuerza.

—Ya lo sé, papá —dice contra mi pecho.

Sonrío ante la nueva táctica y miro a Pau, que observa a Olivia con recelo.

—Está en un sitio al que nunca nunca vas. A donde va la ropa que siempre te niegas a ayudarnos a doblar. —Le acaricio la espalda y ella se suelta de mi cuello.

—¡La lavadora! —grita Ciro, y Olivia chilla de emoción. Corre junto a su hermano y le acaricia el pelo.

Él sonríe, feliz como un perrito, por el gesto cariñoso de su hermana mayor.

Antes de un minuto, Olivia vuelve corriendo a la cocina con su cesta, de la que caen pequeños huevos de chocolate. No les hace ni caso, está muy ocupada hurgando dentro. Pau se levanta para recogerlos y Olivia no parece muy interesada en ayudar a su madre. 

Mi hija se sienta en el suelo, con las piernas cruzadas y la cesta en el regazo, y se echa a la boca un puñado de gominolas de colores. Me vuelvo hacia Pau y Ciro. Su madre lo ha cogido en brazos, parece casi tan grande como ella. Los años han pasado volando y no sé cómo yo, un gamberro de medio pelo, he traído al mundo dos niños tan empáticos y tranquilos.

Bueno, Olivia tiene sus rabietas. Como cuando arrojó una planta contra la pared. Pero no fue una situación difícil de resolver: le quité la puerta de su habitación. Yo no juego a la chorrada esa del niño mimado enfadado con todo. No hay razones por las que deba estar enfadada con tan sólo once años, no ha tenido la vida que tuve yo. Tiene unos padres que la adoran y que siempre están cuando los necesita.

Mis hijos son maravillosos.

Pau y yo siempre estamos ahí para ellos. No han vivido un solo día sin un beso, un abrazo y al menos dos «te quiero» bien cursis. Olivia tiene algunas de las cosas que se ponen de moda entre los niños populares del colegio. No quiero que mis hijos sean como yo, el niño con los zapatos llenos de agujeros. Quiero que sepan qué se siente al desear cosas como juguetes y demás, y luego enseñarles el modo de ganárselas haciendo gestos sencillos, como dar besos en la mejilla, abrazos y regalar palabras amables. De eso nunca falta en esta casa. Cuando nacieron decidimos que no iba a ser como mi padre, como ninguno de mis padres. Mis hijos iban a saberse queridos, jamás iban a pensar que estaban solos en el mundo. El mundo es demasiado grande para estar solo, especialmente para dos pequeños Alfonso.

He puesto fin a la saga de padres penosos para no arruinar dos pequeñas vidas.

Antes de una hora, Olivia está K.O. en el sofá, con una pierna en el respaldo y un brazo colgando del asiento. Ciro está en su sofá favorito. Se supone que es una «miniatura», aunque ocupa mucho espacio. Pero aun así Pau insistió en quedárselo e hizo oídos sordos a mis protestas. El sofá tenía una otomana carísima a juego, que también ocupa demasiado espacio para el tamaño del que goza una sala de estar en Brooklyn. No tuve ni voz ni voto con los muebles, así que, aquí estoy, contemplando a mi pequeño de seis años, comatoso de tanto comer dulces, con la barbilla manchada de chocolate. Se parece mucho más a mí que a su madre.

—Mira qué monos son —dice Pau detrás de mí. Parece agotada, con la mirada apagada y la tez pálida.

Le rozo la mejilla con los labios, esperando devolverle el color a besos. Suspira, me abraza y sus manos se cierran en mi vientre.

—¿Qué planes tienes para la siesta? —pregunto. Siempre se las apaña para aprovechar hasta el último minuto de las siestas (cada vez más cortas) de los niños para hacer cosas productivas. Está demasiado ocupada y no me hace ni caso, así que no hay nada que hacer. Sé que mentalmente está tachando elementos de la lista de tareas pendientes.

—Bueno... —dice con lentitud, y luego suelta a chorro—, llamar a Fee por lo de la tarta, decirle a Posey que compruebe los ramos... —y más cosas que no escucho porque le estoy metiendo la mano en los pantalones. Ella me mira con atención mientras deshago el nudo del cordel que los mantiene en su sitio y hundo los dedos en sus bragas. —No me distraigas —protesta, pero su cuerpo se pega al mío para sentir más presión.

—Trabajas demasiado —le digo por enésima vez esta semana.

Ella pone los ojos en blanco por enésima vez también. Luego me coge por la muñeca y se lleva la mano al pecho.

—Dice el hombre que se pasa días enteros sin dormir cuando tiene una fecha de entrega.

Hoy parece receptiva a que la distraiga, no es lo normal, pero por mí estupendo. Le sobo las tetas, que suben y bajan en su pecho. Gime, quiere más de mí. Y se lo voy a dar.

La cojo de la mano y entonces la llevo al pasillo. Camina deprisa, ansiosa por llegar a nuestro dormitorio. En el momento en que cruzamos el umbral, cierra la puerta maciza con tanta fuerza que casi se cae el gigantesco retrato de los niños que cuelga de la pared. 

Cuando dijo que deberíamos hacerlo me pareció un poco fuera de lugar, pero a Pau le encantaba la idea de tener una imagen de nuestros hijos aquí del tamaño de un cartel publicitario. Al menos me hizo caso en una cosa: lo colgó en la pared opuesta a la cama. 

Ni de coña voy a estar mirando una versión abstracta en colores neón de mis hijos mientras me follo a mi mujer. Ni hablar.

—Ven aquí —le digo atrayéndola a mi regazo.

Estoy sentado en el borde de nuestra cama de matrimonio. En los últimos meses la hemos tenido que compartir de vez en cuando con nuestros hijos. Ciro atravesó una etapa en la que tenía pesadillas y yo me pasaba las noches en vela preguntándome si lo había heredado de mí. Más tarde le tocó a Olivia, que sintió celos de su hermano y comenzó a venir pidiendo en voz baja que la protegiéramos de los «sueños feos», aunque yo sabía que era mentira. Hasta se frotaba los ojos igual que cuando tenía seis años y todo.
Les gustaba dormir con mamá a un lado y papá al otro. Era la leche, en serio.

—¿Pedro? —La voz de Pau es dulce y grave, y sus ojos me miran fijamente—. ¿En qué estás pensando? —pregunta. Sus dedos suben y bajan por mi abdomen y me araña un poco.

—En los niños, en cuando venían a dormir con nosotros. —Me encojo de hombros y sonrío.

—Eso es un poco raro —dice meneando la cabeza. Pero sus labios sonríen.

—Sólo porque esta vez el que está distraído soy yo, mi vida.

Le muerdo los pezones como piedras, y gime. Le quito la blusa. La prenda cae al suelo y ella se aparta el pelo de la cara con un movimiento de la cabeza. Parece una salvaje con las mejillas encendidas y los labios de color rosa, la melena rubia y la mirada hambrienta. Recorro el encaje de su sujetador negro con los dedos. Esta mujer siempre lleva los sostenes de encaje más sexis del planeta. Meto un dedo bajo la copa y le pellizco un pezón.

—Acuéstate, nena —le ordeno.

Ella se quita los pantalones y las bragas, los deja en el suelo y se tumba en la cama. Coge una almohada y se la pone debajo de la cabeza. Sus ojos me dicen lo que quiere con exactitud. Quiere que se lo coma. Últimamente es lo que más le gusta.

Está cansada, agotada y le duelen los pies, así que sólo quiere que la mimen. Por supuesto, siempre me corresponde. Mi mujer me devuelve el favor metiéndose mi polla hasta las amígdalas cuando los niños nos dejan dormir hasta pasadas las siete de la mañana. Pau levanta las piernas, las flexiona y las abre. Tengo sus muslos justo enfrente. Me muerdo el labio inferior, intentando sofocar un jadeo.

Está empapada, brillante bajo la luz del dormitorio, y cuando se trata de ella no tengo autocontrol. Casi me abalanzo con la boca abierta sobre su piel suave y húmeda. Mi lengua dibuja una línea recta de abajo arriba al tiempo que mis labios succionan con suavidad.

Pau mueve las caderas, las aprieta contra mi boca. Meto los brazos por debajo de sus muslos y tiro de ella hacia el borde de la cama. Grita, un adorable sonido de sorpresa mezclada con excitación. La levanto por las nalgas con las manos mientras mi boca la devora y ella gime mi nombre, alternándolo con «sí», «no» y «Ay, Dios» más otras muchas guarradas.

Me chiflan sus exclamaciones y que me dé ánimos. Tienen el efecto de conseguir que le tiemblen las piernas, que se agarre a las sábanas. Ahora me está tirando del pelo. Cómo me pone.

—Pe-dro... —Se le quiebra la voz y añado un dedo a la ecuación.

Se lo meto hasta el fondo y la vuelvo loca. Trazo círculos con la lengua en su clítoris, sin parar de chupar, sin parar de chupar. Saboreo su corrida, es lo más dulce del mundo.

Levanto la cabeza para coger aire y la apoyo en su vientre mientras ella recobra el aliento. Me da pequeños tirones del pelo para que ascienda por su cuerpo. Todavía la tengo dura cuando me tumbo encima de ella. Ahora mismo, lo único que falta por tachar de mi lista de deseos y necesidades es sexo. Pau lo sabe, por eso se levanta de la cama y se restriega contra mí.

—¿Quieres que te folle? ¿No has tenido suficiente? —pregunto frotando la polla contra su entrepierna.

—Nunca tendré suficiente... —gimotea, y yo jadeo cuando me la agarra y se la mete dentro. La penetro muy despacio y contemplo el placer que reflejan sus facciones. Sus tetas están pegadas a mi pecho y sus muslos rodean mi cintura.

—Más —suplica; quiere que me mueva dentro de ella.

No hay problema, lo hago a buen ritmo. Me clava las uñas de una mano en la espalda y con la otra me tira del pelo.

No voy a durar mucho.

Nada.

Noto que se le tensan los muslos y yo voy a llegar al mismo tiempo que ella. Un par de embestidas más y nos derretimos juntos. Pau sigue con los ojos cerrados y yo me desplomo sobre su cuerpo.

Mientras mi corazón recupera su ritmo normal, contemplo a Pau. Tiene los ojos grises cerrados, la boca entreabierta, y me parece tan hermosa como el primer día que la vi.

Apenas recuerdo el muchacho que era cuando la conocí, pero todos los detalles de nuestra vida juntos me corren por las venas como una canción.

Esta mujer terca como una mula se niega a casarse legalmente conmigo, pero es mi mujer a todos los efectos y la madre de mis preciosos hijos. Queremos tener al menos uno más, cuando su trabajo lo permita.

Me pone un poco nervioso traer otro hijo al mundo. Siempre me preocupo cuando se queda embarazada.

La responsabilidad de criar un ser humano bueno y decente es algo que me tomo muy en serio, pero Pau carga con la mitad y me asegura que somos unos padres fantásticos. No soy como mi padre. Lo hago a mi manera. No cabe duda de que he cometido errores, pero he cumplido mi condena y he sido perdonado. Aunque no soy un hombre religioso, sé que tiene que haber algo más grande que Pau y que yo. Mi mundo pasó de nada a todo y estoy orgulloso de quien soy ahora. Me veo en los ojos de mis hijos y oigo mi felicidad en sus risas.

Me siento orgulloso de poder ayudar a los adolescentes con problemas que viven en mi barrio recaudando fondos para el centro social. He conocido a miles de personas que se sintieron conmovidas al leer mis palabras impresas. Luché durante muchos años para guardármelo todo dentro, sin embargo, cuando lo dejé salir, mi corazón se abrió. Habría sido muy egoísta por mi parte no compartir mis vivencias, no ayudar a otros adolescentes víctimas de adicciones y con problemas psicológicos. Con los años he aprendido a no vivir en el pasado, sino a mirar siempre hacia el futuro. Soy consciente de lo manido y de lo ñoño que parezco, pero es mi verdad.

He vivido durante tanto tiempo en la oscuridad que quiero ayudar a otros a encontrar la luz. He sido bendecido con una familia que ni siquiera me habría atrevido a soñar, y mis hijos serán mucho mejores de lo que lo fui yo.

La cabeza de Pau cae hacia un lado y, sin despertarla, le aparto el pelo de la cara. Ha sido mi paz, mi fuego, mi aliento, mi dolor y, a pesar de todo, cada segundo ha merecido la pena para conseguir la vida que tenemos ahora. Nos hice pasar a Pau y a mí un infierno, pero vivimos para contarlo. Después de todo, hemos encontrado nuestra propia versión del cielo.


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final de After (gracias por acompañarme siempre) hasta siempre After.



(si quieren volver a revivir les dejo los link)

After 1 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/10/prologo-de-after.html 


After 2 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/11/after-2-prologo.html

After 3 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/11/after-3-prologo.html

After 4 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/12/after-4-prologo.html

After 0 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2016/01/after-0-prologo.html





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