Cielo santo.
Pedro se dio cuenta de que todavía estaba de pie junto a la puerta de la calle. Que afortunadamente había cerrado, porque si no cualquiera que pasara por la calle habría visto la reacción de su cuerpo en los pantalones de deporte que llevaba. Sacudió la cabeza con reproche. Su cuerpo estaba en alerta desde el momento que vio a Paula delante de él en el porche el miércoles por la tarde.
Sólo habían pasado cinco días desde que por fin la encontró, y dos desde que se instaló en su casa. Y sin embargo, en muchos sentidos, era como si llevaran juntos mucho tiempo, lo que era bastante raro, teniendo en cuenta que nunca habían llegado a salir, y por supuesto nunca habían vivido juntos.
Pero eso iba a cambiar.
El primer día que estuvo solo con Olivia no lo hizo tan mal para un novato. Paula le había enseñado todo lo que necesitaba saber sobre pañales, biberones y papillas, junto con el consejo de que era importante mantener la rutina diaria y los horarios a los que la niña estaba acostumbrada. Por eso, se había preocupado de seguir con cuidado las instrucciones que le había dado.
Por la mañana se levantó pronto, a la vez que Paula, y desayunó con ella mientras ésta repasaba una vez más lo que debía hacer. Después ella se fue.
Pedro sabía que a ella tenía que resultarle difícil dejarlos a los dos solos, pero después de repetirle una docena de veces que la llamara al trabajo si surgía algún problema, salió por fin por la puerta de casa hacia el coche.
Por la mañana Pedro llevó a Olivia a un parque al final de la calle, y después al volver a casa le dio un biberón. Esta vez no tuvo que mecerla, porque la niña cerró los ojos prácticamente antes de tumbarla en la cuna. Mientras ella dormía, Pedro sacó un sobre grande que había llevado consigo, pensando que probablemente tendría tiempo más que de sobra para echarle un vistazo.
Olivia se despertó un par de horas después, y Pedro extendió una manta en el suelo del salón y jugó con ella hasta la hora de comer. Paula le había aconsejado que respetara las horas de las comidas si no quería que la niña se pusiera de mal humor.
Y eso era lo que menos deseaba. No quería tener que llamar a Paula para pedirle ayuda. Por eso, calentó la papilla que Paula había dejado preparada y la mezcló con cereales y crema de albaricoques. Olivia lo devoró todo como si no hubiera comido en un mes. Cosa que él sabía que no era cierto porque la había visto meterse una papilla similar para desayunar. Por no mencionar el biberón que le había dado antes de la siesta.
Después de comer, paseó un rato por el jardín con la niña en brazos, y jugaron un rato más antes de la siguiente siesta. Cuando la niña despertó, Pedro la sacó al jardín otra vez y jugó con ella hasta que una voz los interrumpió.
—Hola.
Pedro alzó la vista desde el arenero donde Olivia se entretenía. Una mujer mayor con una desteñida bata marrón y un delantal de jardinería manchado de tierra se asomaba por la valla que separaba los dos jardines con una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un pequeño gnomo, con el pelo blanco recogido en un moño y un destello divertido en los ojos.
—Hola.
Pedro se puso en pie, tomó a Olivia en brazos y se acercó a la valla con la mano extendida. Antes de poder presentarse, la mujer le estrechó la mano con fuerza, sacudiéndole el brazo con una vigorosa bienvenida.
—Es un placer conocerlo, señor Chaves. Soy Velva Bridley, la vecina de Paula. Es una joven encantadora, realmente encantadora, y la niña es una preciosidad —le aseguró la mujer, a la vez que hacía cosquillas a la niña en el ombligo, que gritó encantada—. Paula nunca me ha hablado mucho de usted. ¿Ha vuelto definitivamente?
—Ah, sí. He estado destinado en Afganistán, pero sí, he venido para quedarme — dijo, aprovechando la oportunidad de dejar claras sus intenciones.
—Eso es estupendo. Estupendo. Olivia está en esa edad en la que necesita tener a su padre cerca —continuó la mujer—. Seguro que sufrió mucho cuando ella nació, estando tan lejos. Yo no creo que hubiera podido soportarlo, si mi marido se hubiera perdido un momento tan importante como ése. Tenga —añadió, sacando un puñado de flores rosas de la cesta de mimbre que llevaba colgada al brazo—. Los últimos dragoncillos de la estación. Pensaba llevárselos a Paula cuando volviera a casa, pero puede ponerlas ya en agua si quiere. Y ganarse unos puntos —añadió la mujer guiñándole un ojo.
—¿Dragoncillos? —repitió él, extrañado.
—Unas flores maravillosas. Yo siempre las siembro bajo techo, y no las sacó afuera hasta el veinte de mayo, por las heladas tardías como siempre decía mi padre. Sí, señor, siempre las planto dentro y las saco el veinte. Así siempre tengo las primeras flores de la estación, y también las últimas —añadió con orgullo—. Las mías son las más fuertes.
—Oh, muy bien —dijo Pedro, y se aclaró la garganta—. ¿Así que conoce a Paula desde que se mudó aquí?
La mujer asintió con la cabeza.
—Una joven encantadora. Cuando vino le traje la tarta de pasas que siempre llevo a todos los nuevos vecinos y nos entendimos desde el principio. Hace tiempo yo fui profesora, antes de casarme con mi Ira, y no sabe cómo han cambiado las cosas en cincuenta años.
Pedro sonrió.
—Habla usted igual que mi padre. A él le encantaría retroceder cincuenta años en el tiempo, a lo que él llama «aquella época maravillosa».
—¡Yo no! —exclamó Velva sacudiendo vigorosamente la cabeza—. Yo me quedo con la era de la tecnología con los ojos cerrados. Me encanta poder enviar correos electrónicos a mis nietos y ver lo que están haciendo en cada momento.
Pedro casi soltó una carcajada, pero logró reducirla a una sonrisa.
—Desde luego los ordenadores han facilitado mucho las comunicaciones.
—Tengo un sobrino nieto en Irak —continuó explicando Velva—, y recibir correos electrónicos suyos un par de veces a la semana ha ayudado a su mujer a mantenerse fuerte. Aunque supongo que Paula y usted lo saben muy bien.
—Hola —sonó una voz conocida desde el porche del jardín.
Pedro giró en redondo. Paula estaba de pie en el porche trasero de la casa.
—Hola —la saludó él en respuesta, y después le dijo a Velva—. Ha sido un placer conocerla, señora. Supongo que volveremos a vernos.
La mujer lo miró con expresión divertida.
—Bueno, supongo que si vive al lado de mi casa, tendrá que verme de vez en cuando. Ahora vaya a saludar a su esposa como es debido.
Oh, no. La mujer no tenía ni idea de lo que le estaba sugiriendo. Pedro cruzó el jardín con Olivia en brazos y llegó al porche. Paula estaba allí de pie, con la falda azul marino y el jersey a juego que había llevado al colegio.
—Hola —empezó ella—. ¿Qué tal el... Hm?
La frase se interrumpió bruscamente cuando Pedro le rodeó la cintura con un brazo, la pegó a su costado y la besó sin pensarlo dos veces.
Le buscó la lengua, succionando ligeramente al principio y después más apasionadamente al sentir el cuerpo femenino pegarse a él y relajarse.
Cuando el la sujetó, Paula alzó las manos y se agarró a sus hombros, y un momento después abrió las palmas de las manos y las deslizó por la espalda y la nuca masculina. Besar a Paula era como una droga, pensó él a la vez que movía un poco a Olivia. Una droga muy adictiva.
Cuando por fin le soltó la boca, dejó escapar un soplido.
—Uau.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo ella, apoyando la frente en su hombro.
Después deslizó las manos por el pecho masculino y le sujetó los antebrazos.
—¡Agh!
Olivia se echó hacia ella y Paula extendió los brazos justo a tiempo para sujetarla.
—Hola, cielo —le dijo—. No era nuestra intención ignorarte.
Estaba ruborizada y jugueteó y besó a Olivia sin mirar a Pedro.
—Por la señora Bridley —dijo él.
—¿Hm?
Entonces Paula lo miró con expresión perdida, como si hubiera olvidado la pregunta de unos segundos antes.
—El beso —dijo él con paciencia—. Tu vecina está encantada de que haya vuelto de Afganistán. Me ha parecido que no debíamos defraudarla.
Paula arrugó la frente.
—Oh.
A Pedro le resultó gratificante ver que el beso la había afectado tanto como a él. Era agradable saber que no era el único que se sentía así.
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