El doctor Pedro Alfonso cerró de golpe las
puertas del County General Hospital de San Antonio, Texas, sintiendo cómo la
ira y la frustración le hacían un nudo en la garganta. No soportaba la pérdida
de un paciente. Era algo que odiaba con todas sus fuerzas.
Suponía que lo mismo les pasaba a todos
los médicos, pero para él lo peor eran siempre los bebés. Y ése había sido
particularmente difícil. El joven padre se había deshecho en lágrimas, hasta el
punto que tuvieron que llamar a su médico de cabecera para que se ocupara de
él. Era un hombre que quería tanto a su hijo... lástima que no todos los padres
sintieran lo mismo. La furia que Pedro albergaba en su interior era tan amarga
como antigua. Si alguna vez tenía hijos siempre estaría a su lado, pensó
mientras cruzaba el aparcamiento hacia el Ford Explorer que había comprado
mientras vivía en California.
Al ir con la cabeza gacha, no se dio
cuenta, de que una mujer se cruzaba en su camino hasta casi chocar con ella.
-Disculpe -automáticamente, la agarró por
el codo y sólo entonces vio quién era-. Paula -dijo, sin soltarla.
Paula Chaves era una enfermera de
pediatría con quien él había trabajado regularmente en la unidad de maternidad.
Era una mujer sensata, sensible y digna de confianza, y, sin lugar a dudas, era
la favorita de Pedro de todo el hospital. Tenían la costumbre de tomar unos
cafés juntos una o dos veces por semana, siempre que coincidían en la cafetería
o en la sala de descanso. Pedro no sabía cómo había sucedido, pero Paula se
había convertido en la única persona a la que podía confiar las decisiones
vitales que con frecuencia se veía obligado a tomar. Y, de hecho, había
empezado a modificar sus ratos libres para que coincidieran con los de ella.
Pero la Paula que tenía frente a él en
esos momentos no era la enfermera de piel clara con todos los botones
abrochados y sus rubios cabellos fuerte-mente recogidos. No, ésta tenía una
espesa melena rizada que le caía en cascada sobre los hombres y la espalda,
brillando a la luz de la mañana con un destello casi antinatural. Una melena
que estaba liberando de las horquillas en el momento en que casi habían chocado
los dos.
-Doctor Alfonso... Pedro -dijo cuando él
la apuntó con un dedo, recordándole que debía llamarlo Pedro cuando no
estuvieran de servicio-. Lo siento. Ten-dría que haber ido con más atención.
-Yo, eh... estaba distraído -dijo él, sin
poder creerse que aquélla fuera la misma mujer que él conocía-. Nunca te he
visto con el pelo suelto. Lo tienes muy... abundante.
El rubor coloreó las mejillas de Paula,
que agachó la cabeza con timidez, un gesto muy característico en ella.
-Querrás decir que lo tengo hecho un
desastre. He pensado en cortármelo.- El no dijo nada, pero tuvo el impulso de
suplicarle que no lo hiciera, de decirle que un pelo así era la fantasía de
cualquier hombre, de que podía imaginarse a sí mismo envuelto con esa preciosa
melena, viéndola relucir mientras...
¿Pero en qué demonios estaba pensando? Se
trataba de Paula, por amor de Dios. Era su ayudante, su amiga, su confidente.
_¿Pedro? -lo miraba atentamente, con sus
hermosos ojos color esmeralda abiertos de preocupación-. ¿Estás bien? -le puso
una mano en el brazo-. El bebé de los Simond no ha sobrevivido, ¿verdad?
El cálido tacto de su mano devolvió a Pedro
a la realidad. En silencio, negó con la cabeza, mientras le volvían a la mente
las razones por su falta de concentración.
-Sabes que hiciste todo lo posible
-continuó ella, acariciándole ligeramente el brazo-. Yo sabía que era un
milagro que consiguiera sobrevivir una semana -soltó un suspiro-. Y tenemos que
asumir que, con tantos bebés prematuros a los que vemos con problemas graves,
los milagros no suceden muy a menudo.
-Aun así me ha dejado destrozado
-reconoció él.
Ella inclinó la cabeza y le sonrió
compasivamente.
-Ésa es una de las razones por las que
eres el mejor médico del hospital. Porque te preocupas de verdad por tus
pacientes.
-Demasiado, a veces -se pasó una mano por
la cara y se masajeó la sien-. Estoy rendido. Me he pasado casi toda la noche
con ese caso. Voy a intentar dormir un poco.
-Mi turno acabó a las siete -dijo ella
asintiendo-. Yo también me voy a casa -dio un paso atrás, dudó y le dio un
breve apretón en el hombro-. Vete a descansar. E intenta no sentirte muy mal.
Ese bebé tuvo suerte de tenerte a ti como médico.
Con una última sonrisa, se subió a un
pequeño Mazda rojo y salió del aparcamiento.
Pedro se quedó allí de pie, viendo cómo se
perdía de vista. Un deportivo rojo... Si alguna vez hubiera pensado en el tipo
de coche de Paula, habría supuesto que sería un utilitario o un sedán discreto
y de color oscuro. Era toda una sorpresa, aunque no sabía por qué. Igual que el
pelo. Tal vez Paula no era tan sensible y desapasionada como la imagen que
ofrecía.
Al darse cuenta de que se estaba
masajeando el hombro que ella le había tocado, dejó caer la mano y puso una
mueca. Dios, ¿qué le pasaba? Nunca había sido un mujeriego y tampoco solía
perder la cabeza por las enfermeras, y sin embargo allí estaba, preguntándose
cómo sería ver a Paula Chaves acostada bajo él con su gloriosa melena extendida
sobre la almohada.
Ciertamente sería algo estupendo, pensó.
Como hombre, no había podido dejar de fijarse en el esbelto trasero que
escondían sus pantalones de uniforme y en sus pechos generosos y redondeados,
realzados por una estrecha cintura... Pero siempre se recordaba que era una
amiga y nada más. A diferencia de las demás mujeres que conocía, y aun
conociendo sus relaciones familiares, Paula no quería nada de él, ni sexo, ni
matrimonio, ni dinero ni prestigio. Y eso la hacía muy interesante. Era dulce y
atenta, y, para ser sincero, Pedro tenía que admitir que en más de una ocasión
se había preguntado si sería igual de dulce y atenta en la cama, o si por el
contrario se transformaría en una gata salvaje y...
«Para ya», se recriminó a sí mismo. «Paula
se quedaría horrorizada si supiera lo que estás pensando».
Apartó las imágenes de su mente y se subió
a su coche para dirigirse hacia la casa de su madre, en Kingston Estates, no
muy lejos del hospital. Era uno de los barrios más nuevos de San Antonio, un
enclave de lujo y riqueza desmedida, y la casa de su madre no era ninguna
excepción.
Pedro había crecido en un ambiente mucho
más modesto. Su madre apenas había podido mantener a sus hijos bajo techo, y Pedro
se había esforzado mucho para ingresar en la facultad de medicina, sabiendo que
su única esperanza estaba en las becas y subvenciones. Y entonces, seis años
atrás, su hermana descubrió que su madre no había sido del todo sincera con sus
hijos.
Gabrielle y él siempre habían asumido que
su madre no había tenido familia, lo cual no podía ser menos cierto. Miranda
tenía una familia muy numerosa, pero se había distanciado de todos ellos tras
una pelea con su padre, años antes de que naciera Pedro.
Al principio, Miranda se había negado a
una reconciliación, pero finalmente Gabrielle consiguió que suavizara su
postura. Su padre había fallecido, y su hermano, Ryan, la acogió en la familia
con los brazos abiertos. Una familia, los Alfonso, que era una de las más acaudaladas
de Texas.
Cuando Miranda decidió reclamar el
apellido de los Alfonso, todo cambió. Habían pasado de ser un trío a formar
parte de un... clan. Cierto era que el clan prodigaba la hospitalidad y el
cariño, pero no por eso dejaba de ser abrumador tener un centenar de parientes
en vez de dos.
Para sorpresa y desconcierto de Pedro,
entrar en la familia implicaba compartir con su madre la inmensa propiedad de
su abuelo. Su madre se convertía así en una de las herederas más ricas del
país.
Pedro aún no estaba seguro de cómo se
sentía por el dinero de los Alfonso. No envidiaba a su madre por haber vuelto a
la vida de lujos en la que había nacido. Se lo merecía, después de haberlo
pasado tan mal durante los años difíciles. Pero de una cosa sí estaba seguro:
él no quería esa vida. Se había acostumbrado a marcarse su propio camino y no
estaba dispuesto a permitir que nadie más lo hiciera por él. Aceptar dinero le
parecía un acto de caridad, por mucho que su madre insistiera en que le
pertenecía. No, él quería trabajar para vivir, y además, ese dinero no venía
gratis. Tomarlo significaba atarse a la familia de su madre, y Pedro sabía muy
bien que nadie daba nada sin esperar algo a cambio, ni siquiera los Alfonso.
De modo que lo único que aceptó de ellos
fue el nombre. Y sólo porque lo prefería a llevar el apellido del imbécil que
abandonó a su madre.
Al aparcar el Explorer en el camino
circular frente a la mansión de estilo mediterráneo con tejados rojos de
estuco, volvió a invadirlo una profunda nostalgia. Salió del coche y, tras
abrir con la llave que su madre le había dado para situaciones como ésa, se
dirigió hacia la cocina.
-¡Pedro! -su madre lo vio al pasar por el
comedor y se levantó-. No te esperaba -le dijo con una cálida sonrisa y un
destello en sus ojos azules.
-Yo tampoco esperaba venir -dijo él
parándose en la puerta-. Pero sólo tengo unas horas de descanso, y mi casa está
demasiado lejos.
A pesar de que era muy temprano, de que no
llevaba maquillaje y de que tenía sus rubios cabellos recogidos, Miranda Alfonso
seguía siendo una mujer hermosa. Había trabajado como una esclava para darles
una vida digna a Pero y a Gabrielle, pero eso no le había hecho perder la
elegancia propia de los Alfonso.
Los Alfonso... Su propia familia, los
mismos rasgos que él mismo veía en el espejo cada vez que se afeitaba.
-¿Te importa si descanso aquí un rato?
-Pues claro que no -su madre se acercó y
le dio un beso en la mejilla-. Vamos. Acuéstate. Pareces muy cansado.
Pedro se detuvo en la cocina para tomarse
los restos de una ensalada de pollo, teniendo que oír las advertencias de la
pequeña cocinera mexicana sobre los riesgos de engullir la comida a toda prisa.
Cinco minutos después, ya en la habitación que solía usar cuando visitaba a su
madre, se quitó los zapatos y se dejo caer en la cama.
Estaba sumido en un sueño profundo cuando
el timbre del teléfono junto a la cama le hizo dar un respingo. Sobresaltado, y
demasiado soñoliento como para pensar con coherencia, alargó una mano y agarró
el auricular.
Seguramente sería una llamada del
hospital.
Pero antes de poder contestar, una voz de
hombre le llamó la atención:
Pensaba que te alegraría saber de mí,
cariño. Después de todo, soy el padre de tus hijos.
-Son sólo las ocho y media de la mañana.
¿Qué quieres? -la voz de su madre sonaba débil y temblorosa, lo que no era
normal en ella.
-Supuse que te pillaría antes de que
empezarás con tu rutina social diaria -había cierta zalamería en el tono del
hombre-. Sólo quiero un poquito de eso que tú tienes de sobra.
-Dinero -Miranda elevó el tono de voz,
claramente enojada-. Tendría que haberlo sabido. Sólo el dinero te haría
llamar, Horacio.
¡Horacio! Era su padre. Horacio Alfonso
Zolezzi. El hombre cuyo apellido había tenido que llevar durante casi toda su
vida, a pesar de que se había marchado de casa antes de que naciera su segundo
hijo.
-Recibí una carta de nuestra pequeña
Gabrielle, ¿sabes? Quería hacerme saber que había sido abuelo. Y la verdad es
que me sorprendió mucho enterarme de que mi Randi estaba montada en el dólar.
¿Por qué nunca se te ocurrió compartir esa fortuna, conmigo cuando estábamos
casados?
-Eso no es asunto tuyo -Miranda intentó
mostrar firmeza en su voz-. Hace treinta años que saliste de mi vida. Y no
quiero que vuelvas a ella.
-Vaya, es una lástima, porque nuestra hija
sí que quiere. Me ha invitado a ir de visita y ver a mi nieta.
¿No es encantador? -Horacio hablaba en un
tono sensiblero que Pedro apretó los dientes. Pero entonces percibió, por
detrás de la voz de su padre, un furioso susurro. Parecía una voz de mujer,
pero no pudo distinguir las palabras.
-¡No te atrevas a venir a aquí! -exclamó
su madre-. ¡Aléjate de mí y de mis hijos! No formaste par de su educación. No
... no...
-Cálmate, Randi...
-¡No pienso calmarme!
-Cálmate, o pondré punto y final a esta
conversación e iré directo a...
-¡No! Por favor, no se lo digas.
-Entonces cálmate, cariño. El vive en San
Antonio -esa vez Pedro estuvo seguro de oír la voz de una mujer, pero fue
apagada por la respiración angustiada de su madre-. He mantenido tu pequeño
secreto durante mucho tiempo. ¿No crees que merezco algo por ello?
-¿Cuánto, Horacio? -preguntó Miranda. pedro
jamas la había oído tan triste y derrotada-. ¿Cuánto quieres por salir otra vez
de mi vida?
-Mmm... No soy un hombre codicioso,
Randi,-cariño. ¿Qué tal veinticinco mil por cada gemelo? Es me ayudaría a salir
adelante.
-¿Cincuenta mil dólares? -preguntó
Miranda, completamente desconcertada-. ¡No puedes hablar en serio!
-Claro que hablo en serio, cariño -le
aseguró Horacio soltando una carcajada-. Con todo el dinero que recibiste
cuando el viejo Kingston estiró la pata, no te supondrá mucha diferencia.
-No pronuncies el nombre de mi padre,
cerdo -la voz de Miranda volvía a temblar-. Mi padre era...
-Supongo que esto debe de ser un shock -la
interrumpió Horacio-. Te daré un tiempo para que lo pienses. Iré a San Antonio
a ver a mi hija y a mi nieta, tal vez a mi hijo. Nos veremos entonces, cariño,
y podremos solucionar el trato
No hay ningún trato -espetó Miranda, pero
sus palabras carecían de convicción.
-Oh, lo habrá -aseguró Horacio-. O iré a
ver a cierto magnate del petróleo y le preguntaré cómo son sus gemelos -Miranda
emitió un sonido ininteligible-. Hasta la vista, Randi. Pronto tendremos una
verdadera reunión familiar -y con eso, acabó la conversación.
-Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios
mío...
Pedro se dio cuenta de que su madre no
había colgado. Bajó corriendo las escaleras, con un nudo en el pecho y las
manos temblándole de tensión. Irrumpió en el comedor, donde su madre seguía
sentada, con el teléfono en una mano y una expresión de horror en el rostro.
-Estaba escuchando -le dijo él-. ¿Qué
demonios quiere ese bastardo? ¿Qué quiso decir con «los gemelos»?
-No hables así, querido -lo reprendió su
madre. Entonces, para horror de Pedro, estalló en lágrimas.
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