Tras insistir y argumentar que era muy capaz de hacerlo solo, Paula accedió por fin a dejarle cuidar de Olivia esta semana sin la presencia de la niñera.
Y mejor aún, Paula le había dicho que podrían ir a ver a su padre dentro de unas semanas. Antes tenía que hablarlo con el director del colegio donde trabajaba, pero estaba segura de que no habría ningún problema. Por eso Pedro decidió hacer las reservas de los billetes de avión en cuanto Paula volviera a casa aquella tarde y le confirmara las fechas.
Su padre. ¿Cómo demonios le iba a explicar eso a su padre? Desde que entró en la adolescencia y su padre lo sentó frente a él para su primera conversación «de hombre a hombre», las palabras claves siempre habían sido «conducta responsable» y «protección». Por no mencionar «moralidad».
Pedro nunca había mencionado a sus padres sus sentimientos por Paula, aunque en realidad nunca tuvo la oportunidad, dado lo ocurrido con la muerte de Melanie. Y entonces, después del entierro, después de perder totalmente el control con ella, tampoco había tenido la ocasión. Tuvo que salir a la mañana siguiente. Y Paula no había respondido al teléfono, aunque había estado la mitad de la noche tratando de ponerse en contacto con ella.
Cierto que podía haberse acercado a su casa y llamado a su puerta. Debía haberlo hecho, se corrigió. Pero sabía que estaba sufriendo inmensamente, y sentía que debía respetar su dolor.
También se había sentido culpable, con remordimientos por haberse aprovechado de ella en un momento tan vulnerable. Tenía que haberle parado los pies.
Al final desistió, prometiéndose que se pondría en contacto con ella un par de días después. Sin embargo, fue enviado a Afganistán antes de lo esperado, con apenas veinticuatro horas para prepararse, y no había tenido tiempo ni oportunidad de llamarla. Sólo de pensar en ella.
Un mes o dos después supo por su madre que Paula se había ido, y que nadie parecía saber nada sobre su paradero. Había rumores de que se había trasladado a la Costa Este, por lo que Pedro decidió visitarla en el siguiente permiso a Estados Unidos. Le escribió a la dirección de correo electrónico que había utilizado durante años, y para su sorpresa, el mensaje le fue devuelto como dirección errónea. Entonces su madre sufrió una embolia y todas las llamadas y mensajes electrónicos de Pedro con su padre se habían centrado en preocupaciones sobre su enfermedad. En todo aquel tiempo, sólo había ido a California un par de veces, una no mucho después de la primera embolia, y la segunda después del entierro de su madre.
Con un permiso de sólo tres días, apenas había tenido tiempo de buscarla, incluso si se hubiera trasladado a otra ciudad dentro del mismo estado, por lo que sería imposible localizarla en el otro extremo del país.
Pocos días después de reincorporarse a su destino, vio cómo uno de sus compañeros moría al pisar inesperadamente una mina anti-personas. Otros miembros de su unidad fueron secuestrados por insurgentes que se refugiaban en las montañas de Afganistán. Él apenas tuvo tiempo de esconderse, pero lo consiguió. Y después, con la ayuda inesperada de un campesino afgano, logró salvar la vida y regresar con sus tropas. En una camilla, pero con vida.
Entonces, durante la larga recuperación, tuvo tiempo de sobra para pensar en ella, y por fin reconoció que la necesitaba y que quería ver si todavía quedaban esperanzas de compartir un futuro común. Pensó en buscarla, pero no quería llamarla desde la cama de un hospital. Por eso esperó hasta recuperarse lo suficiente para ir a buscarla personalmente.
Y en todo ese tiempo nunca dejó de pensar en ella, y en los fugaces momentos que habían pasado juntos. La revelación de sus sentimientos, y sin duda también los de ella, en la fiesta de antiguos alumnos del instituto fue un milagro que se vieron obligados a dejar indefinidamente de lado con la trágica muerte de Melanie.
El entierro de Melanie. O más concretamente, lo ocurrido justo después. Cielos, lo había revivido un millón de veces. Nunca olvidaría la noche que hizo el amor con ella por primera vez.
—¿Estás bien?
Paula levantó los ojos, sorprendida. Estaba sentada en el balancín que había bajo el techado de rosas enrejadas en un lateral de la casa de su tío. Sentada y mirando, pero sin ver.
Pedro vio que tenía los ojos rojos e hinchados, y se dio cuenta de que había hecho una pregunta tonta.
—Bueno, sé que no estás bien, pero no quería... No podía irme sin hablar contigo.
Ella asintió despacio, como si le costara un terrible esfuerzo. Después, muy despacio, dijo:
—Necesitaba alejarme de todo eso —dijo, señalando la casa con un gesto de cabeza. Le temblaba la voz—. No puedo volver a entrar. No puedo hablar sobre Melanie con nadie más.
La ceremonia del entierro había concluido; la familia y los amigos de Melanie se reunieron en la casa del hermanastro de su madre para consolarse, para compartir recuerdos o simplemente para saludarse. Era terrible que para reunir a toda la familia fuera necesario que muriera alguien. Pedro nunca había visto al padre de las gemelas, y la madre de las jóvenes falleció cuando éstas estaban estudiando en la universidad. Los dos hermanastros de la señora Chaves vivían en los alrededores, aunque Pedro tampoco había oído hablar nunca a Paula ni a Melanie sobre esa parte de la familia. Además, en el entierro tuvo la clara sensación de que nadie de la familia estaba de acuerdo con el curso que había tomado la vida de la madre de Paula.
Miró a Paula y sintió un fuerte impulso de protegerla. Cielos, qué no daría por volver a la noche de la fiesta. Cuando Mel le pidió que se fuera estuvo a punto de negarse. Si lo hubiera hecho, probablemente en ese momento no estarían allí.
Pero seguramente nunca se habría dado cuenta de sus verdaderos sentimientos hacia Paula.
Con cuidado, se sentó a su lado en el balancín, casi esperando que ella le pidiera que se fuera. Cuando Pedro se enteró del accidente, esperó la llegada furiosa de Paula, gritando y acusándolo de enfurecer a su hermana hasta el punto de que ésta había estrellado el coche contra un árbol al alejarse a toda velocidad de la fiesta.
Pero Paula no había ido. Tampoco lo había llamado. Y él no se atrevía a llamarla. Los remordimientos apenas le dejaban respirar, y si escuchaba un reproche más en boca de Paula, estaba seguro de que se hundiría por completo.
La primera en enterarse de la hora del entierro fue su madre, a la que nunca se le ocurrió que su hijo pudiera no ser bien recibido. Pedro no tuvo valor para explicárselo, y por eso acompañó a sus padres al funeral a la vez que intentaba mantenerse lo más alejado posible de Paula.
Seguro que ella lo odiaba.
Sin embargo, al verla sola en el porche, supo que tenía que hablar con ella, aunque sólo fuera para escuchar sus reproches.
Pero ella no parecía odiarlo. Al contrario. Cuando lo sintió a su lado, apoyó la cabeza en su hombro.
—Ojalá fuera otra vez la semana pasada —musitó ella, con voz entrecortada.
—Sí —dijo él, sintiéndola tan frágil como su voz.
Le rodeó los hombros con el brazo.
Paula suspiró, y él sintió el cálido aliento a través de la tela de la camisa.
¿Podemos dar un paseo?
Él asintió.
—Claro.
Pedro se levantó y le ofreció una mano. Cuando Paula le envolvió los dedos con los suyos mucho más frágiles y pequeños, a Pedro le entraron ganas de ponerse a cantar. Algo totalmente inapropiado e insensible, dadas las circunstancias.
Pedro la llevó a través del huerto de manzanos y al bosque que se extendía detrás de la casa, siguiendo un sendero que se perdía entre los árboles. Caminaron en silencio durante un largo rato. Cuando el sendero se estrechó, él la ayudó a pasar sobre raíces, rocas y peñascos, e incluso un pequeño arroyo.
Por fin llegaron a una pequeña cabaña. Una estructura rústica de pequeñas dimensiones.
—¿Qué es esto? —preguntó él.
—Mis tíos la usan de vez en cuando, cuando vienen a cazar.
A lo largo de un lateral de la cabaña había una pared estrecha de leña, el escondrijo ideal para todo tipo de serpientes, pensó Pedro. Cuando Paula echó a andar hacia la puerta, él se adelantó y estudió el terreno. La mayoría de los habitantes de California pasaban toda su vida sin ver una serpiente cascabel, y él prefería seguir siendo uno de ellos. Pedro empujó la puerta de la cabaña y se metió en el interior. Paula lo siguió, pero en el interior apenas había espacio para dos personas de pie. Había una cocina de leña, un hacha excelentemente afilada, dos sillas de madera y una mesa plegable colgada de la pared. En una esquina había una litera con dos colchones hechos trizas, víctimas de las ardillas y ratones, y encima de la mesa dos estanterías. En una de ellas se alineaba una sorprendente variedad de latas de comida junto a un par de paquetes de cerillas. En la otra había una tetera, una cazuela y algunos platos, todos diferentes, junto con unas cuantas cucharas y tenedores. En la cabaña no había electricidad, sólo un quinqué de aceite y un cubo que colgaban de unos clavos en la pared.
—Vaya —dijo él—. Supongo que esto es sólo para emergencias. Pero tiene todo lo necesario.
Desde luego él había visto mucho menos en las casas de algunos de los pueblos afganos donde había estado.
—Vienen aquí todos los años y lo limpian y lo preparan antes de la temporada de caza. Traen latas de comida, toallas y mantas —explicó ella, pasando el dedo con gesto ausente por el polvo de la mesa—. Nosotras veníamos a jugar aquí. Nos parecía el mejor sitio del mundo.
Nosotras. Pedro sabía que se refería a Melanie y a ella, y entendió perfectamente que les hubiera parecido el lugar más maravilloso del mundo. Pero ahora no supo qué decir, y quedó callado.
—Una vez a Melanie le mordió un cangrejo enorme que encontramos en el arroyo — dijo ella, señalando por la puerta abierta hacia la colina por donde un pequeño arroyo descendía entre las sombras de los árboles y las rocas del suelo—. Y otro día yo vi una serpiente en esa roca —esbozó una sonrisa—. No sé quién se asustó más. Yo grité como una loca. Pero la pobre serpiente salió disparaba, más aterrada que yo, te lo aseguro.
Paula dio un paso atrás, obligando a Pedro a retroceder hacia la litera. A pesar de todo, el cuerpo femenino le rozó ligeramente, y a él le irritó su instantánea reacción.
«Relájate», se dijo. «Ahora no es el momento de pensar en sexo».
Paula no pareció darse cuenta de la reacción que su cercanía provocaba en él, mirando cómo estaba la parte posterior de la puerta. De repente se quedó muy quieta, y Pedro le puso las manos en las caderas y la retiró hacia un lado para poder ver qué era lo que estaba mirando.
Allí, grabadas en la madera de la vieja puerta, estaban sus iníciales. P.C. M.C. Paula y Melanie.
—Lo escribimos nosotras —explicó Paula—, cuando teníamos unos diez años. Recuerdo lo valientes que nos sentíamos. Por supuesto fue idea de Melanie.
Paula estiró un brazo y pasó lentamente un dedo por las hendiduras hechas en la madera, trazando el dibujo de las letras.
—Nunca se lo dije a nadie, y creo que ella tampoco. Era nuestro gran secreto —su voz tembló—. Hicimos la promesa de traer a nuestras hijas aquí algún día para enseñárselo —añadió, casi sin voz y sin respiración.
Al sentir su dolor, el deseo de Pedro se apagó al instante, dejando paso a la preocupación.
Le dio la vuelta entre sus brazos y ella inmediatamente le rodeó la cintura con los brazos y se apretó contra él, como un animal buscando un lugar seguro donde refugiarse. Entonces empezó a llorar.
—Eh —dijo él, suavemente—. Paula, cielo.
Por fin, Pedro se rindió y le acarició el pelo, tratando de consolarla. Él mismo tenía los ojos llenos de lágrimas. Él también conocía y quería a Melanie, y aunque a veces su comportamiento dejaba un poco que desear, había sido parte de su vida desde siempre. Incluso durante un tiempo había sido la persona más importante para él, hasta que se dio cuenta de que tenían muy poco en común y que juntos nunca serían felices. Por eso interrumpió la relación.
No debía haber ido a la fiesta con ella, pero entonces pensó que sería divertido. En lugar de eso fue... una revelación. Nunca hubiera podido imaginar lo que ocurrió con Paula aquella noche.
¿Cómo se le había podido pasar por alto? Durante tantos años había vivido a dos casas de ella, pero él fue incapaz de darse cuenta de que tenía a la mujer de sus sueños delante de las narices. No, incluso había salido con su hermana, sin darse cuenta de que la mujer de su vida era Paula.
Todo eso lo vio con absoluta claridad la noche la fiesta.
Desafortunadamente, Melanie también lo vio.
Probablemente Melanie no había querido ser cruel, pensó. Simplemente era demasiado egoísta, pero no hubiera reaccionado como lo hizo al verlos juntos de no haber estado borracha. Pedro debía haberse dado cuenta del estado en que se encontraba, pero en esos momentos sólo podía pensar en Paula.
Y por eso él era responsable de su muerte.
Entonces Paula se movió ligeramente y alzó la cabeza. Con los labios entreabiertos, lo besó en la base de la garganta y él sintió el calor húmedo de su aliento en la piel.
—Eh —dijo él.
Su aguante tenía un límite, y ya lo había alcanzado. Estaba seguro de que Paula no era consciente de lo erótico que era ese beso. La sujetó por los brazos sin presionar e intentó dar un paso atrás.
—Será mejor que volvamos.
—No tengo prisa —dijo ella, moviendo los labios sobre su piel.
Y esta vez lo besó otra vez, con la boca más abierta, acariciando la piel de la garganta con los labios, a la vez que se apretaba contra él, rodeándole con fuerza la cintura, totalmente pegada a él.
—¿Paula?
Pedro habló con voz enronquecida, pero ella no respondió con palabras.
—Ah, esto no es una buena idea... —continuó él, tratando de hacer que imperara el sentido común…
Pero Paula le besó bajo la mandíbula y después en el mentón. Al alzarse de puntillas hacia él todo su cuerpo se deslizó contra el de él, y el cuerpo masculino reaccionó al instante, sin que él lo pudiera evitar.
Pedro apenas pudo contener un gemido. No podía mirarla. Si la miraba, no podría evitar besarla. Y si la besaba, no sería capaz de separarse de ella después de unos besos. Imposible. Miró hacia el frente y tensó la mandíbula...
Y entonces ella le acarició el lóbulo de la oreja con la lengua y con los labios, jugando con él, y él respiró profundamente...
Y la miró.
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