Estaba a punto de ganar. Estaba preparado para ganar.
Y entonces se dio cuenta de que no estaba preparado para ella en absoluto.
Extiendo la camiseta mojada sobre el césped a modo de manta improvisada para que se tumbe encima. Me tiemblan los dedos.
—Échate —le ordeno, y la ayudo a descender hasta el suelo conmigo.
Me tumbo de lado junto a ella y me apoyo sobre el codo para poder observarla bien. Su cuerpo está expuesto, exhibiendo sus generosos pechos; su piel, ligeramente bronceada, reluce bajo el sol. Es como una jugosa manzana rojo brillante a la espera de que le dé un mordisco. He visto a muchas, muchísimas mujeres bastante más desnudas que ésta pero, joder, el cuerpo de Pau está a otro nivel.
Mientras asciendo por sus caderas hasta sus firmes tetas con la mirada, sus dos manitas tratan de interrumpir mi recorrido visual. Me incorporo y siento la mullida hierba debajo de mí. Ésa es la parte positiva de que nunca pare de llover aquí.
La agarro de las muñecas y se las aparto a los costados.
—No te tapes delante de mí jamás —le digo, y me mira a los ojos.
—Es que... —Sus mejillas arden de rubor y desvía la mirada.
No permito que termine su ridículo comentario.
—No, no quiero que te cubras, no tienes nada de lo que avergonzarte, Pau. No parece convencida. ¿Qué le pasó para que sea tan insegura?
—Lo digo en serio, mírate.
—Es que has estado con muchas chicas...
Cómo no, tenía que sacar eso a relucir. ¿Qué más le da que haya estado con otras chicas? No tenemos una relación, ni la vamos a tener jamás. Ninguna de las chicas con las que he estado eran como Pau; algunas se le parecían algo, pero no suelo fijarme en las vírgenes inocentes. Me gusta que las mujeres con las que estoy tengan la suficiente experiencia como para follarme sabiendo lo que se hacen. No soy el profesor de nadie, y menos en lo que al sexo se refiere.
«Aparte de Natalie», me recuerda esa irritante vocecilla al fondo de mi mente. Natalie, esa dulce feligresa con el trasero demasiado grande como para no admirarlo y su cabello negro como el petróleo. Tenía tan poca experiencia que ni siquiera era capaz de ponerme el condón en la polla. En las catequesis de los domingos a las que acudía desde que salió del útero de su madre no le habían enseñado eso.
—Ninguna como tú —digo cuando vuelvo a mirarla.
Parece nerviosa, tan deliciosamente intacta, y quiero hundirme en ella.
—¿Tienes un condón? —El volumen de su voz disminuye cuando pronuncia la palabra condón. ¿Habrá visto alguno alguna vez? Natalie lo vio sólo en la oscuridad. «¿Por qué cojones no paro de pensar en Natalie en estos momentos?»
Puedo follarme a Pau ya y ganar esa apuesta. Puedo hundirme en su cuerpo puro y tomar lo que he venido a buscar. Me está mirando expectante. Cree que soy el típico tío que trae aquí a las chicas para follárselas en el bosque. Especialmente a aquellas que nunca lo han hecho antes.
—¿Un condón? —Me río, y justo en ese instante decido que no vamos a follar aquí—. No voy a follarte —le digo, aunque quiero hacerlo.
—Ah —replica Pau con voz tímida, y se incorpora.
—¿Adónde vas?
¿Por qué da por hecho que tenemos que irnos sólo porque no voy a tirármela?
—Ah. No, Pau, no quería decir eso, es sólo que tú nunca has hecho nada... nada en absoluto, así que no pienso follarte. —Intento detectar si me cree, y añado—: Hoy.
Parte del rubor de sus mejillas desaparece.
—Hay muchas otras cosas que quiero hacer primero.
Joder si las hay. Voy a hacer que me suplique. Necesito que su cuerpo se rinda a mis caricias. Cada milímetro de su ser me pertenece en este momento. La tengo aquí tumbada, expuesta y dispuesta, y pienso aprovecharme de ello, de ella. Me monto sobre su cuerpo y ella sacude un poco la cabeza cuando unas gotas del agua que empapa mi pelo le caen sobre el rostro. Sonrío y observo cómo cierra los ojos esperando a que caigan más.
—No puedo creer que nunca te haya follado nadie —digo con sinceridad.
Quiero presionar mi cuerpo cubierto contra el suyo para que se haga una pequeña idea de lo que sentiría si me la follara hoy. Me apoyo sobre uno de mis hombros, coloco la mano en la garganta de Pau y deslizo suavemente las puntas de los dedos entre sus abundantes pechos. Parecen tan suaves, y son tan grandes que podría follármelos. Mi mano no llega a cubrirlos del todo, pero se mantienen perfectamente firmes. Sus pezones son como guijarros esperando a que mi boca los succione. Si me detengo aquí a admirarlos con el tacto, no seré capaz de mantener la polla en los calzoncillos. Menos mal que lleva puesto el sujetador.
Desciendo los dedos por su estómago, por la suave y modesta curva de su vientre. Su piel se eriza y la oigo suspirar. Deslizo la mano por debajo de sus bragas y me detengo brevemente en el borde de la ropa interior. Continúo descendiendo por su coño y busco su clítoris a través de la humedad.
—¿Te gusta? —le pregunto mientras lo atrapo entre el índice y el pulgar.
No contesta. Está mojada e hinchada. Su cuerpo se ha rendido a mí con sólo una caricia. Tan sólo le he empezado a mostrar lo que puedo hacerle sentir. Me inclino sobre ella y rozo sus labios con los míos.
—¿Te gusta más que cuando lo haces tú? —pregunto.
Libero su clítoris y deslizo un solo dedo por su hendidura. Me pregunto cómo se lo hará ella misma. ¿Se correrá frotándose el clítoris o metiéndose los dedos? Tengo la sensación de que es más de clítoris, que va directa al grano.
—Dime —insisto.
—¿Qué?...
—Cuando te tocas, ¿te gusta tanto como esto?
Sigue sin responder... ¿Por qué no me lo dice?
Joder, me pone tremendamente cachondo imaginármela tumbada en su cama de la residencia, abierta de piernas y acariciándose con esos deditos que tiene. Tendría que hacerlo en silencio porque su compañera de habitación está durmiendo, pero se tocaría hasta llegar al orgasmo y se taparía la boca con la mano para no gritar. En algunas ocasiones, cuando el orgasmo es muy intenso, puede que incluso se muerda el labio y se trague sus propios jadeos hasta volver a la realidad. Necesito saber cómo lo hace, pero sigue mirándome como si me hubieran salido dos cabezas. Sólo le he preguntado cómo se masturba.
«Vaya.»
De repente caigo en la cuenta de que doña Remilgada nunca se ha masturbado.
—Espera..., nunca has hecho eso tampoco, ¿verdad? —pregunto.
Continúo acariciándola, disfrutando del charco de excitación que cubre mi dedo.
—Tu cuerpo reacciona a mí de una manera tan exquisita, y estás tan húmeda...
Gime, y es un sonido delicioso de la hostia. Me centro en su clítoris de nuevo. Lo atrapo con suavidad entre mis dedos húmedos y dejo que se deslice suavemente.
—¿Qué... ha sido... eso? —dice, y su voz no es más que un cálido susurro. Toda su resistencia se ha rendido a mis caricias.
Repito el placentero pellizco y trazo pequeños círculos con el pulgar. Pau jadea ahora. Sus piernas se tensan y sé que está cerca. Muy cerca. Me muero por ver cómo se deshace por mí. No puedo creer que nunca haya sentido la pura euforia del sexo. Joder, no sabe lo que se ha estado perdiendo.
Levanta la espalda del suelo, elevando las tetas hacia mi rostro. Un lametón no le hará daño a nadie.
Bueno, sí. Me distraería de mi objetivo. La beso de nuevo, esta vez reclamándola seriamente, y dándole justo lo que necesita. Le estoy proporcionando algo que nunca había sentido. Está cada vez más lejos de la realidad gracias a mis caricias. A mí.
Introduzco mi mano libre por debajo del sujetador y recojo su pecho perfecto. Lo masajeo y dejo que note más de una sensación a la vez. Le tiemblan las piernas.
—Eso es, Pau, córrete para mí —la aliento.
Está tumbada sobre la hierba, mordiéndose el labio inferior con un intenso rubor en las mejillas, y su mirada..., joder, me encanta su mirada perdida.
—Mírame, nena —le ruego, y mordisqueo la carne que rebosa por fuera de su sujetador.
—Pedro —gime con voz densa, negándose a dejarme apartar la mirada.
Es tan sexi, tan erótica, sin pretenderlo lo más mínimo...
—Pedro... —Me atrae aún más hacia sí mientras pronuncia mi nombre.
Respira con dificultad al tiempo que intenta recobrar la compostura.
—Te daré un minuto para que te recuperes —digo y lentamente saco mi mano de sus bragas. Un resbaladizo rastro de su orgasmo reluce en su vientre donde apoyo la mano.
Suspira, y me llevo la mano al bóxer para secármela.
La tengo tan dura en estos momentos que ni siquiera puedo pensar. Ella sigue aquí tumbada, con expresión de acabar de vivir el mejor momento de su vida. Sé que quiere más. Y Dios sabe que se lo concedería sin dudar. Cada milímetro de mi cuerpo está deseando penetrarla. Quiero oír cómo gime y sentir cómo sus músculos se aferran a mi alrededor.
Pero hoy no. Hoy no puedo. Me levanto y recojo los vaqueros y las botas de la orilla.
Noto cómo Pau me observa mientras me visto.
—¿Ya nos vamos? —pregunta con una voz baja cargada de duda.
¿Quiere que haga que se corra otra vez? ¿Quiere más ahora que sabe las maravillosas sensaciones que puede ofrecerle su cuerpo?
—Sí, ¿querías quedarte más rato?
—Es que pensaba... No sé. Creía que tal vez tú querías algo...
Parece humillada. ¿Por qué iba a sentirse así? ¿Se está arrepintiendo ya de haber dejado que la masturbe?
Debería haberlo imaginado.
Pau cambia de postura y se tapa. Ya está intentando huir de mí. Un momento... ha dicho que creía que yo quería algo...
—Ah, no. Estoy bien.
«Me encantaría sentir cómo tu lengua caliente juguetea con la punta de mi polla en este mismo instante, pero no forma parte del plan.» Pero, en lugar de decir eso, añado «Por ahora», para asegurarme de que sepa que voy a disfrutarlo plenamente cuando suceda. Pau asiente y se sube los vaqueros por las piernas y se coloca la camiseta por la cabeza.
Ver cómo se viste me está volviendo loco. Quiero abalanzarme sobre ella y desnudarla otra vez.
Se vuelve como si algo entre las piernas la incomodara. No puede dolerle; no la he penetrado de ninguna manera. Probablemente no esté acostumbrada a estar tan mojada. La idea me hace reír y me pone cachondo de la hostia a la vez.
—¿Te pasa algo? —le pregunto en el coche mientras conduzco por la carretera de gravilla.
El sol se ha puesto ligeramente, y el aire es cada vez más húmedo. Pronto empezará a llover.
—No lo sé. ¿Por qué estás tan raro ahora?
«¿Raro? ¿Yo?»
—Yo no estoy raro, la que está rara eres tú.
—No, no me has dicho nada desde..., bueno, ya sabes. —Le da demasiada vergüenza ser más específica.
Lo digo yo por ella.
—Desde que te he provocado tu primer orgasmo.
—Eh..., sí. No has dicho nada desde eso. Te has vestido y nos hemos ido. Me hace pensar que me estás utilizando o algo.
¿Utilizándola? ¿Para qué?
Espera, es que la estoy utilizando. Mierda.
Pero ella eso no lo sabe. Es su inseguridad la que la hace pensar así.
—¿Qué? Es obvio que no te estoy utilizando. Para utilizar a alguien habría sacado algo a cambio —digo medio riéndome.
Pero ella no se ríe cuando la miro. Tiene los ojos rojos y una sola lágrima desciende por su mejilla. Joder. «¿Está llorando?»
—¿Estás llorando? ¿Qué he dicho?
No la entiendo. ¿Por qué está tan sensible? Y ¿por qué me siento tan culpable? Siempre coge todo lo que digo y lo transforma en algo negativo. Tiene una muy mala opinión de mí, y no se lo reprocho. Es muy susceptible.
—No quería parecer insensible, lo siento. Es que no estoy acostumbrado a lo que se supone que tengo que hacer después de estar con alguien; además, no iba a dejarte en tu cuarto y largarme. Había pensado que podíamos ir a cenar o algo, seguro que estás muerta de hambre. —Le doy un apretón en el muslo.
Ella me sonríe, y el pesar que sentía en el pecho disminuye de manera considerable.
—¿Qué clase de comida te gusta? —le pregunto.
No sé adónde llevarla. Nunca he salido a cenar a solas con ninguna mujer. Sí, ya sé que es triste, pero la mayor parte del tiempo que paso con las mujeres transcurre en otro sitio. Ella se lleva las manos al pelo revuelto para recogérselo. Creo que me gustará vérselo recogido..., así podré verle mejor la cara.
—La verdad es que me gusta todo, siempre que sepa lo que es y que no lleve kétchup.
—¿No te gusta el kétchup? ¿No se supone que a todos los estadounidenses los vuelve locos esa salsa?
Qué rara es esta chica.
—No tengo ni idea, pero es asquerosa.
Me hace gracia lo segura y orgullosa que se muestra con respecto a su firme odio por el kétchup.
Se echa a reír conmigo.
—¿Te parece que sea una cena sencilla, entonces?
Cuando el ambiente en el coche se vuelve demasiado silencioso, le pregunto:
—¿Qué planes tienes para cuando termines la universidad?
Mierda, ya le había preguntado eso. Se me da fatal conversar.
—Tengo intención de mudarme a Seattle inmediatamente, y espero trabajar en una editorial o ser escritora. Sé que es una tontería. —Se mira las manos. No es ninguna tontería; yo tengo el mismo sueño—. Pero ya me lo preguntaste, ¿recuerdas?
—No, no lo es. Conozco a alguien que trabaja en la editorial Vance; está un poco lejos, pero a lo mejor podrían hacerte un contrato de formación. Si quieres, hablo con él. —Vance mataría por tener a alguien tan brillante como Pau trabajando allí.
—¿En serio? ¿Harías eso por mí? —Se ha quedado pasmada, lo noto en su voz.
—Sí, no es para tanto. —Me encojo de hombros.
Odio recibir tanta atención en este momento. Siento el rebosante entusiasmo de Pau en el asiento de al lado. Conseguirle a alguien un contrato de formación en Vance no es gran
cosa. Lo haría por cualquiera. De verdad.
—Vaya, gracias. En serio. Necesito conseguir un trabajo o un contrato de prácticas pronto, y eso sería un sueño hecho realidad —dice, y junta las manos con entusiasmo.
Las junta literalmente, como una niña que acaba de ganar el oso gigante en la feria. Me entran ganas de sonreír.
Mientras aparco, Pau parece algo insegura con respecto a la cena, y veo cómo observa el aspecto desfasado del local.
—La comida aquí es fantástica —le garantizo, y salgo del coche.
La cafetería está casi vacía cuando nos sentamos. Una anciana baja y rechoncha nos trae los menús, y yo intento mirar a cualquier parte menos a Pau.
Una vez pedida la comida, inicia una conversación conmigo. Intenta sacarme algo sobre mi infancia, pero no se lo permito.
—Mi padre bebía mucho; nos abandonó cuando yo era pequeña —me suelta de repente.
Yo no digo nada. Me quedo mirando el plato con el ceño fruncido e intento no imaginármela de niña escondiéndose de su versión del borracho de mi padre.
Permanezco sumido en mis pensamientos durante el trayecto de regreso. Centro la atención en usar los dedos para dibujar pequeñas figuras en la pierna de Pau.
—¿Lo has pasado bien? —pregunta cuando llegamos al campus.
Su frase está cargada de expectación.
Lo cierto es que sí lo he pasado bien. Me gustaría volver a «pasarlo bien» con ella y hacerla gemir mi nombre mientras la penetro con los dedos una y otra vez. Pero, en lugar de eso, le digo:
—La verdad es que sí. Oye, te acompañaría a tu cuarto, pero no tengo energías para soportar el interrogatorio de Steph...
Me vuelvo hacia ella. Está decepcionada, aunque se esfuerza por mantener esa falsa sonrisa en su rostro.
—Tranquilo. Nos vemos mañana —dice con pesar.
Sé que no quiere marcharse, y la idea me complace. Se me queda mirando, esperando a que diga algo. No lo hago, pero alargo la mano y le coloco un mechón de pelo suelto detrás de la oreja. No tengo mucho que decir, pero quiero volver a tocarla. Quiero sentir esa inmensa calma que me infunde cuando me toca. Vuelve la mejilla y la apoya en la palma de mi mano. Parece una versión más joven de sí misma, abierta y aguardándome.
Tiro de sus brazos para que se acerque. La necesito más cerca. Obedece, atraviesa la consola central y se coloca a horcajadas sobre mi regazo. Mi cuerpo está caliente tras haber recibido el sol vespertino, y las manos de ella recorren con avidez la tinta de mi vientre por encima de la fina camiseta. Vibro al sentir las caricias de las puntas de sus dedos. Tiento su lengua con la mía y acepto todo lo que quiera darme. Le rodeo la espalda con los brazos y la aproximo a mí todo lo posible. Sigue sin ser suficiente. Necesito más.
Nunca es suficiente con ella. Mis manos ascienden por su cálido estómago y, de repente, nos interrumpe el tono de llamada más desagradable del mundo.
—¿Otra alarma? —le pregunto, y ella rebusca en su bolso.
La pantalla de su viejo móvil es pequeña, pero lo bastante grande como para que vea el nombre que aparece en ella: NOAH.
Su querido novio del instituto la está llamando mientras ella está en mi coche metiéndome la lengua hasta la garganta. Rechaza la llamada y me sonríe. ¿En serio? Supongo que no es tan inocente como creía. Un buen orgasmo parece haber acabado con su sentido de la moralidad, gemido a gemido.
Caigo en la cuenta de que no va a contarle nada de lo que ha pasado hoy. Ni una palabra. Va a besarme, a salir de mi coche y a llamar al pijo de su novio en cuanto llegue a su cuarto. Le dirá que lo quiere. Él hará lo propio y ella sonreirá del mismo modo que cuando yo la besé. Se lame los labios y se inclina por encima de la consola central para besarme de nuevo. «No, no...»
—Tengo que irme. —Suspiro y me quedo mirando hacia adelante a través del parabrisas.
—Pedro, he rechazado la llamada —dice a la defensiva—. Voy a hablar con él de esto. Aunque no sé cómo ni cuándo, pero será pronto, te lo prometo.
Vaya, parece que me equivocaba con respecto a lo de su pérdida de la moralidad, pero esto es peor de lo que pensaba. Se ha pasado la tarde conmigo, y ¿ahora va a romper con su novio de la infancia y espera que yo lo sustituya? «No, no.»No.»
El ambiente del coche se está cargando, y siento que me asfixio mientras Pau aguarda una respuesta.
—¿Que vas a hablar con él de qué? —le pregunto, consciente de que no debo seguir alimentando a este cachorro más de lo que lo he hecho ya.
—De todo esto —dice agitando la mano por el coche y meneando el aire denso, y estoy convencido de que voy a asfixiarme con él.
¿Cómo cojones se me ocurre hacer todo esto con ella? Debería habérmela follado, sin nada de cenitas debatiendo sobre el kétchup ni charlas sobre nuestros planes de futuro. Ahora quiere formar parte de mi vida, como hacen siempre las mujeres. Pues está bien loca si cree de verdad que eso va a suceder.
—De nosotros —añade.
Ha usado la palabra nosotros, y me aterra de la hostia.
—¿Nosotros? No estarás diciéndome que vas a romper con él... por mí, ¿verdad?
De repente siento todo su peso sobre mi regazo, como un firme recordatorio de por qué no me van las vírgenes. Ni siquiera para Natalie fue la primera vez; había perdido la virginidad con un chico de su iglesia «experimentando».
—¿Es que... no quieres que lo haga? —dice arrugando el ceño con confusión.
«Joder, esto va de mal en peor.»
—No, ¿por qué ibas a hacerlo? A ver, si tú quieres dejarlo con él, hazlo, pero no lo hagas por mí.
—Pero... creía que...
—Ya te he dicho que yo no busco una relación, Paula.
Se encoge, dolida por mis palabras. Esto es peor de lo que había imaginado. Una parte de mí quiere decirle que no pretendo ser un capullo, que llevo esta actitud en mis genes y que no es culpa mía. Ni suya. Aunque, en realidad, sí que es culpa mía. Es culpa mía no tener ni una pizca de lo que sea que haya que tener para que la gente quiera emparejarse y vivir felices para siempre mientras retozan en campos de flores silvestres. Sencillamente no soy capaz.
—Eres un gilipollas. —Se levanta de mi regazo y recoge apresuradamente su móvil y su bolso. Su súbita ausencia sobre mi cuerpo me tortura, tanto como la tormenta gris que se ha formado en sus ojos.
—¡No quiero que vuelvas a acercarte a mí! ¡Lo digo en serio! —grita, y se dispone a marcharse. La voz de Natalie dirigiéndome esas mismas palabras con los ojos llenos de lágrimas resuena en mi mente a través de un altavoz. Los ojos de Pau están sólo vidriosos, pero sé que se está aguantando el llanto por orgullo. Nos parecemos mucho en eso; el tremendo e irracional orgullo que tenemos podría llegar a ser peligroso.
Abre la puerta del coche y sale sin mirarme siquiera. Da un portazo deliberado y recorre el parking a paso acelerado. Arranco de inmediato y subo el volumen de la radio. Necesito que el ruido silencie el huracán que se está formando en mi mente. Me tiemblan las manos y no puedo parar de darle vueltas a la cabeza.
Natalie, Paula, Natalie, Paula.
Natalie está en el porche de la casa de mi madre en Hampstead con una mochila estudiantil de flores pegada al pecho y los ojos rojos inundados de lágrimas.
«Por favor, Pedro —lloraba—. No tengo adónde ir.»
Estaba suplicando. Una nube de vapor empañaba el aire frío delante de su rostro mientras hablaba. No fui capaz de dejarla pasar. No pude hacerlo. Tenía entendido que su familia y la iglesia la habían repudiado, que la habían echado de sus dos santuarios. Me parecía tan joven en ese momento...; sus ojos azules brillaban a través de la oscuridad mientras esperaba, con la esperanza de que cambiara de idea.
Pero no lo hice. Joder, no podía. No podía dejar que se quedara en mi casa. Mi madre casi nunca estaba allí, lo que significaba que estaría conmigo todo el tiempo. ¿Qué podía hacer yo por ella? No quería tener nada que ver con ella y, aunque así fuera, no podía hacer nada por ayudarla. Mi padre era un borracho que la habría despertado al entrar tambaleándose en la húmeda casa. Las paredes tenían manchas de humo y su olor se había filtrado de manera permanente en la tapicería de los muebles.
¿Dónde iba a dormir si él regresaba de repente? Llevaba años sin aparecer, pero mi mente infantil creía que volvería. Era un estúpido.
Ahora ha vuelto. Tiene una bonita familia y vive en una enorme casa, y detesto la cantidad de veces que ese pensamiento me viene a la mente. Ya me he trasladado a otro país para vivir más cerca de él, pero lo tengo grabado en la cabeza todo el puto día. El ruido de un claxon me devuelve al presente y doy un volantazo, lo que provoca que el monovolumen me pite de nuevo. No veo con claridad; el mundo más allá del parabrisas es un borrón. Parpadeo unas cuantas veces y alargo la mano hacia el dial de la radio. Necesito detenerme a un lado de la carretera. Me duele el pecho. Siento un constante martilleo muscular en mi interior. Es tan intenso que me tiemblan los huesos. Unas gotas de sudor, o tal vez lágrimas, me empapan la piel. Me las seco avergonzado.
—¡Joder! —grito al denso ambiente.
Necesito oxígeno. Tengo la sensación de que se me cierra la garganta y abro la ventanilla. El fresco aire otoñal se abre paso y relaja mi respiración. Veo el rostro de Natalie en mi mente tan claro como si la tuviera delante. Junto a ella está Pau, y ambas se ríen de mí a carcajadas. Se están burlando de la influencia que ejercen sobre mí. La omnisciente sonrisa de Pau se ilumina, y Natalie desaparece. ¿Qué cojones me está pasando? Tengo que alejarme de Pau. Me importa una mierda la Apuesta y quedar como un idiota cuando Zed gane.
Zed.
Su nombre me hace vacilar. No soporto imaginarme su cuerpo sudoroso sobre el de ella mientras la penetra.
Cierro los ojos y apoyo mi mejilla ardiente contra el frío volante. En menudo lío de mierda me he metido.
Cuando llego a clase, Pau no está en su sitio, que está vacío, como el de Landon. Me siento y saco el móvil. Hay un mensaje de Logan en el que me invita a tomar algo después de comer. Le respondo que no y vuelvo a guardarme el teléfono en el bolsillo de los vaqueros negros. Me están un poco ceñidos, pero no importa. Tengo las piernas demasiado largas y parezco un payaso si me pongo pantalones anchos. Tengo una mancha de rotulador (o igual es de maquillaje) en la manga de mi camiseta blanca. No me apetecía hacer la colada, y algunas de las cosas que se ponen las mujeres en la cara deben de ser biopeligrosas como mínimo.
Estoy distraído pensando en mi desagradable falta de higiene cuando Pau entra por la puerta. La miro directamente con la intención de que sus ojos se encuentren con los míos mientras avanza hacia la primera fila. Me sorprende que no se siente en otro sitio. Pensaba que su odio hacia mí sería tan fuerte que haría algo así.
—¿Pau? —susurro a través del reducido espacio que separa nuestros asientos.
Ella finge que no me oye, pero he notado el respingo de sus hombros cuando he pronunciado su nombre.
—¿Pau? —Traga saliva, y su pecho se hincha y se deshincha con una lentitud antinatural.
La tensión que emana de nosotros es palpable.
—No me hables, Pedro —dice, y se pone firme para indicarme que no está de broma.
—Venga ya. —Intento engatusarla con una sonrisa, pero no cuela.
Se lame los labios y dice:
—Lo digo en serio, Pedro. Déjame en paz.
—Vale, como quieras. —Si quiere hacerse la difícil, yo también sé serlo.
Vaya si lo sé.
Landon interviene en la conversación como un cachorrillo preocupado.
—¿Estás bien? —le pregunta a Pau.
—Sí, estoy bien. —Asiente ella, y se vuelve ligeramente para darme más la espalda.
La semana transcurre con noches en vela y tentadoras llamadas por parte de las botellas que están bajo la pila. Cada vez se me hace más difícil resistirme a ellas.
Cuando llega el viernes estoy agotado de la hostia. Tengo un aspecto de mierda y me siento como tal. Cuando llego a literatura, Landon está sentado en su sitio y me mira inmediatamente.
—Tengo que hablar contigo —dice.
Echo un vistazo a mi alrededor para ver a quién más podría estar dirigiéndose. No puede estar hablándome a mí, pero Pau acaba de entrar por la puerta, así que podría ser.
—Sí, es a ti —dice, y parece aún más cabreado que antes.
Ocupo mi sitio y paso de él. Cruzo las piernas por debajo de la mesa, me inclino hacia atrás y me apoyo contra el duro respaldo de plástico de la silla.
—Quería transmitirte una invitación para que vengas a cenar dentro de unos días. Nuestros padres tienen algo que decirte. —Parece percatarse de su propia estupidez, porque se corrige—: Mi madre y tu padre.
¿«Nuestros padres»? ¿Es que ha perdido la puta cabeza?
—¡No vuelvas a decir nada parecido, gilipollas!
Landon se dispone a levantarse presionando las manos contra la superficie del pupitre. No se atreverá.
—¡Déjalo en paz! —grita Pau, y me agarra de los brazos para evitar que me abalance sobre Landon.
Tiene que aprender a meterse en sus putos asuntos. Bajo los brazos. «A la mierda con esto.» ¿Por qué ha tenido que aparecer?
—Métete en tus asuntos, Paula.
Ella se inclina sobre su mejor amigo y le susurra algo. «Mejor amigo» es una expresión absurda, pero seguro que estos dos petardos la utilizan.
—Nada. Es que es un capullo, básicamente —dice Landon en voz alta mientras esboza su sonrisa más encantadora.
La risita de Pau me irrita mucho.
Se vuelve hacia Landon.
—¡Tengo buenas noticias!
Vaya. Está actuando delante de mí. Seguro que piensa que no me doy cuenta de su comportamiento infantil.
—¿En serio? ¿El qué?
—¡Noah va a venir a visitarme hoy, y pasará aquí el fin de semana!
Una punzada de celos se apodera de mí y me crispa todos y cada uno de mis nervios. Con cada palmada que da Pau, siento cómo mi abrasadora mirada calienta su piel, y cada vatio de luminosidad que emana de su sonrisa aumenta los vehementes temblores de mis manos sobre el pupitre.
—¿En serio? ¡Eso es genial! —exclama Landon con sinceridad, y ninguno de los dos me presta atención cuando finjo tener arcadas.
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solo 2 dias mas y chau After !!!
excelentes
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