Divina

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sábado, 15 de agosto de 2015

En La Cama De Su Marido Capítulo 13



 Paula revisó su aspecto y se sorprendió al ver lo tranquila que parecía cuando tenía los nervios a punto de saltar y la sensación de docenas de mariposas en el estómago.

No quería hacerlo. Reincorporarse al mundo de la alta sociedad madrileña no había sido parte del plan. En realidad nada de lo que había pasado en las últimas semanas formaba parte de ningún plan.

Esa noche había un acto para recaudar fondos para una obra social con la que cooperaba la corporación de empresas Alfonso. Pedro tenía que asistir y, como se suponía que se habían reconciliado, ella tenía que estar a su lado. El problema de buscarle una ropa adecuada para la ocasión se había resuelto con increíble facilidad: una llamada a una boutique para dar sus medidas y habían enviado a casa de Pedro una selección de vestidos.

Se miró con el vestido de seda y organdí café con leche, de tirantes, con el talle plisado y la falda flotante, y unos zapatos de tacón… Y se sintió razonablemente confiada. La elección había sido la adecuada.
Un sencillo maquillaje que le realzaba los ojos, una pizca de color en las mejillas, brillo de labios y un elegante recogido.


—Pareces una princesa. Paula se dio la vuelta y lanzó un beso a su hija.


—Gracias.


—María y yo vamos a ver Shrek.


—Pero sólo un ratito. Cuando María te diga que es hora de irse a la cama, no protestes, ¿de acuerdo?


—De acuerdo. 

Había llegado el momento de bajar al piso de abajo, unirse a Pedro y meterse en la limusina. Sabía que Olivia estaría segura con María, Carlos se encargaría de todo y, además, tenían una línea privada de marcación rápida directa al móvil de Pedro.
Pedro agarró el bolso y tendió una mano a la niña.


—Vamos, diablillo. Es hora de ir de fiesta. Llamaron suavemente a la puerta de la habitación de Olivia y después se escuchó una voz masculina. La niña corrió a la puerta.


—¡Ha venido papá! Paula intentó sin éxito dominar la oleada de calor que le recorrió la sangre al ver a Pedro con un elegante traje oscuro y una camisa de lino blanco que contrastaba con su piel olivácea y el brillante pelo negro. El impecable traje realzaba su soberbio y musculoso cuerpo.

No sorprendía que mujeres de todas las edades no pudieran evitar flirtear con él. Poseía una salvaje sensualidad combinada con algo prohibido, algo primitivo.

Un guerrero del mundo moderno que se enfrentaba a diario a poderosos inversionistas en varios países, siempre al límite… y siempre cubriéndose las espaldas.
Los ojos oscuros e inescrutables recorrieron el delgado perfil de Paula antes de agacharse para alzar en brazos a Olivia.


—¿Verdad que mamá está muy guapa? —preguntó su hija y él sonrió.


—Preciosa —dijo Pedro—. Lo mismo que tú.



Diez minutos más tarde, Paula estaba en el asiento trasero de la limusina mientras recorría una avenida que les llevaba al centro de la ciudad.


—Falta algo —dijo Pedro rebuscando en el bolsillo de la chaqueta—. Dame la mano.

Notó la duda de ella, así que le agarró una mano y deslizó en el dedo adecuado un exquisito anillo de diamantes. El anillo de boda. El que había dejado la noche que había vuelto a su país.


—No…


—¿No quieres llevarlo? —la miró a los ojos—. Pues lo llevarás.


—¿Por qué?


—Creo que es evidente.


—La reconciliación… —dijo seca notando la cínica sonrisa de Pedro. —¿Hace falta que te recuerde que seguimos casados?


—De momento —había aceptado el juego por Ramón, un par de semanas extras no eran mucho.

El diamante engarzado en platino lanzaba destellos de todos los colores cuando la luz lo alcanzaba. Su peso le resultaba extraño.


—También está esto —sacó un collar de diamantes y unos pendientes a juego, un regalo de su primer aniversario.

Sin decir una palabra se inclinó sobre ella y le puso el collar en su sitio. Fue sólo un segundo, pero le pareció un siglo el tiempo que sintió su aliento en la mejilla y el roce de sus dedos en la nuca. Demasiada intimidad dentro de la limusina. Qué fácil era moverse un poco y rozar su mejilla con la de ella. Darse la vuelta y buscar su boca, sentir el sensual deslizamiento de su lengua de un modo tan erótico que nunca sería suficiente… sólo un torturador preliminar de cómo terminaría la noche. Como había sido al principio de su matrimonio. Una época en que ella se había atrevido a todo y había disfrutado de cada momento.

En ese momento, permanecía sentada rígida, esperando que él se apartara para recuperar el ritmo cardíaco normal. Se le escapó un sonido estrangulado cuando él llevó sus dedos al lóbulo de la oreja y con mucho cuidado le puso uno de los pendientes antes de disponerse a colocarle el otro.
Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las sensaciones que le provocaba un acto tan íntimo.

¿Tenía algún objetivo todo aquello? Y si era así, ¿cuál? Pedro no podía hacer físicamente nada para evitar que ella saliera del país. Entonces… ¿por qué sentía esa permanente duda?


El hotel era uno de los mejores de la ciudad. Paula maldijo a Pedro por haberla metido en eso, pero dibujó una sonrisa y se preparó para representar el papel esperado. Una salva de destellos de las cámaras de los fotógrafos los recibió cuando Salieron de la limusina a la alfombra roja que llevaba al vestíbulo. La mano de Pedro se apoyaba en la parte trasera de su cintura y un guardaespaldas se situaba al otro lado de ella mientras se dirigían a la escalera que conducía al entresuelo.

Una escena que recordaba bien. La clásica gente que iba a exhibirse. Mujeres con vestidos de diseño y joyas caras regaladas por sus maridos y amantes que presidían corporaciones industriales. Celebridades, gente de la moda, modelos… reconoció unos cuantos rostros, sonrió y mantuvo la cabeza alta.

Camareros y camareras ofrecían diligentes bandejas con bebidas. De una de ellas Pedro escogió dos copas de champán y le puso una a ella en la mano.
Echar alcohol en un estómago vacío no era una buena idea, así que apenas bebió un sorbo y después se quedó con la copa como un objeto de apoyo.

—¡Pedro!


—Miguel y Chantal Rodríguez —dijo Pedro sin entonación mientras les saludaba en español una pareja a la que de inmediato explicó que no era el idioma de su esposa.

Paula era absolutamente consciente de la presencia de él a su lado, el roce ocasional de su mano en la cintura, sus maneras atentas, y tuvo que reprimir el díscolo deseo de que aquello fuese real y no una pantomima.
Fue un alivio cuando se abrieron las puertas del enorme salón y los invitados fueron pasando a los sitios que tenían asignados en las mesas.

Había un rostro entre la multitud que Paula buscaba con interés: Estrella de Córdoba. Una mujer cuya presencia en eventos de esa índole era obligatoria.

Allí estaba, alta, elegante hasta lo imposible con un vestido de Versace que sólo podía ponerse alguien con una figura soberbia. Como siempre, era el centro de atención. Se fijó en el hombre que estaba a su lado. Distinguido y al menos quince años mayor que ella.

Estrella era conocida por saber observar un entorno, seleccionar una presa y después esperar pacientemente su oportunidad de atacar. Paula dudaba de que algo de eso hubiera cambiado.

Era imposible que la noticia de que Pedro se había reconciliado con su esposa australiana no hubiera llegado a sus oídos. Lo mismo que sabría que ella asistiría a la recepción de esa noche.
Era seguro que Estrella haría algún movimiento, lo único que no sabía era cuándo.

No, pensó, antes de que todos los invitados estuvieran sentados. Aquellos que hubieran sabido en su momento de la aventura que había tenido con Pedro, estarían pendientes del más sutil movimiento. Paula casi podía sentirlo y aborrecía ser el centro de todas las atenciones.

Aparecieron Federico y Luisa, saludaron educadamente a Paula y ella le susurró un «bravo» al oído antes de marcharse a otra mesa.
«¡Qué bien!», pensó Paula, una aliada.


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