-¿Que vas a qué? -los hermosos ojos de su madre casi se salieron de sus orbitas.
Pedro soltó un resoplido al ver su evidente shock.
-Voy a casarme, ¿te sorprende?
Miranda negó lentamente con la cabeza y esbozó una irónica sonrisa.
-La verdad es que no. Siempre has mantenido en secreto tus planes importantes hasta que los has hecho.
-¿Como qué? -preguntó él. ¿Sería eso cierto?
Su madre se puso a enumerar con los dedos.
-Como cuando tenías catorce años y empezaste a ahorrar dinero cortando el césped porque querías ir a la universidad a estudiar medicina. Me enteré cuando el banco llamó para pedir que un tutor adulto se hiciera cargo de tu cuenta. O como cuando tenías dieciséis años y te presentaste al programa de voluntariado del hospital porque querías hacer méritos para tu currículum. Me lo contaste después de haberte inscrito. O como cuando solicitaste el ingreso en la facultad de medicina y nadie supo nada hasta que te hubieron aceptado.
-De acuerdo, entendido -dijo él alzando una mano. Una inexplicable punzada de culpa lo traspasó. Nunca había considerado sus acciones desde el punto de vista de su madre. Simplemente, no soportaba la idea del fracaso, y por eso prefería no contarle a nadie sus sueños y esperanzas. Y además, su madre ya había tenido demasiados problemas en la vida como para que la atosigara con los suyos propios.
Pero la verdad era que nunca se le había ocurrido confiar en los demás. Salvo en Paula. Aún se sorprendía de la facilidad con la que ella había entrado en su vida, y se moría de impaciencia por verse casados.
-Háblame de ella -le pidió su madre.
-Es rubia, y tiene los ojos verdes.
Su madre puso una mueca de exasperación.
-Sinceramente, Pedro, ¡a veces no me puedo creer que seas hijo mío! ¿Dónde la has conocido? ¿Y cuándo?
-Su nombre es Paula. Paula Chaves. Es enfermera. La conocí hace cuatro años cuando empezó a trabajar en la unidad de pediatría del County Hospital. Desde entonces hemos sido amigos, pero hasta hace muy poco no fui lo bastante listo como para declararme -bueno, al menos eso era cierto-. Es tranquila, muy dulce y algo tímida. Te encantará.
-¿Es de San Antonio?
-Sí -o al menos eso creía.
-¿Tiene familia aquí?
-No -no estaba seguro, pero ella nunca le había hablado de su familia. De hecho, casi no le había contado nada de sí misma.
«Eso es porque siempre estás muy ocupado hablando de ti mismo, ¿o no?», pensó, sintiéndose incómodo.
-Mira -dijo, impaciente por distraer a su madre-, sale de trabajar a las siete y vamos a cenar en mi casa. ¿Qué te parece si la traigo un ratito alrededor de las nueve para que la conozcas?
Pedro estaba de pie en la cocina, con una copa de vino en la mano. Después de visitar a su madre, había recogido a Paula y la había llevado a casa, y ahora estaba esperando a que se cambiara de ropa. Se preguntó si volvería a dejarse el pelo suelto.
Si no lo hacía, iba a ser él quien lo hiciera por ella.
Arrepentido, negó con la cabeza. ¿Cómo demonios podía estar tan obsesionado con una mujer y su pelo? A cada segundo le costaba más no recordar cómo se había sentido entre sus muslos, los ruiditos que hacía al llegar al orgasmo, el tacto de sus manos en su...
No, definitivamente la cocina no era el lugar adecuado para esa clase de reacción corporal. Aquello debía acabar. Y pronto. En cuanto se desvaneciera el arrebato inicial de intimidad sexual. Aunque, en esos momentos, le resultaba imposible imaginarse que pudiera llegar a ser inmune a sus encantos, o que pudiera hacerle el amor de una forma menos apasionada.
¿Por qué lo afectaba tanto? No era una belleza despampanante, pero sí irradiaba una apacible dulzura y un destello de calor y humor que lo volvían loco. Pensándolo bien, se dio cuenta de que Paula tenía una discreta clase de belleza que él había pasado por alto durante todos esos años.
Pero, ¿cómo no había podido fijarse antes en ese delicado perfil, en esa pequeña nariz, en esa piel suave y satinada, en esas cejas arqueadas y sorprendentemente oscuras para una rubia? ¿Yesos ojos, los más grandes y verdes que había visto jamás, con un borde oscuro alrededor del iris que enfatizaba su mágico color? ¿Y esa sonrisa...?
Sinceramente, no sabía cómo nunca antes se había fijado en todo eso, aun no siendo ella su tipo.
Pero entonces ella entró en la cocina y él lo supo.
Paula se había hecho invisible. Tranquila, reservada, humilde... unas cualidades que había llevado al extremo de la discreción. Y eso mismo había hecho que él se sintiera tan a gusto en su presencia, que encontraba tan apacible y relajante. Siempre que pasaba unos minutos con ella en la cafetería, salía de mejor humor.
Pero aquella obsesión tenía que acabar.
-Estás preciosa -le dijo, deleitándose con la vista de sus piernas bajo la falda blanca y la curva de sus pechos bajo el top rosa a juego con el color de sus mejillas. Aunque la ropa no era especialmente provocativa, Pedro sintió que su interés crecía aún más-. He pensado que después de cenar podría llevarte a conocer a mi madre.
-¡A tu madre! -exclamó ella, mirándolo con ojos muy abiertos-. No voy vestida para conocer a tu madre. ¿Es absolutamente necesario?
Pedro se echó a reír. Paula parecía sinceramente asustada.
-Sí, lo es. No te preocupes. Hoy he ido a verla y le he dicho que voy a casarme. Me matará si no te presento enseguida.
-Oh, bueno, en ese caso... -miró alrededor, sin saber qué decir.
-¿Qué te parece mi casa? Sé que no tiene muchos muebles, pero eso tendrá pronta solución. El préstamo de la universidad ya está pagado, y mi única deuda es la hipoteca -esperó; no quería reconocer el interés que tenía en la reacción de Paula.
Tal vez a ella no le gustara su casa. Era una estancia tremendamente austera, y no sólo por falta de dinero. A Pedro nunca se le había ocurrido decorar su lugar de residencia. Después de todo, ¿quién iba a verlo además de él?
Paula pasó la vista por la cocina y se acercó a las puertas francesas, que daban a un patio con una piscina al fondo. Se volvió hacia él con ojos brillantes.
-Me encanta, Pedro. Tu casa es preciosa, con o sin muebles.
-Estupendo -dijo él, ignorando el alivio que su aprobación le había producido-. Colaboré con el arquitecto en el proyecto, y me quedé satisfecho con el resultado. Hay cinco dormitorios además del principal, de modo que tenemos sitio de sobra para los niños.
La mención de los niños hizo que el rubor volviera a las mejillas de Paula. Era algo encantador. Adorable. Y Pedro deseó que jamás llegara el día en que no pudiera hacer que se ruborizara.
-Niños -dijo ella, y él se preguntó si era consciente del deseo que transmitía su voz-. Todavía no puedo creerme esto.
-Tal vez te resulte más fácil creértelo dentro de nueve meses.
-Sería curioso llevar dentro un bebé sano -dijo-. Estoy demasiado acostumbrada a los prematuros.
-Lo sé. ¿Alguna vez has pensado en cuántos hijos te gustaría tener?
-Uno por cada dormitorio, al menos -respondió ella, con una soñadora sonrisa.
Pedro se estremeció al pensar en el tiempo que pasarían concibiendo cinco hijos. Se acercó a ella y le tendió una copa de vino. Acto seguido, le deslizó los dedos entre su espesa mata de pelo y le hizo acercar la cara.
-Ésos son muchos hijos.
-¿Muchos? -arrugó la frente y lo miró a los ojos con expresión abatida-. Tienes razón. Yo...
Él la hizo callar cubriéndole la boca con la suya e introduciéndole la lengua entre los labios. Ella se apretó contra él, rodeándolo con su brazo libre, y los dos gimieron al sentir el tacto de sus cuerpos.
-No he dicho que no quiera un montón de críos -aclaró él, separándose unos centímetros-. Creo que una casa llena de ellos sería fantástica.
Los ojos de Paula centellearon de felicidad.
-No tienes que trabajar mañana, ¿verdad? -le preguntó él, acariciándole las caderas.
-No -respondió, mirándolo fijamente a los ojos-. Estoy libre los tres próximos días.
-Estupendo -la besó una vez más antes de soltarla-. Esta noche te quedarás aquí. Mañana empezaremos a trasladar tus cosas.
-No te gusta ir despacio, ¿verdad? -le dijo, arqueando las cejas.
-No hay ningún motivo para esperar -repuso él encogiéndose de hombros.
-Ni tampoco te gusta preguntar la opinión de los demás -añadió con una sonrisa.
-Lo siento. Supongo que es una costumbre adquirida por tantos años dando órdenes médicas.
-Claro... A mí no me engañas. Has nacido para dar órdenes.
-Creo que vas a llevarte muy bien con mi hermana -dijo él con una mueca.
-¿También voy a conocerla a ella esta noche? -preguntó, otra vez llena de pánico.
-No, sólo a mi madre. Dejaremos a mi hermana para otro día.
-¿Cómo vas a explicar esto?
-¿Explicar qué? -ella lo miraba con preocupación, y él sintió el impulso de tomarla entre sus brazos.
-Ya sabes. Esto... -hablaba con lentitud, como si él se hubiera olvidado de algo importante. Esto... nosotros.
-¿De qué estás hablando?
-Pedro, ¿de verdad eres tan obtuso? -dejó escapar un suspiro-. Eres un hombre encantador y muy atractivo. Un médico. Un miembro de los Alfonso. Nadie se creerá que yo soy la mujer con la que vas a casarte. Yo soy... -hizo un gesto de impotencia-. No soy una modelo ni una actriz ni una persona que frecuente fiestas. Sencillamente, no soy una mujer especial -intentó apartarse, pero él la agarró de la cintura y la obligó a encararlo.
Aun así, ella desvió la mirada. Durante un minuto, ninguno de los dos supo qué decir.
-¿Crees que porque mi apellido es Alfonso tengo que casarme con una mujer que sea... que sea famosa o algo así?
-Sabes lo que quiero decir -dijo ella mordiéndose el labio.
-No -dijo él en un tono que no admitía interrupción-. No lo sé. Mi madre tuvo que trabajar como camarera durante veinte años. Mi primo se casó con la hija del ama de llaves de mi tío. Mi hermana se casó con un policía. Bueno, con un sheriff, que es casi lo mismo -la agarró de la barbilla y la obligó a mirarlo-. Hablas como si fueras una especie de esnob.
-¡No lo soy!
Pedro tuvo que reírse ante la vehemencia de su declaración.
-Si lo eres, nunca lo he visto -dijo con calma-. He visto a una mujer que brilla con luz propia. Una mujer con unos ojos preciosos y una sonrisa que haría sentirse a un hombre como lo más importante de la tierra...
-Has trabajado durante cuatro años conmigo sin apenas darte cuenta de que existía -le recordó ella.
-Sí, y ahora creo que ha sido por tomar alguna clase de estúpidas pastillas - murmuró él, frustrado por no sentirse capaz de hacérselo comprender.
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