Pedro tenía una entrevista de trabajo el viernes con la empresa de seguridad de Virginia que quería establecer una nueva sucursal en California. Ya se había reunido con el director de recursos humanos, y la entrevista de ese día era con el propietario de la empresa.
—Le vas a caer fenomenal.
Paula recogió la taza de café mientras él metía los platos en el lavavajillas. Durante la semana desayunaban juntos antes de que ella saliera hacia el colegio. Y por la noche él se ocupaba de empezar a preparar la cena antes de su regreso, lo que significaba que ella podía terminar de corregir los deberes o exámenes de sus alumnos antes, con lo que después de acostar a Olivia, Pedro y ella podían acostarse también. Aunque no necesariamente para dormir.
Hacían el amor todas las noches, y todas las mañanas ella despertaba en sus brazos con una extraña sensación de irrealidad.
Había tenido más de un año para acostumbrarse a la idea de que Pedro no formaría parte de su vida, y durante la mitad de ese tiempo lo creyó muerto. A veces era difícil creer que pudiera ser tan feliz. Aunque «feliz» era una pobre expresión para expresar los sentimientos que la embargaban cada tarde al volver a casa del colegio y encontrarlo esperándola con su hija en brazos.
Cuando él la abrazaba y besaba hasta dejarla sin sentido, era capaz de silenciar la vocecita que le recordaba que Pedro la deseaba, pero no la amaba.
—No te preocupes por Olivia —dijo Paula—. Angie se quedará con ella todo el día.
Pedro asintió.
—Si la cosa no va bien seguro que estaré de vuelta a la hora de comer. Pero si me contratan seguro que volveré tarde.
Paula se puso de puntillas y lo besó mientras él se alisaba el uniforme. Como si fueran una auténtica familia.
—Buena suerte.
Lo vio subir al coche de alquiler que todavía tenía y lo despidió con la mano.
—Te quiero —murmuró.
¿Sería capaz de decirlo algún día en voz alta? Pedro era feliz y estaba encantado con su hija. Y cuando la acariciaba... bueno, en ese sentido no tenían ningún problema. Pero a veces lo sorprendía con la mirada perdida y una expresión lejana, y se preguntaba en qué estaría pensando.
Tenía miedo de saberlo. Y tenía miedo de preguntarlo.
Melanie. Oh, recordaba perfectamente todo lo ocurrido la noche de la fiesta: la mirada de Pedro, como si ella fuera un nuevo tesoro recién descubierto, pero sólo fue una noche. Y después, al darse cuenta de lo enfadada que estaba Melanie, salió corriendo detrás de ella.
¿Para asegurarle que entre Paula y él no había nada?
Paula nunca lo sabría. De igual manera que tampoco sabría nunca cuánto echaba de menos Pedro a su hermana.
Las inseguridades de Paula habían dominado la relación con su hermana buena parte de su vida, y ahora volvían a aparecer de nuevo para recordarle que Pedro había pertenecido a Melanie, pero nunca a ella.
Cierto que ahora Pedro parecía feliz. ¿Por volver a contar con su amistad? ¿O por su nueva paternidad? ¿O tenía remordimientos por haberse ido después de dejarla embarazada? Paula temía que era una mezcla de todo.
«Pero ahora está conmigo. No me haría el amor como lo hace si no me quisiera al menos un poco. Deja de ser tan pesimista», se dijo por fin.
El día pasó lentamente, y Paula no dejó de preguntarse cómo iría la entrevista de Pedro. Comprobó el teléfono móvil varias veces para ver si tenía algún mensaje, pero no había ninguna llamada.
Sabía que si la entrevista no había salido bien, Pedro no la llamaría. Desde que lo conocía, Pedro era un hombre muy privado sobre sus sentimientos más profundos. Y ella sospechaba que si no quería hablar, sería imposible sacarle ninguna información.
Cuando por fin llegó a casa sintió que su ánimo se animaba de nuevo. Allí estaba Olivia con Angie, y ver a su hija siempre había sido un bálsamo para su tristeza.
Angie estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas, viendo un culebrón en la tele, cuando Paula entró por la puerta.
—Hoy se ha portado fenomenal —le informó Angie—. La he puesto a dormir la siesta sobre las dos, así que no creo que se despierte hasta por lo menos las cuatro. He dejado el periódico y el correo en la mesa.
—Muchas gracias —dijo Paula—. Y te agradezco que hayas venido hoy.
—Tranquila, ya sabes que me encanta cuidar de Olivia —dijo Angie, recogiendo sus cosas—. Deséame suerte en mi examen de psicología.
—Buena suerte —le dijo guiñando el ojo y sonriendo.
Cuando Angie se fue, Paula dejó la bolsa del colegio y se quitó los zapatos. Después fue a la cocina a beber algo.
Mientras tomaba un vaso de té frío, echó un vistazo al correo que Angie había dejado en la mesa de la cocina. Dejó a un lado un par de facturas, tiró tres ofertas de tarjetas de crédito a la basura y después abrió los dos sobres que parecían más personales.
El primero era una nota de agradecimiento de una profesora compañera para la que habían organizado una fiesta de despedida de soltera. La segunda llevaba un remite desconocido de California. Curiosa, abrió el sobre y sacó una hoja de papel.
Estimado señor Alfonso: Madres contra la Conducción Temeraria le agradece su generoso donativo en recuerdo de su amada Melanie Chaves. Permítanos expresarle nuestras más sentidas condolencias. Sin duda Melanie era una joven muy especial. Con su donativo...
Confundida, Paula buscó el sobre y miró la dirección. Iba a nombre de Pedro, aunque el apellido era Chaves. Además, llevaba una etiqueta de cambio de dirección. Paula se dio cuenta de que había sido reenviada desde la casa de su padre en California.
Volvió a leer la carta, y de repente lo vio con terrible claridad. En ese momento, la pequeña burbuja de esperanza que había alimentado estalló.
Pedro había hecho un donativo en recuerdo de Melanie, «en recuerdo de su amada Melanie», a una organización conocida por sus programas de conciliación sobre los peligros de mezclar el alcohol y la conducción. Su «amada». Una oleada de desolación la recorrió y los ojos se le llenaron de lágrimas.
No le importaba el dinero, ni la idea. En el fondo, le gustó el honor en recuerdo de su hermana. Pero ahora no podía fingir que su matrimonio con Pedro fuera algo más que mera conveniencia.
Asimismo, entendió con toda claridad que Pedro nunca la amaría, porque seguía enamorado de su hermana.
Se hundió en una silla de la cocina y volvió a leer la carta. Entonces pensó que si el padre de Pedro no hubiera mandado la carta, no se habría enterado del donativo.
Se le escapó un gemido. Se llevó una mano a la boca, pero fue incapaz de contener las lágrimas. Sabía que Pedro no la amaba, así que no debía sentirse tan afectada.
Pero lo estaba. No sólo afectada, sino desolada.
¿Cómo podía casarse con él? Su corazón no podría soportar tanto dolor. Ni siquiera por el bien de la maravillosa niña que dormía en el piso de arriba. No, no podía nacerlo.
Otro gemido escapó de su garganta y las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas. Sin contenerlas, apoyó la cabeza en los brazos cruzados sobre la mesa y lloró.
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