Divina

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domingo, 2 de agosto de 2015

El Hombre Más Deseable Capítulo 17


Pedro condujo hacia su casa con el peor humor que podía recordar en años. Apenas podía contener la furia, y cuando llegó a su camino de entrada, cerró de un fuerte portazo la puerta del Explorer. Ojalá nunca hubiera oído el nombre de Horacio. Ese hombre era pura escoria. ¿Cómo podía vender a sus parientes de sangre como si éstos tuvieran un valor asignado más allá del cual no importaran?

Muy fácil. Para él mismo la relación de sangre no había significado nada hasta que adquirió un valor económico. Había visto claramente la intención de su padre de reclamar el parentesco en cuanto lo vio. El y Gabrielle ahora valían la pena puesto que eran unos Alfonso.

Estaba oscureciendo cuando desactivó el sistema de seguridad y entró en la casa.

-¿Paula? -la necesitaba urgentemente.

Su mujer apareció en el vestíbulo. Llevaba un camisón azul transparente con una bata de seda que mostraba sus largas y esbeltas piernas.

-Bienvenido a casa -llevaba una copa de vino en la mano y se la ofreció-. Me siento como si no te hubiera visto en años.

El aceptó la copa sin decir nada y la dejó sobre la mesa del vestíbulo. -Te necesito -murmuró, abrazándola y cubriéndole la boca con la suya-. Dime que me quieres -le susurró contra los labios.

-Te quiero -dijo con un suave ronroneo-. Te quiero.

Él la besó ávidamente en el cuello. Olía a frescor y humedad, como si acabara de darse una ducha.

-Vamos arriba -dijo al tiempo que la levantaba en brazos. Ella siempre protestaba, pero a él le gustaba llevarla en brazos.
Pero esa noche ella no protestó.

-No tenemos que ir arriba -le dijo, echándole los brazos al cuello-. Hay habitaciones aquí abajo que aún no hemos estrenado.

Sus palabras le encendieron aún más el deseo a Pedro, y en vez de dirigirse a las escaleras entró en la cocina.

-Tienes razón -la sentó en el borde de la encimera, colocándose entre sus muslos, y se desabrochó rápidamente los pantalones. Soltó un gemido cuando ella lo ayudó a liberarse. El tacto de sus manos le hervía la sangre. Deslizó las manos por debajo de su camisón y descubrió con deleite que no llevaba nada bajo la seda azul.

Se arrodilló delante de ella y presionó la boca contra los suaves rizos rubios de su entrepierna. Ella gimió y se removió agitadamente. Con mucha lentitud, él trazó un sendero con la lengua a lo largo de sus pliegues semiocultos, haciendo que se abriera un poco más con cada caricia. Su sabor era picante y deliciosamente femenino. Cuando encontró el pequeño botón escondido, ella dejó escapar un grito ahogado y se arqueó con violencia.

Él quería llevarla al orgasmo, pero también era egoísta. Quería estar dentro de ella cuando alcanzara el clímax. La sola idea era demasiado erótica para resistirse. Rápidamente, se levantó y se colocó entre sus piernas.
Entonces se detuvo y lanzó una maldición.

-No estoy usando protección.

-No, la verdad es que no -dijo ella, sonriendo como una gata satisfecha. Le atrapó con los muslos el extremo del miembro, haciéndolo gemir.

-¿Quieres que pare? -le pregunto él.

-No -le sujetó las caderas con las manos para mantenerlo pegado a ella.

-¿Te importaría si concibiéramos un hijo esta noche?

-No me importaría -le rodeó el miembro con la mano y empezó a acariciarlo-. Quiero tener un hijo tuyo.

La caricia de sus dedos le hizo apretar los dientes, pero no podía detenerla.

-Y yo quiero que tengas un hijo mío -consiguió decir-. Lo que tenga ser, será. La abrazó con firmeza para penetrarla en profundidad. Enseguida empezó a moverse a un ritmo rápido y frenético, manteniéndola sujeta por las nalgas hasta que juntos alcanzaron la cima del placer.

Los dos quedaron jadeantes, sin aliento. A Pedro le temblaban las piernas, pero consiguió llegar hasta el salón con ella en brazos y derrumbarse en el sofá. La amaba con todas sus fuerzas, amaba a esa pequeña y tranquila mujer que nunca le había pedido nada, que se había casado con él y le había cambiado la vida sin pedirle nada a cambio.

Entonces se dio cuenta de lo que acababa de admitirse a sí mismo. ¡La amaba! Pues claro que la amaba. Resistirse era una batalla perdida.
Apoyó la frente en la suya y la besó tiernamente. Los dos respiraban con dificultad. Pedro sonrió. En cuanto recuperara el aire, le diría lo que sentía por ella.

-¿Dónde está la gata? -le preguntó.

-Arriba, durmiendo en mi almohada.

-Bien -volvió a besarla-. Habría sufrido un daño psicológico irreversible de haber visto lo que acabamos de hacer.

El teléfono sonó en ese momento, haciéndoles dar un respingo a ambos. -Será mejor que contestes tú -dijo él con una sonrisa-. Por el modo en que respiro, quien quiera que llame sabrá lo que hemos estado haciendo -alargó una mano y pulsó la función de manos libres.

-Residencia Alfonso. Paula al habla -respondió ella.

-Hola, Paula -una animada voz masculina llenó la habitación, y Paula se quedó horrorizada al reconocerla-. Sólo quería darte las gracias y decirte que fue estupendo verte la otra tarde. Sé que harás lo que esté en tu mano para hacer que Pedro vea la verdad. Por cierto, soy Horacio -añadió tardíamente.

Paula se había quedado rígida nada más oírlo. Y Pedro se dio cuenta de que ella había sabido enseguida quién era. Le clavó una penetrante mirada y vio cómo se ponía pálida.

-Yo, eh...

-Me gustaría que volviéramos a vernos un día de éstos -siguió hablando Horacio-. La próxima vez, seré yo quien te escuche -soltó una risita-. Bueno, gracias. Eres la única esperanza que tengo de que mi hijo y yo...

-No, Zolezzi -dijo Pedro, levantándose del sofá-. No hay la menor esperanza de que tú y yo volvamos a estar otra vez bajo un mismo techo, y mucho menos de que volvamos a hablar. Deja en paz a mi mujer y no intentes ponerte en contacto con ella nunca más.

-¿Pedro? -Zolezzi parecía horrorizado-. Pedro, yo...
Pedro apagó el teléfono y miró a su esposa.

Con dedos temblorosos, Paula se cubrió con el paño del sofá. Tenía los ojos muy abiertos y el rostro desprovisto de todo color.

-Maldita seas -le espetó él-. ¿Cuánto tiempo llevas viéndolo a mis espaldas?

-Sólo lo he visto una vez -respondió con un hilo de voz. Sabía que se había equivocado. Pedro se enfureció aún más. Había confiado siempre en ella, había llegado a necesitarla, a creer en su habilidad para hacerlo feliz. ¡Había estado a punto de decirle que la amaba!

-Había llamado dos veces. La primera quería hablar contigo. La segunda...

-No me importa la segunda -se apartó de ella, demasiado furioso para mirarla, y se abrochó los pantalones mientras hablaba-. Sabías lo que pensaba de él. Sabías que no quería darle nada de mi familia. ¡Lo sabías! Confiaba en ti, y me has engañado a mis espaldas, viendo al hombre que destrozó a mi familia.

-Le das demasiada importancia -argumentó Paula-. Y mira cuál ha sido el resultado. Incluso si tu padre actuó por egoísmo, aún tienes a Luciana y a Federico

-Y estoy a punto de conocer a tres nuevos primos -espetó él. Ella lo miró sin comprender-. Oh, ¿no se le olvidó contártelo? Mi querido padre ha descubierto a tres hijos ilegítimos de mi tío Cameron, y por una «pequeña cantidad» ha tenido la gentileza de compartir la información con nosotros.

-¿Cuándo... cómo...? -balbuceó ella.

-Mi madre me llamó hoy. Me pasé por su casa. ¡Ese... ese cerdo está arruinando a mi familia! -era una exageración, desde luego, pero en cierto modo era así como se sentía.

-Pedro, ya sé que tu padre tiene defectos -dijo ella, retorciendo el paño entre sus dedos-. Pero creo que es sincero cuando dice que quiere conocerte...

-Demonios, claro que es sincero -gritó él-. Ahora soy un Alfonso. Eso es lo que me da valor a sus ojos. Si se llevara bien conmigo, podría vivir a costa de mi familia -se dio la vuelta y se dirigió hacia la cocina-. ¡No quiero tener nada que ver con él y tú lo sabías!

-Lo sabía -repitió ella, siguiéndolo a la cocina-. Pero pensé que estabas equivocado. Y lo sigo pensando -la voz le temblaba, pero consiguió mantenerse firme.

Para Pedro fue un shock que Paula lo desafiara de aquella manera. Estaba acostumbrado a que fuera una compañía tranquila, relajante, un oasis de calma. No podía recordar ninguna discusión entre ellos. Por primera vez, se dio cuenta de que bajo la amable y gentil apariencia de su mujer había un corazón de hierro. Aquel descubrimiento sólo le sirvió para ponerlo más furioso.

-Me da igual lo que pienses -le espetó brutalmente.

-Desprecias a tu padre -siguió ella, impertérrita-. Ni siquiera le das la oportunidad de hablar contigo.

-Ya tuvo su oportunidad -exclamó él-. ¡Pero estaba demasiado ocupado chantajeando a mi familia! Y animando a mi propia esposa a mentirme.

-Jamás te he mentido! -declaró ella con vehemencia.

-Tal vez no con palabras. Pero callarse la verdad es también una mentira. Por lo que sé, lo estás ayudando con sus tretas.

Ella ahogó un grito y él pudo ver cómo retrocedía ante sus duras palabras.

-Eso es ridículo.

-¿Lo es? -por supuesto que lo era, pero él sabía que eso le haría daño a Paula. ¡Y él quería hacerle daño! Quería que sintiera lo mismo que él al descubrir lo que había hecho-. ¿Qué más no me has contado sobre sus planes para mi familia?

-Él es parte de tu familia -el dolor se reflejaba en sus ojos, pero su voz era firme-. Algún día será demasiado tarde para que vuelvas a hablarle. Y me das pena, Pedro, si permites que el pasado te impida acercarte a él. Yo perdí la oportunidad con mi padre, y me arrepentiré de ello toda mi vida. Él no podía mirarla; estaba demasiado furioso. Mantuvo la vista fija en la piscina, cuyas aguas reflejaban la luz de la luna.


-Nunca te perdonaré por esto.

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