Paula
revisó su aspecto y se sorprendió al ver lo tranquila que parecía cuando tenía
los nervios a punto de saltar y la sensación de docenas de mariposas en el
estómago.
No quería
hacerlo. Reincorporarse al mundo de la alta sociedad madrileña no había sido parte
del plan. En realidad nada de lo que había pasado en las últimas semanas
formaba parte de ningún plan.
Esa noche
había un acto para recaudar fondos para una obra social con la que cooperaba la
corporación de empresas Alfonso. Pedro tenía que asistir y, como se suponía que
se habían reconciliado, ella tenía que estar a su lado. El problema de buscarle
una ropa adecuada para la ocasión se había resuelto con increíble facilidad:
una llamada a una boutique para dar sus medidas y habían enviado a casa de Pedro
una selección de vestidos.
Se miró
con el vestido de seda y organdí café con leche, de tirantes, con el talle
plisado y la falda flotante, y unos zapatos de tacón… Y se sintió
razonablemente confiada. La elección había sido la adecuada.
Un
sencillo maquillaje que le realzaba los ojos, una pizca de color en las
mejillas, brillo de labios y un elegante recogido.
—Pareces
una princesa. Paula se dio la vuelta y lanzó un beso a su hija.
—Gracias.
—María y
yo vamos a ver Shrek.
—Pero
sólo un ratito. Cuando María te diga que es hora de irse a la cama, no protestes,
¿de acuerdo?
—De
acuerdo.
Había llegado el momento de bajar al piso de abajo, unirse a Pedro y
meterse en la limusina. Sabía que Olivia estaría segura con María, Carlos se
encargaría de todo y, además, tenían una línea privada de marcación rápida
directa al móvil de Pedro.
Pedro
agarró el bolso y tendió una mano a la niña.
—Vamos,
diablillo. Es hora de ir de fiesta. Llamaron suavemente a la puerta de la
habitación de Olivia y después se escuchó una voz masculina. La niña corrió a
la puerta.
—¡Ha
venido papá! Paula intentó sin éxito dominar la oleada de calor que le recorrió
la sangre al ver a Pedro con un elegante traje oscuro y una camisa de lino
blanco que contrastaba con su piel olivácea y el brillante pelo negro. El
impecable traje realzaba su soberbio y musculoso cuerpo.
No
sorprendía que mujeres de todas las edades no pudieran evitar flirtear con él.
Poseía una salvaje sensualidad combinada con algo prohibido, algo primitivo.
Un
guerrero del mundo moderno que se enfrentaba a diario a poderosos
inversionistas en varios países, siempre al límite… y siempre cubriéndose las
espaldas.
Los ojos
oscuros e inescrutables recorrieron el delgado perfil de Paula antes de
agacharse para alzar en brazos a Olivia.
—¿Verdad
que mamá está muy guapa? —preguntó su hija y él sonrió.
—Preciosa
—dijo Pedro—. Lo mismo que tú.
Diez
minutos más tarde, Paula estaba en el asiento trasero de la limusina mientras
recorría una avenida que les llevaba al centro de la ciudad.
—Falta
algo —dijo Pedro rebuscando en el bolsillo de la chaqueta—. Dame la mano.
Notó la
duda de ella, así que le agarró una mano y deslizó en el dedo adecuado un
exquisito anillo de diamantes. El anillo de boda. El que había dejado la noche
que había vuelto a su país.
—No…
—¿No
quieres llevarlo? —la miró a los ojos—. Pues lo llevarás.
—¿Por
qué?
—Creo que
es evidente.
—La
reconciliación… —dijo seca notando la cínica sonrisa de Pedro. —¿Hace falta que
te recuerde que seguimos casados?
—De
momento —había aceptado el juego por Ramón, un par de semanas extras no eran
mucho.
El
diamante engarzado en platino lanzaba destellos de todos los colores cuando la
luz lo alcanzaba. Su peso le resultaba extraño.
—También
está esto —sacó un collar de diamantes y unos pendientes a juego, un regalo de
su primer aniversario.
Sin decir
una palabra se inclinó sobre ella y le puso el collar en su sitio. Fue sólo un
segundo, pero le pareció un siglo el tiempo que sintió su aliento en la mejilla
y el roce de sus dedos en la nuca. Demasiada intimidad dentro de la limusina.
Qué fácil era moverse un poco y rozar su mejilla con la de ella. Darse la
vuelta y buscar su boca, sentir el sensual deslizamiento de su lengua de un
modo tan erótico que nunca sería suficiente… sólo un torturador preliminar de
cómo terminaría la noche. Como había sido al principio de su matrimonio. Una
época en que ella se había atrevido a todo y había disfrutado de cada momento.
En ese
momento, permanecía sentada rígida, esperando que él se apartara para recuperar
el ritmo cardíaco normal. Se le escapó un sonido estrangulado cuando él llevó
sus dedos al lóbulo de la oreja y con mucho cuidado le puso uno de los
pendientes antes de disponerse a colocarle el otro.
Paula
tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las sensaciones que le provocaba
un acto tan íntimo.
¿Tenía
algún objetivo todo aquello? Y si era así, ¿cuál? Pedro no podía hacer
físicamente nada para evitar que ella saliera del país. Entonces… ¿por qué
sentía esa permanente duda?
El hotel
era uno de los mejores de la ciudad. Paula maldijo a Pedro por haberla metido
en eso, pero dibujó una sonrisa y se preparó para representar el papel
esperado. Una salva de destellos de las cámaras de los fotógrafos los recibió
cuando Salieron de la limusina a la alfombra roja que llevaba al vestíbulo. La
mano de Pedro se apoyaba en la parte trasera de su cintura y un guardaespaldas
se situaba al otro lado de ella mientras se dirigían a la escalera que conducía
al entresuelo.
Una
escena que recordaba bien. La clásica gente que iba a exhibirse. Mujeres con
vestidos de diseño y joyas caras regaladas por sus maridos y amantes que
presidían corporaciones industriales. Celebridades, gente de la moda, modelos…
reconoció unos cuantos rostros, sonrió y mantuvo la cabeza alta.
Camareros
y camareras ofrecían diligentes bandejas con bebidas. De una de ellas Pedro
escogió dos copas de champán y le puso una a ella en la mano.
Echar
alcohol en un estómago vacío no era una buena idea, así que apenas bebió un
sorbo y después se quedó con la copa como un objeto de apoyo.
—¡Pedro!
—Miguel y
Chantal Rodríguez —dijo Pedro sin entonación mientras les saludaba en español
una pareja a la que de inmediato explicó que no era el idioma de su esposa.
Paula era
absolutamente consciente de la presencia de él a su lado, el roce ocasional de
su mano en la cintura, sus maneras atentas, y tuvo que reprimir el díscolo
deseo de que aquello fuese real y no una pantomima.
Fue un
alivio cuando se abrieron las puertas del enorme salón y los invitados fueron
pasando a los sitios que tenían asignados en las mesas.
Había un
rostro entre la multitud que Paula buscaba con interés: Estrella de Córdoba.
Una mujer cuya presencia en eventos de esa índole era obligatoria.
Allí
estaba, alta, elegante hasta lo imposible con un vestido de Versace que sólo
podía ponerse alguien con una figura soberbia. Como siempre, era el centro de
atención. Se fijó en el hombre que estaba a su lado. Distinguido y al menos
quince años mayor que ella.
Estrella
era conocida por saber observar un entorno, seleccionar una presa y después
esperar pacientemente su oportunidad de atacar. Paula dudaba de que algo de eso
hubiera cambiado.
Era
imposible que la noticia de que Pedro se había reconciliado con su esposa
australiana no hubiera llegado a sus oídos. Lo mismo que sabría que ella
asistiría a la recepción de esa noche.
Era
seguro que Estrella haría algún movimiento, lo único que no sabía era cuándo.
No,
pensó, antes de que todos los invitados estuvieran sentados. Aquellos que
hubieran sabido en su momento de la aventura que había tenido con Pedro,
estarían pendientes del más sutil movimiento. Paula casi podía sentirlo y
aborrecía ser el centro de todas las atenciones.
Aparecieron
Federico y Luisa, saludaron educadamente a Paula y ella le susurró un «bravo»
al oído antes de marcharse a otra mesa.
«¡Qué
bien!», pensó Paula, una aliada.
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