Los
minutos parecían horas, las más largas de la vida de Paula. Entonces, dos cosas
sucedieron casi a la vez. Sonó el móvil de Pedro… y unos segundos más tarde
sonrió. La esperanza la invadió mientras esperaba que le contara las novedades
y, cuando lo hizo, no pudo hacer nada para evitar caer desplomada.
Olivia
estaba a salvo. La tenía Carlos. Los secuestradores habían sido detenidos en un
control de carreteras al norte de la ciudad.
El
inmenso alivio, el desplome emocional, la salida de la pesadilla empezó a hacer
su efecto: las lágrimas empezaron a caerle silenciosas por las mejillas.
Pedro
tomó su rostro entre las manos y se las enjugó con los pulgares.
—Olivia
está bien. Van de camino a casa en un coche de la policía. Nos reuniremos con
ellos allí —no fue capaz siquiera de tartamudear una palabra y Pedro se limitó
a besarla en los ojos—. Vámonos a casa.
Paula
agradeció que la rodeara con un brazo y la llevara al coche. Una vez sentados,
la miró brevemente, observó su palidez y la mirada perdida más allá del
parabrisas.
—Vamos,
cariño —dijo con ternura y ella se volvió a mirarlo con los ojos llenos de
lágrimas.
—¿Cómo he
podido? —le temblaban los labios—. ¿Qué habría pasado si Carlos…? —no pudo
pronunciar las palabras, no quería decirlo en voz alta.
—Desde
mañana, Carlos tendrá un ayudante y los dos serán vuestras sombras en todo
momento.
Si
pretendía tranquilizarla, había fracasado miserablemente. Dos guardaespaldas.
Pensar en
que siempre necesitaría protección la asustaba. Nunca podría tomar una decisión
espontánea. No quería que Olivia creciera siempre a la defensiva, tomando
precauciones.
Nadie
sabía qué efecto tendría sobre ella el episodio de esa tarde.
—Te
aseguro que nunca volverá a suceder —prometió Pedro y ella lo miró incrédula.
—No
puedes prometer eso. Ambos sabemos que Olivia se ha convertido en un objetivo.
Había
otras posibilidades y ella sabía por cuál decidirse, Olivia parecía apagada y
abrazó a los dos en cuanto aparecieron en el vestíbulo.
Allí
estaba Carlos, lo mismo que María y una policía en ropa de calle que pasó un
tiempo considerable hablando con Olivia. Una herramienta psicológica que sin
duda ayudaba. Después Pedro se llevó a Carlos aparte para que le contara lo
sucedido con todo detalle.
Paula no
podía soportar tener a Olivia fuera de su vista. La bañó y ella picó algo de
ensalada mientras animaba a la niña a cenar. Junto con Pedro le leyó un cuento
en la cama y se quedó un largo rato sentada a su lado después de que Olivia se
hubo dormido.
Era
bastante tarde cuando volvió Pedro, acercó una silla y se sentó al lado de
ella.
—Ven a la
cama —dijo en un susurro—. Oli está completamente a salvo.
—Tengo
que estar aquí por si se despierta.
—El
sensor detecta cualquier sonido. La oiremos al instante. Lo miró en medio de la
penumbra y sacudió la cabeza.
—No
puedo.
Pedro permaneció en silencio unos segundos eternos, después se levantó y
se marchó. Paula quería llorar, pero ya no le quedaban lágrimas, así que se
quedó mirando al infinito, reviviendo una y otra vez la tarde desde antes de
que Olivia desapareciera tratando de descubrir algo… cualquier cosa que le
proporcionara una clave visual coherente con todo lo que había contado Carlos.
Paula no
fue consciente de que se había quedado dormida hasta que se despertó, se sintió
desorientada y se dio cuenta de dónde estaba. Echó un vistazo a Olivia, después
se volvió hacia la silla, dudó un momento. Sentía el cuello rígido y tenía
frío. No tanto por la temperatura de la habitación como por el agotamiento
emocional.
Ni
siquiera en la cama entraría en calor. Después de lo que le pareció un siglo de
dar vueltas en su cama, salió en silencio al pasillo y pensó en bajar a la
cocina a prepararse una taza de té; después cambió de idea.
—¿No
puedes dormir?
No había
oído nada ni sentido ningún movimiento, pero Pedro estaba ahí, grande e
indomable en la penumbra del pasillo.
—He ido a
ver a Olivia y después a ver cómo estabas tú —explicó en voz baja.
Paula se
puso a temblar y se envolvió en sus brazos para intentar, sin éxito, contener
el temblor. Pedro la tomó entre sus brazos y se la llevó a su habitación.
—Estoy
bien —dijo Paula mientras él la metía en la cama.
—Seguro
—susurró mientras empezaba a darle un masaje para estimular la circulación
hasta que los escalofríos fueron desapareciendo.
Pensó que
debería irse, pero… no quería alejarse de la compasión que él le ofrecía, de la
seguridad que sentía entre sus fuertes brazos, del tacto de sus labios en la
frente.
Era tan
agradable sentir su olor, esa mezcla de aroma a jabón y a hombre.
Todas
esas sensaciones se fueron deslizando en sus sentidos, tan poderosas como un
afrodisíaco, despertando el hambre de sus caricias. Lo besó y después le
acarició el brazo hasta llegar a la cadera.
Pedro la
miró y le devolvió el beso, suavemente al principio, separándole los labios con
la lengua después. Luchaba por dominar su propia excitación sabiendo que si no
lo lograba habría terminado antes de empezar y ella necesitaba que todo fuera
despacio, que la acariciara sutilmente. Él podía darle lo que necesitaba.
Y así lo
hizo. Con la lenta deriva de sus manos, la suave caricia de los labios fue
recorriendo cada punto sensible, cada hueco, deteniéndose a lamer los sensibles
pezones, el suave vientre hasta llegar a los rizos que nacían en la unión de
sus muslos.
Más
abajo, exploró la dulce humedad, disfrutó del delicioso aroma a mujer, del
hinchado clítoris que latía bajo las caricias de su lengua.
Los dedos
de ella se enterraron en su pelo mientras inconscientemente se arqueaba entera
pidiendo más… él la sujetaba por las caderas.
Pedro la
rodeó con los brazos notando sus estremecimientos mientras hundía el rostro
entre el cuello y el hombro… y cuando ella se fue a mover le dijo:
—Quieta,
te necesito así.
Era tan
fácil dejar que los párpados se cerraran por su propio peso, dejarse llevar y
dormirse apoyada en él.
Durante
un tiempo considerable simplemente la abrazó, calmado por el ritmo de su
respiración, la suave sensación de su cálido aliento contra la piel… y al borde
del sueño, se preguntó qué le depararía el día siguiente.
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