—¿Podemos dar otra
vuelta? Por favor.
El ruido y el color de
la verbena los rodeaban. Música alta, risas, los gritos de los niños montados
en el tiovivo, la noria… casetas que atraían la atención de una niña.
Había tiendas a rayas
que prometían excitantes aventuras, puestos de algodón de azúcar, perritos
calientes y casetas en las que se ofrecían muñecos de peluche como premio por
derribar patos que daban vueltas.
La sonrisa de Olivia
era como para derretirse; su buen carácter, una bendición. Paula abrazó amorosa
a su hija pequeña. Sus pequeños brazos le rodearon el cuello.
—Lo estamos pasando
bien, ¿verdad?
Paula sintió cómo le
tocaba esa fibra sensible que reaccionaba al incondicional amor de una niña.
—Una vez —accedió y
pagó por otra vuelta—. Después tenemos que irnos.
—Lo sé —asumió Olivia alegre—. Tienes que irte
a trabajar.
—Y tú tienes que dormir
bien para poder estar atenta mañana en el colegio.
—Así podré crecer y ser
tan lista como tú. -Aumentó la intensidad de la música y el tiovivo empezó a
dar vueltas. Olivia agarró las riendas del caballo de colores brillantes.
Se había graduado en la
universidad, pero no era tan lista en lo referente a su vida personal, pensó Paula.
Un matrimonio roto en menos de dos años no podía verse como algo especialmente
bueno, a pesar de las circunstancias atenuantes.
Agua pasada no mueve
molino, se dijo mientras el tiovivo perdía velocidad hasta detenerse.
—Se acabó. -Paula se
bajó y después sacó a su hija del caballo de colores.
Los hermosos ojos oscuros
de la niña chispeaban entre risas de delicia mientras gritaba y daba un sonoro
beso en la mejilla de su madre.
Los ojos de su padre,
pensó Paula intentando dominar la tensión que sentía en el estómago al pensar
en el hombre con quien se había casado cinco años antes en otro país.
Pedro Alfonso, nacido
en Francia de padres españoles, crecido y educado en París y con estudios
universitarios en Madrid.
Hablaba varios idiomas,
era atractivo, sensual, encantador… se había enamorado de él y la había
arrastrado a una vida muy diferente de la que había llevado hasta entonces.
Se había dicho a sí
misma que se adaptaría… y lo había hecho. O eso había pensado. Pero no para la
familia de él, quienes le habían dejado claro que no armonizaba con su estatus.
Una complicación
añadida había sido que la familia había favorecido la elección de una novia
aceptable… Estrella de Córdoba. La impresionante morena de ojos negros, de
linaje espectacular y obscenamente rica.
Algo que tanto la
familia Alfonso como la propia Estrella nunca habían permitido a Paula olvidar.
O que Pedro y Estrella hubiesen sido amantes… una situación que pronto se
reanudó tras su matrimonio, si había que creer en los rumores. Rumores
alimentados activamente por una parte de la familia Alfonso con el objetivo de
debilitar las defensas de Paula.
Las irrefutables
pruebas de la infidelidad de Pedro a los veinte meses de haberse casado habían
provocado una discusión explosiva que había terminado con Paula mudándose a un
hotel y posteriormente subiéndose en el primer avión de vuelta a Australia.
En unas semanas había
conseguido un buen empleo en una farmacia de las afueras de Perth, alquilado un
apartamento, comprado un coche… y tomado la decisión de colocar a Pedro donde
debía estar: en el pasado.
Difícil, cuando su
imagen se le colaba constantemente entre sus pensamientos diurnos y asaltaba
sus sueños por la noche.
Imposible, cuando unas
persistentes molestias de estómago le habían hecho ir al médico donde había
descubierto que estaba embarazada de unas cuantas semanas.
Resultaba
increíblemente irónico, dado lo desesperadamente que había querido darle un
hijo a Pedro, que la confirmación de la concepción hubiera llegado cuando su
matrimonio ya se había hecho añicos.
Durante el embarazo
había decidido no informar a Pedro de su paternidad por si perdía el bebé, y
después había desarrollado un instinto maternal tan fuerte que informarle ni
siquiera había sido una opción.
Como precaución había
ocultado su rastro con éxito recurriendo al apellido de soltera de su madre y
haciendo que cualquier correo que le llegara lo hiciera a través de una ruta
realmente tortuosa.
En ese momento, casi
cuatro años después de abandonar Madrid, la vida le iba bien. Ordenada, pensó.
Tenía un apartamento en un edificio moderno de alto nivel en las afueras de
Applecross y trabajaba desde las cinco hasta la medianoche en una farmacia no
lejos de su casa. Ideal porque le permitía pasar los días con Olivia y también
pagar a Anna, una agradable viuda de un apartamento vecino, para que se quedara
con la niña por la noche.
—¿Puedo llevarme a casa
un poco de algodón de azúcar para comérmelo con Anna? —la expresión de Olivia
era angelical—. Prometo que después me lavaré los dientes.
Paula abrió la boca
para ofrecerle unos trozos de melón que llevaba en una tartera, pero luego
cambió de opinión.
—De acuerdo —dijo y se
contuvo de añadir ninguna observación. ¿Cómo iban a ir a la verbena y no comer
algodón de azúcar? El rostro de la niña se iluminó.
—Te quiero, mamá. Eres
la mejor. Paula abrazó con fuerza a su hija.
—Yo también te quiero,
diablillo —rió y le dio un beso en la mejilla. Alzó la cabeza… y se quedó
paralizada cuando su mirada se encontró con la de dos personas que había
pensado no volver a ver nunca más. Había creído que nadie de la familia Alfonso
volvería a cruzarse en su camino. ¿Qué posibilidades había viviendo en lados
opuestos del mundo?
Y ¿por qué estaban
allí, en una verbena en un parque a las afueras de Perth?
Sintió que se le paraba
el corazón antes de que empezara a latir a un ritmo de locura.
Era evidente que la habían reconocido, así que no podía escapar
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