Divina

Divina

martes, 11 de agosto de 2015

En La Cama De Su Marido Capítulo 12


Una sensación familiar le provocó un nudo en el estómago al ver su alta e imponente figura. Había tanta arrogancia aparente en esos ojos oscuros. Cuando estaba completamente enamorada, lo había considerado tremendamente romántico, en ese momento le parecía horrible.
Una vez más rechazó el vino a favor del agua fría.

—No hace falta que prescindas de tu vida social por que Olivia y yo estemos aquí.

—¿Una vez que nuestra hija está durmiendo no debo sentirme en la obligación de atender a su madre? —dijo con un tono en la voz que Paula no fue capaz de definir.

—Lo has entendido a la primera.

—¿Por qué crees que ignoraría a una persona invitada a mi casa?

—No creas que vas a engatusarme con tu amabilidad —avisó Paula—. No hace falta que insultes a mi inteligencia. No somos otra cosa que fuerzas opuestas en todas las áreas de nuestra vida.

—¿Olivia es una excepción?

—La única excepción.

—Pero un factor muy importante, estarás de acuerdo… Estaba volviendo a hacerlo y lo miró fijamente mientras se sentaba a la mesa.

—Reconozco que tenemos que mantener una relación amistosa en presencia de Olivia, pero ten una cosa clara: cuanto menos te vea, mejor.

—¿Miedo, Paula?

—¿De ti? No.

—Quizá deberías tenerlo —advirtió Pedro como la seda mientras le hacía un gesto para que se sirviera ella misma.

—Oh, por favor —se sirvió una pequeña cantidad de guiso, dejó el cucharón en donde estaba y lo miró—. ¿Por qué no me dejas en paz?
Pedro se sirvió una generosa ración.

—Casi cuatro años —dijo arrastrando las vocales—. Y aún el pulso de tu cuello te traiciona.

—Tu ego me sorprende.

—¿No te has preguntado cómo habrían sido nuestras vidas si te hubieras quedado aquí?

—No —consiguió decir con frialdad.
Mentira. Recordaba las noches que había pasado despierta imaginando exactamente eso. Cómo había fracasado en su búsqueda de la felicidad. Quizá Olivia fuera su única hija porque no podía siquiera pensar en compartir su cuerpo con otro hombre o gestar a su hijo.

—Interesante.
Paula dobló con cuidado la servilleta y la dejó encima de la mesa, después se puso en pie y le dedicó una mirada asesina.
—Siéntate, Paula.

—¿Para que te dediques a analizarme e interrogarme para divertirte? Olvídalo. Se dio la vuelta y, cuando había dado unos pasos, sintió unas manos firmes sobre los hombros. En un movimiento puramente instintivo, se dio la vuelta, alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
—¿Qué es lo siguiente? ¿Tácticas de fuerza?

—No, sólo esto. Bajó la cabeza y atrapó su boca con los labios en un beso fuerte que la sorprendió.

Un leve grito de disgusto creció y murió en su garganta, y casi como si sentir su tacto la hubiese suavizado y se hubiese vuelto más sensual, dejó que sólo la punta de su lengua se enlazara en una danza con la de él mientras la pasión se disparaba y escapaba a su control.

Sintió una de las manos de él deslizarse hacia arriba hasta la parte de atrás de su cabeza mientras la otra bajaba por su espalda y la acercaba aún más a él. Cerró los ojos mientras luchaba para no rendirse. La tentación de devolverle el beso más profundamente era insoportable y gimió cuando él se separó y empezó a saborearla sensualmente, acariciando su labio inferior, mordiéndolo ligeramente con los bordes de los dientes, hasta que sucumbió al dulce hechizo.

Cielos. Era como volver a casa. Adaptó la forma de su boca a la de él y al reforzar su respuesta él la llevó a un mundo de evocadores sabores que prometían mucho.

Los pezones se endurecieron al contacto con su pecho, ansiosos de… la caricia de sus manos, su boca. Gimió sintiéndose totalmente perdida.
La dureza de su erección era una potente fuerza y el calor corrió por las venas de Paula activando sus centros del placer y haciendo que se sintiera tan viva que era casi imposible no suplicar.

Fue el deslizamiento de una mano por uno de sus pechos, la forma en que lo envolvió, el tiempo que se entretuvo en desabrochar los botones lo que le dio un instante para pensar. Hubiera sido muy fácil enlazar las manos tras su cuello e invitarlo en silencio a que reavivara la llama. Y casi lo hizo. Casi.
Pero el horror al ver hacia dónde se dirigía le dio la fuerza bastante para separarse de él.
¿Qué estaba haciendo? ¿Había perdido el juicio?

—Te odio —dijo en un torturado susurro mientras dejaba caer los brazos e intentaba dar un paso atrás.
Durante lo que le pareció un siglo, Pedro la miró con pasión. Los labios le temblaban ansiosos de poseerla.

—A lo mejor te odias a ti misma —dijo con tranquilidad. ¿Por perder el control? ¿Por disfrutar de sus caricias? ¿Por… desearlo tanto? La miró mientras se ponía derecha, cuadraba los hombros, alzaba la barbilla y lo miraba enfurecida.

—Se acabó. Y —dijo ella sin piedad— ha sido un experimento ridículo. Pedro la dejó ir. La siguió con la mirada mientras se alejaba y salía de la habitación. ¿Experimento? Ni mucho menos. Un intento. Y, desde luego, no había acabado.



La fotografía se había tomado con un teleobjetivo. Tenía que haber sido así porque Paula no recordaba haber visto a nadie con una cámara mientras bajaban del avión de Pedro.

Pedro Alfonso con una mujer y una niña era una gran noticia. ¿Cuánto tardarían en atar cabos y descubrir que la niña era su hija? No mucho. El pie de foto, incluso en español, no dejaba duda. Hablaba de reconciliación. Lo mismo que el comentario de Pedro al ser preguntado: «todo es posible».
Sintió cómo la rabia la inundaba y llevaba hasta el límite su capacidad de autocontrol.

Arrancó la página con cuidado, la dobló y se la guardó en un bolsillo del pantalón decidida a iniciar la confrontación.
El estaba en la casa, pero ¿dónde? Su despacho sería el mejor sitio por donde empezar a buscarlo.
Se encontró con María, quien se dio cuenta de su mirada y del gesto de su mandíbula y de inmediato agarró de la mano a Olivia.

—Vamos, pequeña, vamos a la cocina a hacer unas galletas, ¿sí?

—Gracias —dijo Paula tras dedicarle una sonrisa tensa—. Sé buena con María. Vuelvo en un momento.

—Vale.

El despacho de Pedro estaba situado en uno de los extremos de la primera planta. Daba al jardín y a la zona de la piscina. Dos habitaciones contiguas habían sido remodeladas y se había puesto en ellas una mesa de despacho con varios ordenadores, un portátil y todo el equipamiento necesario de una oficina. Todas las paredes estaban cubiertas por estanterías, menos una en la que había unos cómodos sillones de cuero y una mesa baja.
Un territorio muy masculino al que entró avisando apenas con un ligero toque en la puerta.

Pedro alzó la mirada del monitor del ordenador, notó la mirada de ira en los ojos de ella y se arrellanó en la silla.
Vestida con unos vaqueros negros y una blusa color sandía, el pelo recogido y sin maquillaje, parecía casi una adolescente. Sus sinceras emociones siempre lo habían intrigado porque casi nunca las disimulaba… una cualidad poco frecuente en las mujeres que conocía. Seres sofisticados que jugaban a la seducción.

Paula había sido distinta. No había sabido quién era él y no había parecido impresionarle cuando se había enterado.
Cuatro años antes, no había sido capaz de evitar que se fuera. No había luchado por ella como debería haberlo hecho, suponiendo de modo erróneo que todo lo que tenía que hacer para aliviar algo del daño hecho por Estrella y su tía viuda era demostrarle por medio del sexo que la amaba.
Sintió que su cuerpo se ponía rígido al recordarlo.

—¿Hay algo de lo que quieras hablar? Con estudiada parsimonia, sacó el recorte del bolsillo, lo desdobló y lo arrojó encima de la mesa. —A lo mejor no te importa explicármelo. Pedro apenas lo miró.—Estoy seguro que sabes el suficiente castellano como para poder entenderlo.

—Esa no es la cuestión.

—¿Cuál es la cuestión, Paula? —no dejaba de mirarla.

—La «reconciliación» no figura en el acuerdo —apretó los puños, los ojos le brillaban—. Eso no va a suceder de ninguna manera.

—¿Crees que no?

—Exijo que pidas una rectificación.

—No —su tono era peligrosamente suave—. ¿Te niegas a reconocer que para Olivia sería mejor tener padre y madre, una vida de familia estable y no una custodia compartida por dos personas que viven en extremos opuestos del mundo?

—¿Un padre y una madre en perpetua guerra? Por favor…

—¿Por qué tendría que haber problemas? —hizo un gesto en el aire con una mano—. Disfrutarías de todas las ventajas sociales de ser mi esposa, tendrías todo lo que quisieras —la miró y se inclinó hacia delante—. ¿Ni siquiera para agradar a un viejo moribundo?

Las emociones encontradas se arremolinaban en el corazón de Paula y ensombrecían su mirada.

—Ramón tiene un cáncer muy avanzado —dijo con tranquilidad—. Unas cuantas intervenciones han conseguido retrasar lo inevitable, pero el tumor cerebral es inoperable y los médicos dicen que es cuestión de semanas que entre en coma.

—Lo siento. ¿Por qué no me lo advertiste?

—Pensaba que lo había hecho.

—Me dijiste que estaba enfermo —señaló—, no que se estaba muriendo.

—Dadas las circunstancias, ¿es tanto pedir? —la miró.

—¿Qué pasa con Olivia? —le Sostuvo la mirada—. Ramón quiere conocerla, pero ¿has pensado cómo le afectará a ella el rápido deterioro de la salud de Ramón? Es demasiado pequeña como para enfrentarse a la enfermedad en ese grado.

—Le he estado dando vueltas a eso —dijo Pedro con tranquilidad—. Ramón pasa un corto espacio de tiempo sentado en una butaca en la sala. Parece viejo, cansado y frágil, pero está muy lúcido —aseguró—. Podrás juzgar por ti misma.

En el interior de Paula se desató una lucha entre emociones encontradas, incluyendo la duda. Finalmente ganó la compasión.

—Tienes que darme tu palabra de que yo decidiré cuándo cesan las visitas de Olivia.

—Sin duda —se recostó en la silla y se puso las manos en la nuca—. ¿Y la aparente reconciliación? ¿Aceptarás por Ramón?

¿Por qué tenía la sensación de que cada día que pasaba la engañaba un poco más? No quería participar en eso. Aunque parecía tan poco para hacer feliz a un anciano moribundo. Hacerle creer… ¿qué? ¿Qué su adorado nieto se había reconciliado con su esposa? ¿Podía hacerse semejante regalo a Ramón?

—¿No te estás olvidando de algo? ¿De alguien? —preguntó Paula finalmente.

—Le habremos dicho a Olivia quién soy yo antes de que vaya a ver a Ramón.

—¿Qué será cuándo?

—A las once —dijo mirando su reloj.

—¿Perdón?

—Ya lo has oído. Sin pensarlo agarró un pisapapeles y se lo arrojó, pero falló y él lo agarró en el aire.

El ambiente estaba cargado de electricidad, las chispas saltaban en el silencio y los ojos de Paula se oscurecieron incrédulos mientras Pedro dejaba en la mesa el pisapapeles de cristal y después se ponía de pie.
Ella no se movió, parecía clavada al suelo mientras él se acercaba. No podía siquiera pronunciar una palabra porque su voz no era capaz de atravesar el nudo que tenía en la garganta. Siguió inmóvil mientras él le agarraba la barbilla. Su mirada era oscura, casi negra por la ira contenida. Su voz ronca.

—Juega con fuego, querida, y te quemarás —le acarició con un dedo el borde de la mandíbula—. Demasiadas emociones —dijo suavemente—. ¿Por qué crees tú que es?

—Porque te odio.

—Mejor el odio que la indiferencia —le pasó el pulgar por el labio inferior… y sintió cómo temblaba por la caricia—. ¿Quieres que haga una prueba? —recorrió el cuello con la yema de un dedo hasta llegar a la separación de los pechos, después acarició uno de ellos y rozó el pezón con el pulgar.
Ella notó como su pecho se hinchaba y el pezón se endurecía por el roce, y odió la traidora reacción.

—Déjame.

—Pero si aún no hemos terminado —dijo con tono indolente. Rozó su boca con los labios de un modo que casi la hizo tambalearse y dejó escapar un gemido cuando tomó su labio inferior entre los dientes. No fue consciente de que le estaba desabrochando el cinturón hasta que notó una mano en la piel desnuda del vientre. Después ya era demasiado tarde. Su protesta quedó ahogada por su boca y notó cómo su cuerpo se sacudía de un modo espasmódico mientras él deslizaba los dedos entre los rizos que poblaban la unión de sus piernas buscando y encontrando la humedad del centro de su feminidad.

Con una precisión infalible le acarició el clítoris y vio la mirada de sus ojos mientras una oleada de sensaciones le recorría todo el cuerpo. Una ola que volvía una y otra vez con cada caricia mientras él absorbía con la boca los gritos que provocaba con sus dedos.

Pedro quería más, mucho más, y la tentación de poseerla en ese momento era casi insoportable. En la mesa, en el suelo, a horcajadas en una silla, contra la pared.
La idea tuvo sobre él un efecto disuasorio, así que se limitó a sujetarla, aflojó la presión de la boca mientras los últimos estremecimientos recorrían el delgado cuerpo de Paula hasta desaparecer finalmente.
Con cuidado, sacó la mano del pantalón, cerró la cremallera y abrochó el cinturón. Eso trajo a Paula de vuelta a la realidad. Se apartó de él, incapaz de creer que hubiera permitido que ocurriera lo que acababa de suceder.
¿Cómo podía haber bajado la guardia hasta dejarse seducir por sus caricias? No quería mirarlo. No podría soportar ver en sus ojos la satisfacción, el placer por su caída.

Durante lo que pareció un siglo ninguno de los dos dijo nada, sólo se oía el irregular sonido de la respiración de Paula.

—Ha sido despreciable —consiguió decir ella con voz temblorosa por el odio antes de pasarse el dorso de la mano por los labios como para quitarse el sabor de él.

—Pero… instructivo, ¿no te parece? ¿Dónde está Olivia?

—En la cocina, haciendo galletas con María —suspiró.

—Vamos a verla.

—¿Ahora? «Contrólate», pensó. Pero cómo, si estaba en medio de un torbellino de emociones y su cuerpo aún no se había recuperado. Sólo pensar en cómo la había acariciado era suficiente para provocar espasmos en la parte más sensible de su anatomía.

—Se lo diremos juntos.

—Creo que debería ser yo… —dijo ella haciendo un gran esfuerzo por recomponerse.

—Merece que su padre y su madre estén presentes.

Recogieron a Olivia en la cocina y subieron juntos al piso de arriba. Pedro sentó a la niña en su cama y se puso en cuclillas para estar a la altura de sus ojos.
Se lo dijo sencillamente. La reacción de Olivia le pareció eterna. Tras un momento de duda, rodeó el cuello de Pedro con sus brazos. Los ojos de él brillaban por encima de la cabeza de la niña mientras la abrazaba con fuerza y Paula tuvo que parpadear para contener las lágrimas que le quemaban en los ojos.

Padre e hija juntos. La felicidad de Olivia y su aceptación de la situación quedó reflejada en sus palabras:

—Eres mi papá.

Era un comienzo, reconoció Paula. Olivia era una niña muy despierta para su edad y seguramente luego vendrían las preguntas, pero de momento, habían superado uno de los más importantes obstáculos.
Pedro besó la frente de su hija.

—Ahora tenemos que prepararnos para ir a ver a tu bisabuelo Ramón —apoyó una mano en el hombro de Paula—. Un cuarto de hora. Os espero abajo.

Juntas eligieron el vestido más bonito para Olivia quien, con el pelo recogido, siguió a Paula mientras ésta se ponía un vestido ceñido de lino color jade sujeto con un cinturón, se colocaba el pelo y se maquillaba ligeramente bajo la intensa mirada de su hija.
Pedro esperaba en el vestíbulo mientras ellas bajaban las escaleras y sonrió cuando Olivia colocó su pequeña mano en la de él.

Carlos los llevó a la mansión de Ramón y aparcó frente a la puerta principal.
Paula no estaba preparada para enfrentarse al cambio en el estado físico del anciano, uno de los pocos miembros de la familia Alfonso que la había tratado bien durante su breve matrimonio con el mayor de sus nietos.
Lo recordaba como un hombre fuerte a pesar de su avanzada edad. Vibrante y lleno de energía y, al tiempo, comprensivo con la joven que había robado el corazón de Pedro. Ramón la había animado a estudiar español, a aceptar la riqueza y el modo de vida de los Alfonso y a reconocer las cosas que no podía cambiar.
En cierto sentido había sido su mentor, y ver así a un hombre al que había adorado le rompía el corazón.

Al principio estuvo vacilante, insegura, sin saber si quedaría algo del afecto que habían compartido. Después de todo, había sido ella quien se había marchado una noche, dejando a Pedro sólo una breve nota en la que le decía que volvía a casa.

—Hola —no fue tanto el saludo como el tono de voz y la sonrisa lo que hizo que a Paula se le llenaran los ojos de lágrimas.

—Ramón —sin dudarlo se acercó al sillón en que se encontraba y lo besó en la mejilla—. ¿Cómo estás?

—¿Cómo parezco? —dijo con una chispa de humor en los ojos. Paula inclinó la cabeza ligeramente.

—Un poco menos que el león que recordaba.

—¡Qué bien mientes! —la risa casi hizo llorar a Paula—, pero te perdono por mimar a un viejo —le tomó una mano y la retuvo entre las suyas—. Ahora, preséntame a mi bisnieta.

Pedro dio un paso adelante con la niña de la mano.

—Olivia —dijo con cariño—, éste es Ramón. Las facciones de Ramón se suavizaron de un modo dramático y se le humedecieron los ojos.

—Acércala más. Por un momento, Olivia pareció dubitativa, asintió después de que Pedro le dijera unas palabras de aliento.

—Hola, bisabuelo —dijo en español.

Paula la miró con los ojos de par en par. La pronunciación había sido buena. ¿Quién habría sido?

Pedro, por supuesto, seguramente habría ayudado María. Durante un instante, experimentó sentimientos encontrados, después se vieron superados por la felicidad de Ramón.

—Olivia. Un nombre precioso para una niñita preciosa —dijo cariñoso.

—Pedro, mi padre, algunas veces me llama «pequeña» —dijo la niña solemne. La sonrisa de Ramón derritió el corazón de Paula.

—Tienes que visitarme mucho, así podré enseñarte español.

—Tengo que preguntarle a mamá si puedo.

—Por supuesto —dijo Ramón con la misma solemnidad mientras interrogaba a Paula con la mirada.

—Será un placer —¿qué otra cosa podía decir?

—Pedro te traerá.

—¿Mamá también? —preguntó la niña momentáneamente insegura.

—Naturalmente. Podrás venir por la mañana, así tendrás el resto del día para explorar —alzó la vista al oír el sonido de la puerta al abrirse—. Ah, aquí está Sofía con el té.

Té con unos deliciosos sándwiches, algo de conversación agradable y después Pedro dijo que tenían que irse.
Carlos los llevó al Parque Warner, una sorpresa que Pedro se había reservado.

—Eres un hombre ocupado —protestó Paula sin mucha convicción. —¿No es posible que haya aprendido a delegar?

—Improbable.

—Te equivocas.

—No esperamos que nos dediques todo tu tiempo —dijo, mirándolo con precaución.

—Es un placer hacerlo —la miró a la boca. «Placer», una palabra que no fallaba. Paula notó que el rubor le subía a las mejillas y lo miró sombría antes de volverse hacia la ventanilla.

Fue durante la cena de esa noche cuando ella sacó el tema de la vida social de Pedro.

—¿No tienes… —hizo una pausa con deliberada delicadeza— ninguna amante que se impaciente por tu ausencia?

—¿De su cama? —preguntó en tono de broma mientras notaba el latido del pulso en la base del cuello de Paula —. Quizás —dijo arrastrando las vocales—. Si tuviera alguna.

—¿Estrella se ha convertido en una amante consumada?

—Eso es algo que deberías preguntarle a su marido. ¿Estrella se había casado?

—Me cuesta creer que renunciara a ti.

—Nunca fui un aspirante, querida —sonrió de modo forzado. No era fácil parecer indiferente, pero lo consiguió.

—¿Podemos cambiar de tema?

—Has sido tú quien lo ha sacado —le recordó con odiosa sencillez.

—¿Ramón tiene muchos dolores? —dijo intentando disimular la ligera desesperación en su voz, pero tuvo la impresión de no haberlo conseguido.

—Tiene atención médica continua y una enfermera en la casa. Ha sido su deseo permanecer allí.

Paula conocía su estado y sus posibilidades. Poco se podía hacer, sólo que no sufriera.

—Quería pedirte que Olivia y tú os quedéis hasta que Ramón entre en coma.

Debería haber pensado que le pediría algo así y se maldijo por no haberlo previsto.

—Tengo un trabajo —le recordó—. Tenemos un acuerdo. Después de tres semanas, Olivia y yo volveremos a Perth.

—Estoy seguro de que tu estancia puede prologar— se por un motivo así.
Podía si ella quería. La verdad era que no confiaba en sí misma si pasaba mucho más tiempo cerca de Pedro. Tenían una historia común, una potente química que no podía atreverse a avivar. El era peligroso, primitivo. Sintió que la rabia la llenaba al sentirse manipulada.

—¿Crees que te he traído hasta aquí con algún motivo oculto?

—Sí —no tenía ninguna duda.

—¿No te parece un poco rebuscado? —su mirada era penetrante.

—Creo que harás cualquier cosa para conseguir lo que quieres —dijo con vehemencia.

—¿Y qué crees que quiero?

—A Olivia.

—Por supuesto —su expresión no cambió—. ¿Qué más? Paula se puso de pie, arrojó la servilleta sobre la mesa y se dio la vuelta para marcharse. —Llegará un día que no huirás.

—¿Estás seguro? —dijo dándose la vuelta y lanzándole una mirada envenenada.

Pedro sintió un fuerte deseo de echársela al hombro y llevarla a su cama. Ya lo había hecho alguna vez en el pasado, cuando las palabras no habían servido para comunicarse. ¿Serían los recuerdos de ella tan vívidos como los suyos? ¿La mantendrían despierta por las noches?


Contaba con ello.....


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