Al cabo de un rato, se arrodilló a sus pies y le separó las piernas, sin hacer caso de su débil murmullo de protesta. Pronto ella empezó a jadear y él fue subiendo con besos por la cara interna del muslo, deleitándose con cada centímetro de piel desnuda, hasta que su boca llegó hasta el mismo centro de su esencia femenina. Allí, su lengua buscó ávidamente la fuente de humedad, escondida entre los rizos rubios, y la saboreó con extremo cuidado hasta que ella se retorció bajo su boca. Entonces Pedro incrementó el ritmo, y ella se arqueó y gritó al sentir las convulsiones de su propia liberación.
Él dejó que se recuperara, y entonces la acurrucó entre sus brazos.
-Así es como debería haberse hecho en tu primera vez -ya no podía cambiarlo, pero la idea de que aquella mujer tan dulce, responsable e increíblemente apasionada estuviera cada noche en su cama lo inundó de placer.
-Ha sido... maravilloso -susurró ella, poniéndole la mano en el pecho-. Pero tú no has... necesitas... -se interrumpió, y él pensó que se había vuelto a ruborizar.
-Cualquier hombre que te diga que no lo necesita es un condenado mentiroso.- Ella se echó a reír, como él esperaba. Pero entonces se puso seria y con los dedos le trazó pequeños círculos alrededor del ombligo.
-Ahora te toca a ti.
Él respiró hondo y le retiró la mano.
-No puedo -dijo-. No soy el tipo de hombre que lleva preservativos en la cartera. Ya nos hemos arriesgado una vez...
-Creo que no estoy en el mejor momento para concebir -dijo ella-. Además, no pasaría nada malo por tener un bebé.
A Pedro le dio un vuelco el corazón al oír aquellas palabras, pero aun así dudó.
No quería abrumarla, a pesar de que su cuerpo pedía otra cosa.
-No sé si puedo...
-¿Y qué pasa si yo quiero hacerlo? -lo preguntó con tanta timidez y lo tocó con tanta suavidad que Pedro no pudo reprimir un gemido.
-Mi madre me educó para ser un caballero -le recordó-. No puedo negarme a la petición de una dama.
-Cielos, qué duro, ¿no? -dijo ella con una risita.
-No -se tumbó de espaldas y la hizo acostarse a su lado-. Esto es duro -le puso una mano encima de la suya y le enseñó cómo acariciarlo, cuál debía ser la presión y la velocidad en los movimientos. Y, tras unos momentos de indecisión, Paula aprendió a hacerlo con tanta pericia que él tuvo que detenerla para no perderse por completo.
-Espera -le dijo con voz ahogada.
-¿Por qué? -preguntó ella con aprensión, deteniendo la mano.
-Porque si sigues voy a explotar antes de tiempo.
Ella retiró la mano y él casi soltó un gemido por el cese de aquel ardiente y dulce placer. Era deliciosamente tímida, pensó Pedro, pasándole un dedo por la mandíbula e inclinándose para darle un beso en los labios. En esa ocasión no tuvo que hacer nada para que separara las piernas. La miró fijamente a los ojos mientras introducía su endurecido miembro en su receptivo interior. Y le mantuvo la mirada durante todo el acto, hasta que su propio cuerpo empezó a vibrar por los temblores del orgasmo. Entonces bajó una mano entre ellos y le frotó el sexo con dos dedos. Ella abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un grito, justo cuando ambos alcanzaron los momentos finales del clímax. Pedro le cubrió la boca con la suya y absorbió los dulces gemidos de sus labios.
El despertador de Paula sonó al amanecer. Ella había dormido toda la noche entre los brazos de Pedro, quien se despertó varias veces por la novedosa sensación de estar durmiendo con alguien. Era algo sorprendentemente agradable, a pesar de no ser algo a lo que estuviera acostumbrado. Un médico no tenía mucho tiempo para dormir, y mucho menos para pensar en el sexo.
Pero en esos momentos estaba pensando precisamente en eso.
Paula se movió y alargó una mano para apagar el despertador. Aún medio dormido, él le puso una mano en el hombro desnudo y la hizo volverse, se colocó encima y la penetró con facilidad. Su cuerpo femenino le dio una cálida y húmeda bienvenida. Las caderas empezaron a moverse a un ritmo tranquilo, que, sin embargo, bastó para encender el fuego interno de Pedro.
Le agarró las piernas y se las pasó alrededor de la cintura, colocándola de tal modo que con cada ligera sacudida la excitaba más y más. Y cuando ella empezó a gemir con fuerza, él se rindió a un intenso y prolongado orgasmo que derritió sus huesos en un torrente de pasión y que lo hizo desplomarse sobre ella, igualmente exhausta.
-Buenos días -la saludó al oído cuando recuperó el aire.
-Buenos días -respondió ella con un cierto deje en la voz.
-Hoy voy a empezar a usar protección -dijo él.
Ella le sonrió mientras le masajeaba el cuello.
-¿Y de qué sirve cerrar la puerta del establo cuando el caballo se ha escapado? -preguntó, pero entonces miró el despertador y empezó a empujarlo por los hombros-. ¡Levanta, voy a llegar tarde! Hoy tengo turno de día.
Él se tumbó de costado y permaneció así mientras ella se levantaba y se duchaba. A continuación se duchó él, y cuando volvió al dormitorio ella ya se había vestido y se estaba cepillando el pelo con rapidez. Mientras se lo recogía en su peinado habitual, él se acercó por detrás y le puso las manos en los hombros, mirándola a los ojos en el espejo.
-¿Lista para irte?
Ella asintió mientras se ponía las horquillas. -Casi.
-Me gusta que vayas así al trabajo -le dijo-. No quiero que nadie vea todo este pelo suelto y empiece a tener ideas.
Las manos de Paula se detuvieron y se volvió a mirarlo, claramente asombrada. Demonios, Pedro podía imaginarse lo que estaba sintiendo. Una voz maliciosa había pronunciado esas palabras sin que él pudiera evitarlo.
Carraspeó torpemente para aclararse la garganta.
-Es hora de irse.
Paula completó su turno como si estuviera volando con el piloto automático. Realizó sus tareas habituales con su eficiencia de siempre, pero su cabeza seguía en el dormitorio.
«Quiero que te cases conmigo».
Cuando fue al almacén en busca de una cosa, se tuvo que pellizcar para convencerse de que aquello era real.
El día anterior, había sido una enfermera soltera y sosa, virgen y desesperadamente enamorada del médico más arrebatador del hospital. Hoy... ya no era virgen, e iba a casarse con él.
Durante muchos años el celibato había sido su elección. Quería casarse y entregarle a su marido el regalo de su cuerpo. Pero los años habían pasado y el amor no la había encontrado. Hasta que llegó Pedro. Y aunque no había sabido que acabarían casándose, se había dado cuenta, al sentir sus caricias, que aquel hombre era lo que había deseado durante todo ese tiempo. Pedro le había hecho el amor. A ella. Y no sólo eso. Se había preocupado de que experimentara tanto placer como él, y para ello le había hecho cosas tan maravillosas que nunca podría olvidar.
El mundo estaba loco. Y ella tampoco estaba muy cuerda, fantaseando con una boda y una vida junto a un hombre como Pedro Alfonso. Un miembro de la familia Alfonso.
Pedro no iba a casarse con ella. Se había mostrado muy seco al encontrarse en el aparcamiento antes de entrar juntos en el hospital. Seguramente ya se estaba arrepintiendo por haberle hecho esa proposición.
Bueno, ¿y qué? Ella se comportaría como si lo hubiera hecho de broma. De ese modo no lo perdería como amigo. No podría soportar que la evitara y que no quisiera conservar la amistad. No después de haber intimado tanto.
Más tarde, cuando estaba en la sala de descanso buscando alguna bebida en la nevera, Pedro entró por la puerta. Parecía agotado, como si no hubiera dormido bastante, y eso había sido culpa de ella...
-Hola, ¿acabas a las siete? -le preguntó mientras se servía una taza de café.
-Sí -respondió ella, preparándose para el inevitable y doloroso momento.
-Esta noche voy a acabar muy tarde, pero si mañana estás libre podríamos ir por los anillos -hablaba con despreocupación, pero mientras daba un sorbo la miró con ojos entrecerrados por encima de la taza. Ya fuera por el humo o por el horrible sabor del café, Paula no supo el motivo.
-Empieza mí fin de semana -dijo, pero entonces se percató de lo que él había dicho-. ¿Anillos? ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? Pedro, sabes que no espero de ti que te cases conmigo sólo porque pueda estar... embarazada. ¿Por qué no esperamos unas semanas y vemos qué pasa? Tal vez no haya ningún motivo para casarnos.
-Oh, sí que hay un motivo -dijo él. Dejó la taza y cruzó la sala hacia ella-. Paula -le puso las manos en las caderas y tiró de ella hacia él-, te conozco. Si has sido virgen hasta los... a propósito, ¿cuántos años tienes?
-Veintiséis.
-Si has sido virgen hasta los veintiséis, es que tenías un motivo. No me diste a mí ese regalo porque sí -la acercó más y su voz se hizo más profunda-. Te comprometiste conmigo en cuanto estuve dentro de ti por primera vez sin que ninguno de los dos usara protección. La segunda vez, y la tercera, tan sólo añadieron un poco de peso -la rodeó con los brazos y le hizo presionar las caderas contra él. Paula se estremeció con el contacto-. Lo único que tienes que elegir es si quieres usar o no protección de ahora en adelante en caso de que no vayamos a ser padres de inmediato.
Hablaba en serio. Y aunque ella comprendía ahora que la infancia sin padre de Pedro debía de haberlo convencido de no cometer el mismo error con un hijo propio, le costó respirar, invadida por una ola de calor. Pedro quería casarse con ella. ¡Con ella!
Lo miró a sus bonitos ojos dorados y se atrevió a pasarle las manos por los hombros.
-De acuerdo -dijo, y respiró hondo-. Tal vez deberíamos usar protección al principio. Podemos decidir más tarde cuándo queremos tener hijos... si es que la diosa de la fertilidad no lo ha decidido ya por nosotros.
-Por mí, estupendo -dijo él, y se inclinó para besarla.
En ese preciso momento, la puerta de la sala se abrió y entraron dos enfermeras.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó una de ellas.
La otra se limitó a sonreír, con las cejas alzadas en un gesto de sorpresa.
-Hola, doctor Alfonso, ¿dónde podemos conseguir número para eso?
-Lo siento, nada de números -dijo Pedro, sonriéndoles a las dos. Sus dedos se clavaron en las costillas de Paula, y sus brazos la retuvieron pegada a él como gruesas cadenas de acero-. Pero podéis ser las primeras en felicitarnos por nuestro compromiso.
Paula se hubiera echado a reír al ver las caras de sus colegas de no haberse puesto como un tomate.
-¡Pedro!
-¿Qué? -su expresión era de pura inocencia-. Cuando lleves un anillo en el dedo, ¿no crees que la gente empezara a hacerse preguntas?
Las dos enfermeras se habían quedado boquiabiertas. Paula sólo podía imaginarse lo que estaban pensando. Seguramente se estaban haciendo la misma pregunta que a ella la torturaba: «¿Qué hace un hombre como el doctor Alfonso con una sosa como Paula Chaves?».
Las mujeres murmuraron unas palabras de enhorabuena y salieron de la sala sin haber llegado a entrar. Pedro esperó a que la puerta se cerrara tras ellas para soltar a Paula.
-Supongo que éste no es el lugar ni el momento para una aventura -volvió a donde había dejado la taza y la levantó-. Te recogeré cuando acabe tu turno y nos iremos a mi casa. Me gustaría que la vieras, que decidas si te va bien o si deberíamos buscar otro sitio.
Antes de que ella pudiera decir nada, Pedro se acercó, le dio un beso en la nariz y salió de la sala. Paula se quedó mirándolo, alzando una mano para tocarse la nariz.
¿Quién de los dos estaba más loco?
Espectaculares los 2 caps. Qué apurado está Pedro en casarse con Paula jajajajaja.
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