Habían aterrizado en Nueva York y se alejaban del aeropuerto. Olivia acababa de dormirse en la silla del coche cuando Pedro dijo:
—Gracias por dejarme llevar a Olivia a conocer a mi padre. Le ha encantado.
—No tienes que darme las gracias —dijo ella, sonriendo ligeramente, aunque no muy convencida—. Tenía que haberme puesto en contacto contigo en cuanto supe que estaba embarazada.
Entre ellos estaba de nuevo el hecho de que la madre de Pedro murió sin saber que iba a tener un nieto, o una nieta.
—Sí —dijo él.
Incluso desde el asiento del conductor, y sin mirarla directamente, Pedro percibió la tensión en el cuerpo de Paula.
—Pero entiendo por qué no lo hiciste. Y quizá hubiera dado igual —dijo él.
En ese momento sintió que con sus palabras el nudo de rabia que había tenido escondido en lo más profundo de su ser por fin se deshacía.
—El cuerpo de mi madre se estaba rindiendo —continuó—. Después de la primera embolia, leí mucho sobre enfermedades cerebrales. Las causas, el progreso de los pacientes, las terapias que se utilizan... Seguramente fue una bendición para los dos que mi madre no haya tenido que pasar años de continuo sufrimiento.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿No crees que tu padre hubiera preferido tenerla con vida en cualquier estado...?
—Estoy seguro de que es lo que él piensa. Pero durante mi recuperación vi muchas víctimas de lesiones cerebrales y soldados que sufrieron embolias que dejaron terribles secuelas. Y sé que mi madre no hubiera querido vivir así —hizo una pausa, y le tomó un mechón de pelo con la mano —. Hay algunas formas de vida que no son dignas. No me gustaría eso para ninguno de los dos.
Paula asintió en silencio y, con el movimiento, el mechón de pelo, suave y sedoso, se deslizó por entre los dedos de Pedro. La sensación le recordó inmediatamente la noche que les esperaba. La noche en la que por fin meterían a Olivia en la cuna y después estarían sólo ellos dos. Solos.
Las horas siguientes pasaron con una lentitud inimaginable. Por fin llegaron a casa de Paula, descargaron el coche y cenaron. Aunque habían perdido tres horas en el viaje de regreso por el cambio de horario, todavía eran las ocho cuando Olivia por fin se durmió.
Pedro siguió a Paula al dormitorio de la niña cuando ésta la dejó en la cuna, y los dos la miraron un momento en silencio.
—Es increíble —dijo él.
Paula sonrió.
—Sí lo es, ¿verdad?
Pedro le rodeó los hombros con el brazo y la sacó de la habitación. Paula ajustó la puerta, dejando apenas una rendija, y después se volvió hacia él. Con una sonrisa dejó escapar un suspiro.
—Estoy nerviosa —dijo con una risa.
Él sonrió.
—No tienes que estarlo.
La tomó de la mano y la llevó al dormitorio y a la enorme cama donde ella dormía. Apoyando las manos en sus hombros, la acercó a él y la abrazó, absorbiendo la increíble sensación de tenerla en sus brazos. Ella le rodeó la cintura y se apretó a él.
Fue un momento tierno, infinitamente tierno. A Pedro se le hinchó el corazón de emoción. «Te quiero».
Casi se le escaparon las palabras. Pero era un cobarde, llana y simplemente un cobarde.
La noche que bailaron en la fiesta del instituto Paula había insinuado que lo amaba. ¿Pero a largo plazo? Cierto que hizo el amor con él, pero fue después del entierro de su hermana, en un momento de gran vulnerabilidad emocional. Y se había sentido abrumada al verlo después de creer que había muerto. Pero era el padre de su hija. Y habían sido amigos desde la infancia. No era necesario que la amara para estar encantada de verlo con vida.
Cada vez que se mencionaba el nombre de Melanie se quedaba tan callada que Pedro apenas lo podía soportar. ¿Lo culpaba a él? Dios sabía que tenía derecho a hacerlo. Él nunca debió permitir que Melanie se fuera sola aquella noche.
Por eso no dijo nada. El largo silencio femenino sugería que ella no estaba tan segura sobre su reacción, y eso lo ponía terriblemente nervioso. Quizá no le perdonara nunca la muerte de Melanie, pero él no permitiría que lo expulsara de su vida. La quería, incluso si nunca se lo podía decir con palabras.
Aquella noche se lo demostraría.
Se detuvo junto a la cama y la tomó en brazos. Tras un momento, ella alzó la cara hacia él y la besó. A pesar de todo, no había dudas de la química que existía entre ellos. La besó durante un largo rato, utilizando los labios y la lengua para mostrarle cómo se sentía; sencillamente le hizo el amor con la boca hasta que los dos empezaron a jadear de deseo.
Cuando le alzó el borde de la camiseta, Paula levantó los brazos y le dejó que se la quitara por la cabeza.
—Eres preciosa —dijo él, quitándole el pequeño sujetador que llevaba y tomándole los senos firmes y sólidos con las palmas de las manos.
Con los pulgares le acarició los pezones rosados mientras ella empezaba a desabrocharle los botones de la camisa.
Logró desabrocharle la mitad, pero al final echó la cabeza hacia atrás y dijo, medio riendo:
—No me puedo concentrar.
Pedro sonrió. Bajó la cabeza hasta los senos y los lamió con la lengua y con los labios, saboreándolos.
—¿Te ayudo? —se ofreció.
Rápidamente se abrió la camisa y se la quitó. Después se desabrochó los pantalones y se los quitó junto con los bóxers. Después hizo lo mismo con ella, dejándola tan desnuda como él.
Por fin la tendió sobre el colchón.
—¿Tienes idea de cuántas veces he soñado con esto? —preguntó él, tendiéndose a su lado.
Le tomó el pecho otra vez, y la acercó a él pasándole un brazo por debajo de la cabeza.
—Tú me has mantenido con calor y ganas de vivir un montón de noches frías y solitarias en el otro extremo del planeta.
Sorprendido, vio que Paula tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Estaba tan furiosa contigo por irte —dijo ella—. Por no venir a despedirte. Y después, después...
Después ella lo creyó muerto, desaparecido para siempre. Pedro leyó la angustia en sus ojos.
—Shh —susurró—. Estoy aquí y nunca me iré de tu lado.
Acarició con la palma de la mano la suave piel del vientre y después bajó la cabeza y le tomó un pezón con la boca. Succionando fuertemente, su cuerpo reaccionó endureciéndose y ella arqueó la espalda a la vez que le hundía las manos en los cabellos para sujetarlo pegada a ella.
Pedro se tendió sobre ella, acomodándose entre la cálida cueva de sus muslos, y sintió los rizos de vello y la suave piel debajo. No pudo esperar más.
Despacio la penetró, y sintió el cuerpo estrecho que lo rodeó. Demasiado estrecho, pensó demasiado tarde.
—Tranquila, cielo, no pasa nada —dijo.
Dejó de moverse y se quedó inmóvil, a pesar de que su cuerpo le pedía lo contrario.
Debía haber pensado en ella, y sin embargo sólo había pensado en lo mucho que necesita estar dentro de ella. No era algo únicamente sexual, sino mucho más, una especie de instinto que lo impulsaba a marcar cada centímetro de su cuerpo con su olor y con sus manos.
—Lo siento —susurró ella, moviéndose con incomodidad—. Cuando Olivia nació me pusieron un par de puntos y...
—Sh —dijo él, besando las lágrimas que amenazaban con caer—. Tranquila. No tenemos prisa.
Paula respiraba deprisa, pero Pedro no quería que la primera vez después del nacimiento de Olivia fuera algo que deseara olvidar.
Se separó ligeramente de ella y deslizó una mano entre los dos, hacia el lugar donde sus cuerpos se unían. Con los dedos encontró el suave y diminuto botón escondido. Ligeramente la acarició en círculos, y casi le dio un infarto cuando el cuerpo femenino se convulsionó involuntariamente bajo él, a la vez que lo tomaba más profundamente en ella.
—¿Te ha gustado eso? —preguntó él.
Más que ver, Pedro la sintió asentir con la cabeza en la oscuridad, y lo hizo otra vez, iniciando de nuevo el suave movimiento circular. Las caderas femeninas empezaron a moverse bajo las suyas, y Pedro sintió el temblor de los muslos.
Él mismo estaba temblando con el esfuerzo de mantenerse inmóvil en un momento en el que todo lo llevaba a moverse hacia delante, pero resistió. Ahora las caderas femeninas se movían con un ritmo constante, que lo hacía entrar y salir de ella proporcionándole un placer casi insoportable.
—Oh, sí —dijo él con los dientes apretados—. Cariño, lo siento, no puedo... no puedo...
«Esperar» era lo que quería decir, pero no tuvo la oportunidad.
Sin aviso, Paula se arqueó bajo él y alcanzó el clímax más absoluto a la vez que los músculos internos se contraían a su alrededor una y otra vez. Pedro perdió el control y empujó con las caderas hacia delante. Después se retiró y empujó otra vez.
Todavía estaba Paula temblando y agitándose bajo él cuando Pedro sintió cómo su cuerpo se tensaba al máximo y se derramaba en ella en un estallido de placer que continuó hasta que los dos quedaron jadeando y tratando de recuperar la respiración.
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