A la tercera semana de su boda, Pedro recibió una llamada del hospital sólo momentos después de que Paula llegara a casa por la noche. Decepcionada por no poder estar juntos, se sentó en el sofá y hojeó la guía de televisión. De haberse quedado Pedro en casa, la velada habría sido perfecta. Con o sin champán, ella habría acabado donde quería estar, en los brazos de su marido.
Frunció ligeramente el ceño. Tal vez debería decir que habría sido «casi» perfecta. En un mundo perfecto, Pedro la amaría tanto como ella lo amaba a él.
Desde la noche en la que le había declarado su amor, Pedro se había vuelto mucho menos distante y mucho más afectuoso. Era como si hubiera derribado una barrera invisible que hubiera mantenido entre ellos. La tomaba de la mano, jugueteaba con su pelo, le daba un beso antes de irse...
Y le hacía el amor mucho más a menudo que antes.
Pero no daba muestra alguna de que sintiera lo mismo que ella. Paula se decía una y otra vez que no era justo esperar más. Había sabido lo que podría esperar de él cuando se casaron. Y sin embargo...
El teléfono la sacó de sus pensamientos. Ansiosa, alargó la mano hacia el auricular. Cada vez que recibía una llamada cuando Pedro estaba fuera deseaba que fuera él. Pero casi nunca lo era. Algunas cosas no habían cambiado... como el hecho de que él no pensara en ella cuando no estaban juntos.
-¿Paula? Soy Miranda.
-Hola, ¿cómo estás? -su suegra estaba en una nube desde que Luciana había aceptado quedarse temporalmente con ella.
-Muy bien, querida. Y Luciana también, aunque está rendida. Hoy hemos ido de compras. Toda su ropa le quedaba demasiado apretada.
-¿Ha ido ya al tocólogo? -Pedro y ella habían insistido en que a Luciana la viera inmediatamente un especialista. Habían visto demasiados bebés prematuros como consecuencia de la falta de cuidados durante el embarazo.
-Ha pedido cita para mañana por la mañana. Si me deja, pienso ir con ella.
-Estupendo -era un alivio.
-¿Está Pedro en casa? Tengo que hablar con él.
-No, ha recibido una llamada del hospital y ha tenido que marcharse antes de lo previsto. ¿Quieres que le deje un mensaje?
Miranda dudó por un momento.
-No, sólo dile que venga a verme o que me llame lo antes posible.
Tras despedirse, Paula colgó pensativa el teléfono. Su suegra estaba claramente angustiada por algo.
Nada más dejar el auricular, el teléfono sonó otra vez, sobresaltándola.
-Residencia Alfonso. Paula al habla.
-Paula, soy Horacio, ¿te acuerdas? Horacio Zolezzi, el padre de Pedro.
-Hola, señor Zolezzi. Sí, lo recuerdo. Lo siento, pero Pedro no está aquí. ¿Quiere que le deje un mensaje?
-¿Le dijiste que lo llamé? ¿Qué dijo?
Paula dudó. El ansia que mostraba el hombre era patética, y ella no estaba dispuesta a transmitirle las palabras de Pedro.
-Se lo dije -respondió con amabilidad-. Señor Zolezzi, Pedro no está interesado en hablar con usted en estos momentos -cruzó los dedos por la pequeña mentira.
-Lo sé -Horacio parecía hundido-. De verdad quiero... quiero explicarme por qué me marché. Sé que estuvo mal, pero deseo que me dé otra oportunidad.
-También está el asunto de los gemelos y del dinero -no podía pronunciar la palabra «chantaje» Pedro está... eh, bastante preocupado por eso.
-Maldita sea. Le dije a Sole que era una mala idea -una nota de ira le quebró la voz-. El dinero no significa tanto para mí. He pasado por dificultades otras veces, y siempre he salido adelante. Y de un modo legal -enfatizó-. Paula, tienes que ayudarme.
-¿Yo? -se quedó perpleja.
-Tú eres su mujer. Lo conoces mejor que nadie. Si a alguien tiene que escuchar es a ti.
Paula quiso negarse, explicarle que Pedro no tenía por qué escucharla, pero Zolezzi siguió hablando.
-¿Podemos vernos en algún sitio? Déjame explicártelo a ti, y así tal vez puedas hablar con él y calmarlo un poco. No quiero pasar el resto de mis días sin conocer a mi hijo.
Paula guardó silencio. El sentido común le decía que no se implicara entre Pedro y su padre...
-Por favor -le pidió Zolezzi en tono suplicante.
-Está bien -dijo ella, reacia. No quería hacer nada a espaldas de Pedro, pero... se trataba de su padre. Y ella sabía que Pedro se arrepentiría toda su vida por no haberle dado una oportunidad-. Sólo por unos minutos. Hay un restaurante cerca del County Hospital. The Diner. Podemos vernos allí pasado mañana.
-¡Gracias! -exclamó el hombre de todo corazón.
Rápidamente, Paula le dio la dirección y quedaron a una hora. Cuando colgó, los alborozados agradecimientos de Horacio Zolezzi aún resonaban en sus oídos.
Al día siguiente, Paula llegó a casa dos horas más tarde que de costumbre. Se encontró a Pedro en la puerta, mirándola con ojos interrogantes.
-El hijo de los Vieger ha tenido una hernia diafragmática. Cooper lo ha operado. Seguía en el quirófano cuando me fui, y dudo que pase de esta noche.
Los Vieger no habían sido pacientes de Pedro, pero los había asistido en el parto y conocía su caso.
Suspiró y sacudió la cabeza.
-Pobrecito. Espero que sobreviva -le quitó el bolso y la chaqueta y los dejó sobre una silla-. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que caliente unos tacos?
-No, gracias, tomé un sándwich hace un par de horas, por suerte para mí.
-De acuerdo -Pedro tenía una expresión extraña, como si ocultara algo.
-¿Qué pasa? -le preguntó con el ceño fruncido.
-¿Qué te hace pensar que pasa algo? -replicó él con una sonrisa.
-No sabía que fueras tan malo guardando un secreto -dijo ella, sonriéndole también.
-Pero no has descubierto cuál es, ¿verdad?
-¿Vas a mantenerme en vilo?
-No por mucho más tiempo -sacó una servilleta blanca de un cajón y la dobló en triángulo-. Tengo que vendarte los ojos -le ató la servilleta por detrás de la cabeza y le puso las manos en los hombros-. Espera aquí un momento. Paula escuchó cómo cruzaba rápidamente la cocina y abría la puerta del lavadero.
-¿Preparada? -le preguntó él, al regresar. Ella asintió-. ¿Adivinas lo que es?
-Joyas.
-No.
-Ropa.
-No. Extiende las manos.
Ella obedeció, cuando sintió un bulto de pelo soltó un chillido.
-¡Pedro! ¡Quítame esta servilleta! ¿Qué es?
Pedro se echó a reír mientras le destapaba los ojos.
Era un gatito. De pelo gris largo y suave, con ojos azules. Abrió su diminuta boca rosada y se estiró, sacudiendo su cola como si fuera una pluma. Paula no sabía qué decir. No podía articular palabra. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta.
Paula la miró y se puso tenso.
-¿Qué pasa? ¿No te gustan los gatos? Puedo devolverlo. Pensé que como tienes una colección de cristal, tal vez te gustaría uno de verdad, pero si no lo quieres, lo...
-¡No! -exclamó ella-. Me encanta -apretó al gatito bajo su barbilla, intentando recuperar el control de sus emociones-. ¿Es gato o gata?
-Gata. Una Ragoll. Era la más pequeña de la camada, pero también la más amistosa -con un dedo le rascó la diminuta cabecita. La gata empezó a ronronear.
-Es... preciosa -acarició la mejilla contra el pelaje-. Gracias. Nunca había tenido una mascota.
-De nada -la rodeó por la cintura y las abrazó a las dos-. De niño, siempre tuve un gato o dos. Quería un perro, pero mi madre no podía permitírselo.
-Yo siempre quise tener un gato de verdad, pero mi madre nunca me lo permitió -su sonrisa se desvaneció-. ¿Tú preferirías tener un perro?
-Siempre estás pensando en las preferencias de los demás antes que en las tuyas -dijo él, sonriendo-. Tal vez algún día, después de tener hijos, y si pasas más tiempo en casa, hablemos de tener un perro. Pero por ahora, y debido a nuestros horarios, un gato es mucho más apropiado.
-Tienes razón. ¿Cómo te gustaría llamarla?
-¿Yo? No, es tuya. Haz tú el honor.
Paula pensó por un momento.
-¿Qué te parece Lady Milk, puesto que ahora es una Alfonso?
-Lady Milk, perfecto -dijo él sonriendo-. Tal vez nos traiga suerte.
Eso mismo esperaba ella, pensó, recordando la conversación con Horacio Zolezzi. ¿Cómo iba a contárselo a Pedro? Le haría falta algo más que suerte para hacérselo entender.
Pero a medida que avanzaba la tarde, no pudo encontrar el momento adecuado para sacar el tema. Estuvieron jugando con la gatita y fueron a la tienda para comprarle comida y accesorios. Finalmente, llegó la hora de acostarse.
Pedro encerró a Lady Milk en el cuarto de baño mientras le hacía el amor a Paula, pero después ella se durmió con un suave ronroneo junto a la oreja, con la gatita acurrucada en la almohada.
Momentos antes de cerrar los ojos, se juró a sí misma que se lo diría a la mañana siguiente. Pero a las cuatro de la madrugada, Pedro recibió un avisó de urgencia en el busca y tuvo que marcharse al hospital.
Mientras Paula se vestía para ir a trabajar, con la gata jugando con los cordones de sus zapatos, dijo en voz alta:
-Se lo diré esta noche, después de haber visto a su padre.
Lady Milk dejó de jugar con los cordones y miró a su ama, como esperando que repitiera su decisión. -Lo haré -le dijo a la gata.
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