El lujoso
avión empezó a descender hacia el aeropuerto de Barajas. Había sido un largo
vuelo durante el que Paula había tenido mucho tiempo para reflexionar… y
preguntarse por qué había aceptado abandonar la relativa seguridad de su propio
territorio e ir a una ciudad que le traía demasiados recuerdos, no todos
buenos.
La
presencia de Pedro ayudaba a romper la excesiva intimidad de una cabina con tan
pocos pasajeros; además era un hombre muy agradable, alto, delgado y alerta
como correspondía a su puesto.
«Todo irá
bien», se decía Paula en silencio. Tenía el control, había pensado en cada
contingencia y era una visita muy corta. Olivia viajaba bien, sobrecogida por
lo que la rodeaba, el vuelo y su desesperado deseo de agradar. Pedro se había
convertido en el nuevo amigo de Olivia durante la semana que había llevado
confirmar su paternidad y arreglar toda la documentación del viaje. Sólo había
habido un momento complicado cuando la niña le había preguntado con candor:
—¿Eres mi
tío?
—Estoy
emparentado con el lado español de tu familia —había respondido él amablemente
y unos ojos abiertos de par en par lo habían mirado con solemnidad.
—¿Conoces
a mi padre?
—Sí.
—¿Lo
conoceré yo? «Oh, no, aún no», había pensado en silencio Paula.
—Te
prometo que sí. La innegable compenetración que había entre ellos tenía que ser
buena, se decía constantemente Paula mientras comprobaba la paciencia que Pedro
exhibía con la niña.
Eso le
hacía pensar en otros tiempos cuando ella había disfrutado de las caricias de
sus manos, de su cálida sonrisa… y de su amor. Porque había sido amor lo que
los había unido de un modo tal que ella nunca había pensado que algo podría
separarlos.
Pero
había sido así y estar en su compañía y volver a Madrid revivía todo de nuevo.
Podría
soportarlo. Tenía que hacerlo, por Olivia.
La
felicidad, seguridad y alegría de su hija era lo primero. Así que… tendría que
sobreponerse.
El avión
aterrizó suavemente, completó el recorrido de la pista y después se metió en un
hangar, donde desembarcaron. Pedro se ocupó de su equipaje y de las
formalidades antes de llevarlas a la limusina que los esperaba.
La
temperatura de Madrid en octubre no era muy diferente de la de principios de
verano en Perth. Una agradable época del año en ambas ciudades, ni mucho calor,
ni mucho frío.
Paula
miró a Olivia sentada en el medio del asiento trasero, después se colocó a su
lado, consciente de que Pedro podría sentarse a la derecha de la niña.
Pedro se
había duchado, afeitado y cambiado de ropa durante el vuelo, lo mismo que ella.
Había dormido con Olivia en un compartimento dormitorio, pero sólo había podido
dormir a ratos.
El
trayecto hasta el centro de la ciudad les llevaría menos de media hora. No le
preocupaba el alojamiento que Pedro les habría elegido… sólo deseaba llegar
porque eso significaría dejar de verlo hasta el día siguiente.
El podía
estar acostumbrado a cambiar de huso horario con frecuencia, pero Olivia y ella
no.
Madrid,
una ciudad de espléndida arquitectura, una combinación fascinante de lo antiguo
y lo moderno, su cacofonía de sonidos, tráfico, voces en un idioma que llevaba
sin escuchar casi cuatro años. Sintió que los dedos de su hija se enlazaban con
los suyos y la miró con detenimiento mientras ella observaba lo que pasaba por
la ventanilla ligeramente tintada.
—Es
diferente —dijo Olivia con vacilación.
—Los
coches van por el lado contrario a donde tú vives. Te acostumbrarás pronto
—aseguró Pedro y se encontró con las cejas alzadas de Paula.
¿En tres
semanas? No lo creía. Pedro esbozó una ligera sonrisa cuando se dirigió a la
niña.
—Un poco
más, pequeña —dijo en español—, y habremos llegado.
—¿Qué me
has llamado? —preguntó la niña seria.
—Pequeña
—dijo suavemente—. Es una forma cariñosa de llamar a las niñas. Olivia trató de
repetir la palabra imitando la entonación, y sonrió cuando él le dijo que lo
había pronunciado muy bien.
Paula se
encontró con la mirada de Pedro, intentó interpretar su expresión pero no lo
consiguió, así que dedicó su atención a lo que ocurría fuera del coche. Pedro
era muy enigmático.
¿Qué
esperaba? ¿Qué la calidez que mostraba con ella en presencia de la niña fuera
un sentimiento auténtico? Por favor. Ella tampoco sentía nada por él, ¿verdad?
Que se le
acelerara el corazón, o que sintiera mariposas en el estómago, era sólo fruto
de la tensión. El estrés derivado de la necesidad de asegurar el bienestar
emocional de Olivia.
En casi
cuatro años de ausencia habían cambiado pocas cosas y una ligera arruga empezó
a dibujarse en la frente de Paula cuando vio en qué sentido tomaban la
carretera. Su tensión fue en aumento hasta que la sospecha finalmente apareció.
«No, por
favor, no puede ser cierto». —¿A dónde nos llevas, Pedro? —preguntó con tono
ligero.
—A mi
casa de La Moraleja. Lo miró de un modo que quería decir: «estás bromeando».
—Un hotel
sería mucho más conveniente.
—No tiene
las necesarias medidas de seguridad —en su voz había una voluntad de acero que
ella no pudo dejar de notar.
Los ojos
de Paula brillaban de furia cuando lo miró. Si hubiera podido, lo habría
abofeteado. Menos mal que Olivia estaba entre los dos y, además, no se había
dado cuenta de nada.
«Espera,
sólo espera», le dijo con la mirada, «a que te pille a solas, tras una puerta
cerrada y fuera del alcance del oído de la niña».
Resultó
difícil mantener la calma durante el tiempo que tardaron en llegar a La
Moraleja, uno de los barrios más exclusivos a las afueras de Madrid.
La casa
de Pedro era una prueba de su riqueza y posición. Oculta tras altos muros y
protegida por puertas electrónicas, la mansión era una combinación de diversos
estilos en dos pisos de estuco color crema, una cubierta de tejas crema y
terracota y grandes ventanas curvadas con contraventanas, la mayor parte de las
cuales daban a una explanada cubierta de baldosas.
La
entrada era cubierta y compuesta por dos puertas de madera con los herrajes de
metal pulido; el suelo era de mármol.
Se dijo
que no quería estar allí. No quería rememorar los dolorosos recuerdos… ni
tampoco los buenos. Era demasiado personal, demasiado doloroso…
Pedro
tenía que saber cómo le impactaría estar allí. Una casa con habitaciones en las
que habían discutido, gritado, hecho el amor…
Aunque se
iba a convertir en el hogar temporal de Olivia en algunos períodos del año. De
los años, se corrigió mentalmente. Un lugar con el que su hija tenía que
familiarizarse, sentirse bienvenida, cómoda. Estar allí tenía sentido… para Olivia.
Para Paula
representaba una tortura que pondría sus nervios a prueba durante las
siguientes tres semanas.
El lo
sabía, lo había planeado y la había mantenido en la ignorancia deliberadamente.
Pero se
las pagaría… en su momento. Se lo juró mientras salía de la limusina y
acompañaba a Olivia hasta el enorme recibidor donde fueron recibidos por María
y Emilio, los empleados de confianza de Pedro y quienes vivían en la misma
propiedad.
Suelos de
mármol, amplia escalera que subía en una elegante curva al piso de arriba, una
brillante araña de cristal y cristaleras de colores. Antiguos muebles apoyados
en paredes color crema de las que colgaban obras de arte originales entre las
que se intercalaban hornacinas en las que se podía admirar una ecléctica mezcla
de vasijas, cuencos y ánforas venecianas.
La
mansión la formaban dos alas separadas por una galería con una balaustrada
oval. Una estaba pensada para recepciones formales, con un enorme salón,
recibidor y cocina en el primer piso, mientras que en el segundo había un gran
estudio, una biblioteca y un salón informal. El ala oeste la componían tres
suites para invitados separadas por un distribuidor en el primer piso y cinco
suites privadas en el piso superior.
La finca
tenía una piscina enorme, una cabaña, un gimnasio bien equipado y un campo de
tenis. Había una zona de habitaciones para el servicio y un garaje de seis
plazas.
Una casa
demasiado grande para un hombre, reflexionó Paula… sabedora de que él la usaba
como base principal entre sus frecuentes viajes a diversas ciudades europeas
como máxima autoridad de la corporación de empresas Alfonso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario