Pedro
Alfonso recorrió la terminal internacional con Carlos, su asistente personal y
guardaespaldas de confianza, a su lado.
El legado
de los Alfonso le había dotado de las imponentes y bien definidas facciones de
sus antepasados y unos impresionantes y casi negros ojos que proyectaban la
dureza de un hombre versado en las flaquezas de la naturaleza humana.
Tenía un
aura de fuerza e intensa masculinidad, además de una peligrosa falta de piedad
que resultaba un mal presagio para cualquier adversario.
Estaba
relacionado con la nobleza española y disponía de una fortuna personal que lo
colocaba en los lugares más altos de la lista de ricos europeos.
Y se le
notaba… por el traje de Armani, los zapatos italianos y el Rolex en la muñeca.
El largo
vuelo no había conseguido hacerle perder el control lo más mínimo. Su lujoso
avión privado tenía toda clase de comodidades y estaba dotado de la última
tecnología que le permitía tener una oficina volante.
Como
había trabajado, estudiado listas, gráficos y datos, y se había mantenido en
contacto con Federico… no había sido capaz de desconectar y dormir. Algo que
normalmente hacía en la cómoda cama de que disponía en la habitación privada
que había en la cola del avión.
En lugar
de eso, se había visto acosado por la imagen de una joven recientemente tomada
con la cámara de un móvil: Paula Alfonso… en ese momento Chaves. Y su hija.
Había dos
imágenes, la de antes y la de después. En la primera, serena, feliz y amorosa.
Madre e hija riendo. En la segunda, la expresión de la niña seguía igual, pero
la de su esposa, sin embargo, reflejaba impresión y algo más… ¿El
presentimiento de que su vida tal y como había sido desde que había salido de
Madrid iba a terminar?
Sin duda.
Apretó la
mandíbula mientras salían por las puertas de cristal de la terminal y se metían
en una limusina que los esperaba.
El
conductor metió sus maletas en el portaequipajes y después se sentó tras el
volante. Pedro apenas se fijó en el paisaje que pasaba frente a las ventanillas
mientras salían del aeropuerto.
Una hija.
Casi no
podía controlar la ira hasta que la pantalla del móvil se iluminó por la
llamada de Federico.
¿Cómo se
atrevía Paula a mantenerlo ignorante de la existencia de una hija?
Su
reacción inicial había sido dar instrucciones a su piloto para que se
dispusiera a volar a Australia, pero en lugar de eso, había actuado con calma,
consultado a sus abogados y planeado una estrategia. Al día siguiente
intentaría ponerla en práctica.
La suite
de Pedroo en un hotel de la ciudad ofrecía toda clase de lujos. Se quitó la
chaqueta, soltó la corbata, organizó su equipaje y se puso cómodo para leer con
detenimiento el informe que le habían facilitado.
El detective
que había contratado había hecho un buen trabajo. En el documento había una
exhaustiva lista de los movimientos de Paula los últimos días, su dirección, su
teléfono que no salía en la guía, la matrícula, marca y modelo de su coche, su
lugar de trabajo, la escuela infantil de Olivia.
Detalles
que rellenaban alguno de los espacios en blanco y revelaban que no había tocado
ni un céntimo del dinero que él había depositado en un banco a su nombre, ni de
la cantidad que había ido añadiendo mes a mes.
Quería
zarandearla y lo habría hecho si la hubiera tenido a su alcance.
¿Qué
estaba Paula tratando de demostrar? Algo que él ya sabía: que sus relaciones
familiares, su riqueza y su estatus social nunca la habían impresionado.
Ella
había caído en su vida, literalmente, reflexionó recordando el momento en que
el fino tacón de uno de sus zapatos se había quedado enganchado en una reja de
metal y la había lanzado contra él en una céntrica calle de Madrid.
No había
estado preparado contra la química instantánea… y una instintiva necesidad de
prolongar el contacto con ella.
Se habían
tomado un café en una cafetería cercana, intercambiado números de móvil… y el
resto era historia. Pedro cerró el informe y se acercó a la amplia zona
acristalada que ofrecía una hermosa vista sobre el río Swan.
El cielo
era un telón de fondo azul de los altos edificios de la ciudad, la cuidada
vegetación… un colorido panorama que miraba ausente y que le recordaba un
paisaje similar de unos años antes cuando había deslizado un anillo en el dedo
de Paula. Una época en que los dos tenían suficiente con el otro y raramente
pasaban un momento separados.
Pedro
sintió que su cuerpo se ponía tenso con los recuerdos de todo lo que habían
compartido. El desinhibido entusiasmo de ella, su risa, su pasión. Su propia
libidinosa respuesta fuera de control. Algo que nunca había sentido antes con
ninguna mujer.
Tampoco
en ningún otro aspecto de su vida. En el mundo de los negocios, tenía la
reputación de ser un hombre de hielo y mantener la calma en la peor situación.
Una conducta que le había granjeado el respeto de sus contemporáneos.
Se dio la
vuelta para alejarse de los ventanales y miró su reloj. Había sido un vuelo
largo, había cambiado de huso horario y tenía que ajustarlo.
Unos
largos en la piscina del hotel y después una buena sesión de gimnasio le
ayudaría a aliviar la tensión.
Con eso
en la cabeza, tecleó un mensaje para Carlos, después se quitó la ropa, se puso
un bañador, un albornoz, buscó una toalla y se metió en el ascensor.
Hora y
media después, duchado y vestido con un traje formal, salió a la calle, se
metió en su limusina y dijo al conductor que lo llevara a una dirección de la
ciudad.
El
altamente cualificado abogado de Penh que había contratado el equipo legal de Pedro
para representar sus intereses en Australia confirmó ciertos aspectos legales,
le ofrecido seguridad y le explicó el procedimiento. La reunión terminó casi al
final de la jornada laboral.
De vuelta
al hotel se quitó la chaqueta y la corbata, encargó la cena al servicio de
habitaciones, conectó el portátil a Internet y se comunicó con la oficina de
Madrid.
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