Divina

Divina

domingo, 9 de agosto de 2015

En La Cama De Su Marido Capítulo 8


Paula ignoró la suavidad de su voz, la ira latente, pero contenida, y se enfrentó a la oscura inflexibilidad de sus ojos.

—Era inevitable. En cuanto empezó a ir a la escuela infantil —dijo ella.

—¿Y?

—Le conté la verdad de un modo muy básico —dijo ella sin aflojar la mirada.

—Acláramelo —alzó una ceja.

—Le dije que me había separado de su padre antes de que ella naciera —se pasó la mano por el pelo en un gesto inconsciente—. Hoy en día muchos niños tienen padres o madres solteros o separados.

—Pero tú sigues casada —se reclinó en el respaldo de la silla—, Paula. Conmigo.

—No por mucho tiempo.

—¿Por qué, después de cuatro años, sólo has considerado solicitar el divorcio ahora?

—No soy parte de uno de tus negocios. Pedro, así que deja de jugar al psicólogo conmigo —dijo con rabia y frustración—. Dime claramente lo que quieres.

Por un momento le pareció ver un atisbo de sombra en el fondo de sus ojos, pero rápidamente lo descartó.

—¿Respecto a Olivia?

—Por supuesto.

—Lo primero. Quiero regalarle a un anciano enfermo la oportunidad de conocer a su única bisnieta.

No era la respuesta que ella esperaba, ni tampoco la mezcla de emociones que le llenó el corazón.

—¿Ramón está enfermo? —la única persona de toda la familia que había intentado suavizar la oposición a la elección de esposa que había hecho Pedro. Alguien que se había convertido en su aliado—. ¿Cómo de enfermo?

—Los médicos dicen que es cuestión de meses. Puede que menos.
Lo que eso implicaba se convirtió en una vívida realidad. Lograr ese objetivo suponía llevar a Olivia a España. El dolor se incrementó en su interior hasta convertirse en un torbellino.

—No permitiré que la saques al extranjero —la racionalidad se la llevó el viento—. No tiene pasaporte. Demonios, ¡ni siquiera te conoce!
¿Qué pasaba si no volvía a llevarle a la niña? ¿Qué pasaba si Olivia se afligía, se asustaba?

—Naturalmente, tú podrías acompañarla.

¿Volver al lugar donde había pasado los peores veinte meses de su vida? ¿Relacionarse con una familia que había ocultado su desaprobación por la elección de Pedro bajo un manto de amabilidad? ¿Volver a ver a una antigua amante que había resultado no ser tan antigua y que había disfrutado interponiéndose y provocando el caos?

—¡Tienes que estar de broma!

—Unas semanas —dijo Pedro—. Eso es todo.

—No —dijo tras cerrar y abrir los ojos.

—Le he dado mi palabra a Ramón.

—¿Ramón sabe de la existencia de Olivia? —eso sólo empeoraba la situación.

—Mi abuelo fue… —hizo una pausa casi inapreciable— informado de la existencia de Olivia de un modo involuntario.

No era difícil imaginar cómo. Penélope, la tía viuda de Pedro, era una mujer amargada que disfrutaba entrometiéndose en todo.
No tuvo ninguna dificultad en imaginarse a Federico informando de su encuentro de hacía una semana y el modo en que Penélope se habría enterado.

—¿Y? —entornó los ojos y alzó una ceja de modo inquisitivo.

Deliberadamente bebió un sorbo del café y después otro antes de volver a dejar la taza en su platito y mirarlo directamente a los ojos.

—No dudo de la legitimidad de tu petición, pero no trates de usarla como una cortina de humo —¿pensaba que era tonta?

—¿Por qué haría algo así? Paula ya había colocado el clavo, sólo le quedaba darle con el martillo.

—Para ganarte mi simpatía, y dejar a un lado el asunto principal —endureció un poco la expresión—. ¿O es que eso no forma parte de esta conversación y ya has dado instrucciones a tu representante legal para que me informe de tus intenciones?

No tenía miedo cuando se trataba de proteger a su hija. El admiró su fuerza y su determinación… y ponderó si sería consciente de que aquello no tenía sentido con él.

—Dedicaré tiempo a que trabajemos sobre un acuerdo de custodia —ofreció Pedro con indolencia—. Tenemos que ver qué nos conviene y, sobre todo, asegurarnos de que el acuerdo al que lleguemos sea lo mejor para Olivia. Su bienestar emocional es lo primero, ¿no?

—El bienestar emocional de mi hija está bien como está.

—Pero las circunstancias han cambiado —dijo con deliberada calma—. Olivia ahora tiene madre y padre. El sistema legal intenta ser justo. Si no somos capaces de llegar a un acuerdo amigable, un tribunal se hará cargo del caso y dictaminará —hizo una pausa y la miró fijamente—. Tal y como son los hechos, ¿tienes alguna duda de que un juez no me denegará un acceso razonable a mi hija?

No, estaba segura de que sería así, pero confiaba en que no autorizaría su salida de Australia.

—¿Por qué tengo la sensación de que hay una razón oculta detrás de todo esto? —preguntó con un creciente disgusto.

—Una que evidentemente tú no has considerado —lanzó Pedro y luego enfatizó—: el derecho de Olivia a ser una heredera legítima de la familia Alfonso.

Alzó la barbilla y sus ojos se volvieron oscuros y con destellos dorados como la obsidiana antes de decir:

—¿Por eso exiges una prueba de paternidad?

—Hay una fortuna en juego. Suficiente para convertir a Olivia en una niña rica y malcriada.

—No.

—Tiene derecho como heredera.

—¿A no saber nunca si gusta por sí misma o por quien es o por lo que se puede sacar de ella? ¿A vivir en una jaula dorada para estar protegida? ¿A no poder disfrutar de una niñez normal?

Pedro se terminó su café e hizo una señal al camarero para que le llevara otro, indicando sólo uno cuando Paula le hizo un gesto de que ella no quería.

—La riqueza tiene riesgos. Los guardaespaldas son discretos. Es algo con lo que se aprende a vivir.

Paula recorrió el entorno con la mirada, después volvió a mirarlo a él.

—Ahora me dirás que los tuyos están sentados aquí al lado —dijo con deliberado cinismo y notó cómo torcía ligeramente la comisura de los labios.

—Tres mesas a tu derecha. Alto, pelo oscuro, moreno, vestido con unos vaqueros y un polo. Carlos también es mi asistente personal.

No había notado la presencia de nadie, ni sentido esa inexplicable punzada en la nuca… y, definitivamente, no había visto a nadie que pareciera sospechoso. Pero tampoco se había planteado la posibilidad. Estaba en Perth, Australia. Una mujer joven que vivía con su hija de un modo completamente normal.
Muy, muy lejos de Madrid y del estilo de vida de los Alfonso, donde la protección de los miembros de la familia formaba parte de la existencia.
Era perfectamente consciente del velado escrutinio de Pedro, observaba sus cambios de humor, los interpretaba cada vez más cerca de dar el golpe.

—Firma el formulario, Paula. Solicita el pasaporte para Olivia y recuerda que el viaje al extranjero podría ser inminente.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Sin pasaporte, Olivia no podría salir de Australia. Una vez que tuviera pasaporte, su hija podría viajar… a cualquier sitio. Sin su madre.
La sola idea hizo que su tensión se disparara y con ella el temor a un secuestro por parte de Pedro, si estaba decidido a llevar a la niña a Madrid con o sin la autorización de su madre.
Algo contra lo que lo lucharía por todos sus medios.

—¿O me llevarás a los tribunales?

—¿Por qué no ves la estancia en Madrid como una oportunidad de que Olivia se acostumbre a mi casa, a mi familia y a disfrutar de la ciudad con la seguridad de tu acompañamiento?
Sabía lo que iría a continuación y él no la decepcionó. —Ramón conocerá a su bisnieta. ¿Es demasiado pedirte?

—¿Y cómo le explico esas vacaciones a Olivia? Es inteligente para su edad. Hace preguntas, espera respuestas.

—¿Por qué no irle contando poco a poco la verdad?

—¿Una sugerencia de un hombre que no tiene experiencia con niños? — preguntó con escepticismo.

—¿Es tan difícil aceptar que esa sugerencia pueda ser buena?

—Estoy dispuesta a escucharte —dijo con evidente tono de burla.

—Pero también tienes prejuicios.

—Bien fundados —dijo lanzando fuego por los ojos.

—Centrémonos en lo que no ocupa.

—¡Por supuesto! Pedro deseó cambiar aquel fuego en pasión, reducir la ira y hacerla gemir con sus caricias, su boca. Hacerla recorrer con él el sendero que llevaba al éxtasis que una vez habían disfrutado juntos. Y volverían a disfrutar. Pretendía que así fuera. Por el reto… y por la venganza.

—Deja que Olivia sepa que soy pariente de Ramón. Eso explicará por qué os acompaño a visitarlo a Madrid.

—¿Crees que Ramón aceptará algo así?

—Sé que sí.

—¿Y Penélope? —preguntó con una carcajada de cínico escepticismo.

—Penélope lo aceptará —afirmó Pedro con fuerza.

—Claro, y los cerdos vuelan.

—Tu comparación es graciosa.

—Pero… adecuada.

—Pareces olvidar que yo controlo los fondos de los Alfonso de los que Penélope recibe sustanciosas cantidades para mantener su estilo de vida.

Lo sabía. Y sabía que era lo bastante despiadado para obligar a su tía a aceptar bajo amenazas.

—Quizá se lo explicarás cuando pretendas que Olivia deba saber…

—¿Qué soy su padre? —interrumpió Pedro—. En el momento adecuado. Que seguramente no sería durante su estancia en Madrid. Parecía lógico pensar que Olivia y ella se quedarían en un hotel en Madrid y llamarían a diario a Ramón… cuya enfermedad no le permitiría visitas muy prolongadas.
Sería un buen momento para mostrar a Olivia algunos de los aspectos de la cultura de su padre, para viajar y pasarlo bien. Era tan fácil rendirse… Y casi lo hizo. Pero aún había algunas cosas que necesitaban aclaración.

—¿Cuál es el objetivo, Pedro?

—¿Por qué crees que hay alguno?

—Tengo razones para desconfiar de tus intenciones.

—Siempre he sido sincero contigo. Paula lo contempló en silencio apreciando su apariencia de latente poder y decidió apostar con sus propias cartas.

—Antes de que acceda a nada —dijo con tranquila determinación—, tendrás que firmar un documento notarial describiendo con detalle un programa de custodia para los próximos dos años, sujeto a mi aprobación y renovable a discreción mía.

—A lo mejor —dijo sin cambiar de expresión— podrías darme algunas orientaciones sobre el acuerdo que tú considerarías aceptable.

—Olivia puede pasar dos semanas contigo, dos veces al año —era una concesión tan pequeña que resultaba patética—, pero tú podrás venir a Perth a visitarla con la frecuencia que te permitan tus negocios.

—¿Esas son tus condiciones? —dijo con una suavidad casi mortal.

—Hay una cosa más. Billetes de vuelta a nombre de Olivia y mío y alojamiento para dos semanas.

—Tres.

—¿Perdón?

—Tres semanas. Los billetes son innecesarios. Viajaremos en mi avión privado. Le costó reprimir una carcajada. ¿Cómo iba a desaprovechar una oportunidad de hablar de su avión?

—En ese caso, dos billetes de vuelta de Madrid a Perth.

—Fija una fecha y te aseguro que el avión estará a tu disposición. Paula se puso de pie, sacó un billete para pagar su café con leche y lo metió debajo del platito de la taza. Un gesto de independencia, se dijo mientras guardaba el monedero.

—Pondré por escrito todo lo que hemos hablado y te lo llevaré cuando nos veamos en el parque —dijo y echó un vistazo al reloj sorprendida por lo rápidamente que había pasado el tiempo.

Sin decir ni una palabra más, se dio la vuelta y volvió a su apartamento, consciente de una extraña sensación en la boca del estómago.
Había esperado que Pedro discutiera las condiciones, incluso que las rechazara. ¿Por qué no lo había hecho? Porque había logrado su objetivo: su permiso para que Olivia conociera a Ramón Alfonso, el patriarca de la dinastía. Aunque ella había puesto las condiciones.

Incluso más, había insistido en que un determinado número de esas condiciones se firmaran ante notario. Además, el pasaporte de Olivia permanecería en poder de ella durante todo el viaje, se aseguraría de ello.

Había considerado todas las contingencias, decidió con satisfacción mientras imprimía dos copias. Cerró el portátil y preparó una neverita con fruta y bebidas, recogió su bolso y bajó en ascensor al portal.

La emoción de Olivia era palpable cuando la recogió en la escuela y se dirigieron al parque.

Sí, le aseguró, llegaban a la hora.

Sí, se había acordado de llevar un paquete de pan en rebanadas para dar de comer a los patos.

Y sí, estaba segura de que Pedro las esperaría allí.

El parque era un lugar muy popular y había varias parejas y familias en el césped que rodeaba el estanque. Era un hermoso día de principios de verano, la brisa mecía suavemente las copas de los árboles. Paula buscó un agradable sitio y extendió una manta en el suelo.

—Creo que está aquí —anunció Olivia sin aliento unos minutos después—. Sí, es él —movió los brazos para atraer su atención.

«Sonríe», se dijo Paula mientras Pedro se unía a ellas y enterraba un ligero resentimiento por lo fácilmente que su hija parecía haber quedado prendada de él.

La comida fue un éxito tremendo… desde la perspectiva de Olivia.

«Lo más», según decía con entusiasmo cada vez que volvía a contar los puntos álgidos, la mayor parte de ellos relacionados con Pedro.

No había ninguna duda de la existencia de un mutuo afecto entre padre e hija. Los gritos y las risas de Olivia lo demostraban. Lo mismo que los gestos cariñosos que Pedro tenía con la niña.
Era normal, tenía que admitir Paula, insegura por el creciente vínculo.

Maldición, tenía que ser algo bueno, reconoció mientras se dirigía al trabajo más tarde esa noche. A lo mejor, si se lo repetía con la suficiente frecuencia, conseguía llegar a creérselo.

El documento notarial estaba ya en su poder, cortesía de un servicio de mensajería urgente. Prácticamente una copia literal de lo que ella le había dado a Pedro durante la comida.

También había un nombre de un contacto y un número para facilitar la obtención del pasaporte de Olivia. A finales de semana, podrían salir para Madrid.

Para demostrar que ella respetaba el trato, firmó la autorización para la prueba de paternidad, reunió los documentos necesarios para sacar el pasaporte y pediría el permiso en el trabajo.

Había una excesiva lista de sugerencias para acelerar todos los trámites para el viaje.

Había una parte de ella que comprendía sus motivos, al mismo tiempo que existía una cierta simpatía hacia un anciano enfermo que quería conocer a su única bisnieta.

Había cubierto todas las posibilidades… ¿verdad?

Y tres semanas tampoco eran tanto tiempo. Entonces, ¿por qué sentía esa sorda preocupación? No la abandonaba mientras trabajaba, aunque conseguía empujarla hasta el fondo de su mente mientras despachaba recetas y hablaba con los clientes que frecuentaban la farmacia.

Había el habitual trasiego del final de la tarde, seguido por una tregua durante la que tuvo la oportunidad de rellenar una solicitud para pedir el permiso.

John Bennett, el dueño de la farmacia, que era al mismo tiempo su amigo, dejó lo que estaba haciendo y prestó a Paula toda su atención.

—Es un poco repentino. ¿Te importa contarme la razón? Paula le contó lo mínimo. —¿Crees que es una buena idea, Paula ? John era un hombre agradable, atento y con quien se trabajaba bien. También había querido salir con ella… algo que había rechazado. El le gustaba, pero… era el pero lo que importaba.
La amistad estaba bien, pero no una relación. No contemplaba dar ese paso.

—Es un acuerdo amigable —«al menos eso espero», se dijo en silencio—. Y he tomado medidas de protección.

—¿Como…?

Paula sacó del bolso el documento notarial y se lo tendió pendiente de su expresión.

—¿Quieres mi opinión sincera?

—Por supuesto.

—Mi principal preocupación —le devolvió el papel— es si tendría validez ante un tribunal —hizo una pausa—. ¿Confías en él?
Confiar le pareció demasiado.

—En lo que respecta al bienestar de Olivia, sí.

—¿Y respecto al tuyo?

—Son sólo tres semanas, John —«no lo sé».

—Si estás segura… ¿Segura? ¿Cómo podía estar segura de algo en lo que estaba implicado Pedro?

Tenían una accidentada historia llena de altibajos. Una montaña rusa, pensó en silencio mientras trataba de apartar de su mente el torbellino de sensualidad que amenazaba con arrastrarla al recordar todo lo que habían compartido… durante los buenos tiempos.

La tarde y la noche siguieron su modelo habitual: un período de mucho movimiento mientras los cines cercanos se vaciaban y después el clásico padre o madre desesperado que acudía a por medicamentos infantiles.

Era casi la hora de cerrar cuando el timbre de la puerta anunció la llegada del último cliente. Paula miró la pantalla de la cámara de seguridad y casi se quedó sin respiración al ver a Pedro avanzar hacia el mostrador.
Ya no llevaba la ropa que había usado durante el día. Unos pantalones sastre, una camisa abierta en el cuello y una chaqueta remarcaban su fuerte y masculino cuerpo.

—Yo cerraré. Oyó Paula decir a John antes de volverse hacia Pedro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó mientras John se dirigía a la puerta.

—¿Qué pasa si he venido a saludar? —dijo Pedro arrastrando las palabras mirándola mientras ella metía unos datos en el ordenador y después lo apagaba.

—Pasabas por aquí, ¿no? —alzó una ceja—. ¿O has venido a recoger los papeles que tengo que firmar?

—Las dos cosas —dijo con suavidad—. Estoy seguro de que a John no le importará ser testigo de tu firma.

Paula se sintió tentada de poner en práctica más tácticas dilatorias, pero algo así sería inútil y no tendría sentido.

Pedro se guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta y esperó mientras ella se ponía su chaqueta y recogía el bolso.

Paula no tenía particular interés en que la acompañara.

El… la afectaba. No se sentía cómoda con él. La hacía sentirse ligeramente alterada, consciente de que, de algún modo, su presencia amenazaba los cimientos que tanto le había costado levantar durante los últimos años.
Era una tontería, se dijo. Estaba cansada, eso era todo, y tensa. Aún peor: estaba permitiendo a su imaginación correr como un torrente.
Lo miró de soslayo al salir de la farmacia y le dijo:

—Tengo coche.

—¿Te molesta que me asegure de que llegas bien?

—Estás haciendo el ridículo. La calle estaba iluminada por unas farolas lejanas y una luna en forma de hoz. El estaba demasiado cerca y el aroma de su colonia mezclado con su masculino olor provocaba sus sentidos.

El coche de Paula estaba aparcado a plena vista. Desconectó la alarma, se detuvo mientras Pedro le abría la puerta. Se metió dentro rápidamente. Con la puerta abierta, Pedro se inclinó y le dijo:

—Estaremos en contacto.


Paula inclinó la cabeza, arrancó el motor y se incorporó a la calle en dirección a casa.

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