-Para ti sólo soy el doctor Alfonso -Pedro tuvo que hacer un esfuerzo por relajar las manos, que había apretado en puños.
-¿Doctor? ¿Eres un doctor? ¡Eso sí que es algo! -su expresión se ensombreció al instante-. ¿Has adoptado el apellido Alfonso?
Pedro ignoró la pregunta. Mantuvo la presión en la puerta, reprimiéndose para no cerrarla en las narices del vaquero.
-Me imagino lo que quieres.
-Seguro que sí -dijo la mujer con el vestido rosa-. Un hombre guapo y listo como tú...
-Ésta es mi mujer, Sole -la interrumpió Horacio-. Nosotros, eh, nosotros... -se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco-. Hemos venido a hablar con tu madre sobre un asunto que traté con ella por teléfono hace unas semanas.
-Supongo que te refieres a tus chantajes -dijo Pedro entre dientes.
-Esto no te concierne, hijo -dijo Horacio-. Es algo privado entre tu madre y yo.
-Mi hijo y yo no tenemos secretos -declaró Miranda. Le tiró a su hijo de la manga para que abriera la puerta-. Ven a mi estudio y háblanos de tus exigencias.
Condujo a sus indeseados invitados al interior de la casa, y entonces llegó Paula.
-¿Qué ocurre, Pedro?
-Mi padre está aquí -la tomó de los hombros y se la llevó al comedor-. Confía en mí, es mejor que no lo conozcas. Acabaremos en unos minutos -dejó escapar un resoplido de frustración-. Y si oyes gritos, es que estoy matando a ese bastardo.
Paula lo agarró de los brazos, mirándolo con preocupación.
-No pierdas la cabeza -le dijo, y se marchó.
Pedro entró en el estudio, donde su madre se había sentado tras el elegante escritorio.
-¿Esa rubia es tu mujer? -le preguntó Horacio mientras se sentaba en un sillón sin ser invitado. Su esposa hizo lo mismo.
-¿Por qué lo quieres saber? -replicó Pedro.
-Por nada -repuso su padre-. Sólo quería saber si eres feliz.
-Es un poco tarde para que te preocupes por mí. Miranda carraspeó para interrumpirlos.
-Dinos lo que quieres, Horacio.
-¡Oh, por amor de Dios, ya sabe lo que queremos! -la estridente voz de Sole le puso a Pedro los nervios de punta.
-Yo, eh, he traído cierta información... –empezó a decir Horacio.
-Ni se te ocurra enseñarla hasta que no consigas el dinero -lo interrumpió su mujer.
Horacio dejó de buscar en sus bolsillos. Se hizo un incómodo silencio. -Horacio, ¿por qué me haces esto? -le preguntó Miranda-. ¿Qué te he hecho para merecer algo así?
-Miranda...
-Tiene usted mucho dinero, señora -dijo Sole-.
Y no es cuestión de atracar su banco.
-Estoy hablando con Horacio -replicó Miranda en tono tranquilo pero autoritario, sin ni siquiera mirar a la mujer. Sole soltó un resoplido y se hundió en el sillón.
-La vida te ha tratado mejor que a mí, Miranda -dijo Horacio con voz débil-. Gané algo de dinero, pero las cosas se han puesto difíciles -frunció el ceño y adoptó un tono agresivo-. Hace un par de años invertí en una empresa de ganado de Phoenix. Parecía un buen negocio, pero entonces tu hermano se quedó con el contrato que yo perseguía y antes de que me diera cuenta mis acciones no valían nada. Tuve que volver a los rodeos para pagar mis deudas. Y todavía debo dinero.
-Sí, y tenemos el mismo derecho que cualquiera a vivir dignamente -intervino su mujer-. Cincuenta mil dólares es pura calderilla -miró ceñuda a Horacio-. ¡Te dije que tendríamos que haber pedido un millón!
-Cincuenta mil es todo lo que necesitamos -dijo Horacio apretando la mandíbula.
-El chantaje y la extorsión no son los medios más respetables para conseguir dinero -dijo Miranda-. Si te lo doy, ¿cómo sabré que no volverás a pedirme más el mes que viene a cambio del silencio?
-Te doy mi palabra de que no lo haré -dijo Horacio levantando la mano derecha. Pedro ni siquiera se molestó en reprimir la risa burlona.
-Ahórrate tu palabra de honor. Todos sabemos lo fielmente que mantuviste tus promesas matrimoniales.
Horacio se puso rojo como la grana y se volvió hacia su hijo.
-No sabes cómo fue, hijo, así que no te precipites en tus conclusiones -miró otra vez a Miranda-. Ojalá pudiera volver atrás. Sé que no os fui de mucho apoyo, pero tú sabes que tenía que montar en los rodeos. ¡No fue culpa mía que las cosas no salieran como yo esperaba!
-¡No les debes ninguna disculpa, Horacio! -exclamó Sole-. Sólo hemos venido a que nos den el dinero.
Pedro vio cómo su padre parecía hundirse en sí mismo al recibir la orden.
-Tendrás que aceptar mi palabra -le dijo a Miranda-. Es todo lo que puedo darte.
Miranda se recostó en el sillón y se cruzó de brazos.
-De acuerdo. Dime qué información es ésa que tienes.
Pedro estaba fascinado por lo que veía. Se dio cuenta de que su padre era un hombre débil; guapo y encantador, pero sin suerte en la vida. Estaba dominado por su esposa, y seguramente la personalidad de Miranda también le había parecido mucho más fuerte que la suya propia. Obedientemente, empezó a relatar la información que su ex mujer le había pedido.
-Nosotros..., bueno, eh, yo contraté a un detective privado para que buscase a los gemelos -esbozó una débil sonrisa, claramente orgulloso de sí mismo-. Su nombre es Sinclair, Flynn Sinclair. A su padre lo ayudó el tuyo hace años, de modo que se mostró encantado de hacerle un favor a los Alfonso.
-¿Ese Sinclair cree que estás actuando a petición de los Alfonso?
-Supuse que no querrías que nadie supiera la verdad, así que le dije que representaba a la familia Alfonso.
-¿Y?
-Los encontró.
Miranda aguardó en silencio, aferrada con fuerza a los brazos del sillón. Pedro estaba orgulloso de ella. El día de la llamada se había derrumbado, pero desde entonces se había mantenido firme.
-Fueron criados por separado -siguió Horacio-. En orfanatos, porque no podían darse en adopción.
-¿Qué quieres decir con eso? -aquella noticia inquietó a Miranda. Pedro le puso una mano en el hombro, dándose cuenta de que era el mismo gesto tranquilizador que Paula empleaba con él.
-El estado dijo que nunca firmaste ningún documento de renuncia, así que nadie podía adoptarlos -aquella parte no interesaba mucho a Horacio, porque siguió hablando sin detenerse-: El chico se llama Federico Bond y la chica...
-Luciana
-murmuró Miranda-. Conservaron el nombre que yo les puse.
-Correcto. Luciana. Su apellido es Michaels.
-¿Qué? ¿Por qué no tienen el mismo apellido?
-Cosas de los asistentes sociales -dijo Horacio encogiéndose de hombros. Dejó una carpeta sobre la mesa-. Son fotos actuales.
-¿Los... los has visto? -la voz de Miranda era firme, pero Pedro sintió que estaba temblando.
-No, no había motivos para eso -sacó otra hoja-. Aquí está el número de Sinclair. Va a ponerse en contacto con ellos. Está esperando mis noticias, pero cuando vuelva a hablar con él, le daré tu número.
Miranda abrió el cajón del escritorio y sacó un talonario de cheques. Firmó uno, lo metió en un sobre y lo dejó sobre la mesa.
-Aquí tienes tu dinero. Ahora sal de mi casa -se levantó y salió de la habitación con la cabeza alta.
-Ha sido estupendo volver a verte...
-Largo de aquí -espetó Pedro señalando la puerta-. Ahora. Y si te atreves a volver me encargaré personalmente de que lo lamentes.
Horacio y Sole se pusieron rápidamente en pie, reconociendo la amenaza.
Pero cuando se dirigían hacia la puerta, Horacio se volvió hacia Pedro.
-Siento que te tomes esto como algo personal. Son sólo negocios -había una nota de súplica en su voz-. Siempre he soñado con que algún día nos conoceríamos y...
-¡Fuera!
Paula estaba de pie frente a la chimenea de la salita, abrazada a sí misma. Aunque no hacía nada de frío, sentía un escalofrío por todo el cuerpo. Oyó que la puerta principal se abría y cerraba, y oyó también la voz de Pedro, cortante y furiosa.
No podía permanecer allí por más tiempo. Se giró para salir, pero en ese momento entró Miranda.
Paula se quedó petrificada. El rostro de su suegra estaba pálido y cubierto de lágrimas. Instintivamente, la estrechó entre sus brazos y Miranda siguió sollozando contra su hombro. Enseguida apareció Pedro, con aspecto furioso. Paula quiso abrazarlo a él también, pero en esos momentos Miranda necesitaba más consuelo. La llevó hasta el sillón próximo a la chimenea y Pedro se ocupó de ponerle un vaso en la mano, tras servirse él mismo otro vaso en el bar y apurarlo de un solo trago.
-Toma -le dijo con un gruñido-. Bebe.
Miranda recuperó rápidamente la compostura. Dio un pequeño sorbo y se estremeció al sabor del alcohol.
-¡Puaj! Whisky... -dejó el vaso a un lado-. No estoy tan mal, Pedro -dijo, intentando sonreír.
Paula acercó un alzapié y se sentó frente a Miranda.
-¿Estás mejor?
-Estoy todo lo mejor que puedo estar, supongo –el dolor reflejado en sus ojos azules golpeó a Paula como un puño-. Tengo las fotos de los hijos a los que abandoné y el nombre del detective que va a encontrarse con ellos.
Paula alargó una mano y le dio una palmadita en la rodilla.
-Eras prácticamente una niña. Abandonarlos no tuvo por qué ser la decisión equivocada. Tal vez gracias a ello hayan tenido una vida mejor.
-O peor -dijo Miranda-. Por lo visto, nadie pudo adoptarlos porque yo no firmé ningún documento renunciando a mis derechos como madre.
-Y supongo que la pregunta es -dijo Pedro-: ¿Quieres verlos?
-Sí -respondió su madre con total convicción-. Son parte de la familia Alfonso y tienen derecho a compartir mi riqueza -le lanzó a su hijo una mirada de disculpa-. Espero que no...
-Sabes que nunca he querido el dinero de la familia -la interrumpió él-. Por lo que a mi respecta, puedes repartirlo todo entre Gabrielle y esos gemelos.
-Sí, pero algún día tendrás hijos y puede que entonces opines de otra manera -replicó Miranda con una débil sonrisa-. En cualquier caso, creo que la elección debe ser de ellos. Cuando este detective, Flynn Sinclair, los encuentre, me gustaría invitarlos a venir. Pero si ellos no quieren vernos, respetaré su decisión. Después de todo, tal vez tengan familias a las que no les gustaría que de repente establecieran lazos con sus parientes biológicos.
O, simplemente, tal vez no quieran saber nada de mí.
-¿Qué vas a decirle al tío Ryan?
-No lo sé -respondió su madre encogiéndose de hombros-. Si ninguno de los gemelos quiere verme, no le contaré nada -los ojos se le llenaron de lágrimas-. Ya me preocuparé por Ryan en otro momento.
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