Pedro
Pau habla con voz suave y áspera, rellenando los espacios de mi elaborada respiración. —¿Hacia adónde me dirijo?
—No lo sé.
Una parte de mí quiere decirle que se suba al primer avión que salga de Londres, sola. Pero la parte egoísta, la más fuerte, sabe que, si lo hiciera, yo no llegaría a la noche sin ponerme hasta el culo de alcohol. Otra vez. Me sabe la boca a vómito, y me arde la garganta por la violencia con la que mi organismo ha expulsado todo ese licor.
Pau abre la consola central que nos separa, saca un pañuelo y empieza a limpiarme las comisuras de la boca con el rasposo papel. Sus dedos rozan ligeramente mi piel y su tacto es tan gélido que me aparto al instante.
—Estás helada. Enciende el motor.
Pero no espero a que obedezca. Me inclino y giro la llave yo mismo. El aire empieza a entrar por las rejillas de ventilación. Al principio es frío, pero este coche caro de cojones tiene algún truco, y el calor pronto se extiende a través del reducido espacio.
—Tenemos que echar gasolina. No sé cuánto tiempo estuve conduciendo, pero la luz del combustible está encendida, y el navegador también lo indica —dice señalando la lujosa pantalla en el salpicadero.
El sonido de su voz me está matando.
—Estás muy afónica —digo, aunque sé que es tremendamente obvio.
Ella asiente y aparta la cabeza. La agarro de la barbilla con los dedos y le giro la cara de nuevo hacia mí.
—Si quieres marcharte, no te lo reprocharé. Te llevaré al aeropuerto de inmediato.
Me mira pasmada antes de abrir la boca.
—¿Vas a quedarte aquí? ¿En Londres? Nuestro vuelo es esta noche. Creía... —La última palabra suena más bien como un graznido, y le da un ataque de tos.
Miro en los posavasos para ver si hay algo de agua, pero están vacíos.
Le froto la espalda hasta que deja de toser, y entonces cambio de tema.
—Cámbiame el sitio. Yo conduciré hasta allí. —Señalo con la cabeza hacia la gasolinera que hay al otro lado de la carretera—. Necesitas agua y algo para esa garganta.
Espero a que se levante del asiento del conductor, pero se limita a repasar mi rostro con la mirada antes de arrancar el coche y salir del aparcamiento.
—Todavía superas el límite legal —susurra por fin con cuidado de no forzar su voz casi inexistente.
No puedo discutírselo. Es imposible que esté completamente sobrio tras unas pocas horas durmiendo en este coche. Bebí lo bastante como para no acordarme de la mayor parte de la noche, y el dolor de cabeza resultante es tremendo. Seguramente seguiré borracho el puto día entero, o la mitad. No estoy seguro. Ni siquiera recuerdo cuántas copas me tomé...
Mi confuso recuento se ve interrumpido cuando Pau aparca delante de un surtidor de gasolina y se dispone a abrir la puerta.
—Ya voy yo —digo, y salgo del coche sin darle tiempo a replicar.
No hay mucha gente dentro a estas horas de la mañana, sólo hombres con su ropa de trabajo. Tengo las manos llenas de aspirinas, botellas de agua y bolsas de aperitivos cuando Pau entra en la pequeña tienda.
Todo el mundo se vuelve para mirar a la desaliñada belleza con su vestido blanco y sucio. Las miradas de los hombres me provocan aún más náuseas.
—¿Por qué no te has quedado en el coche? —le pregunto cuando se acerca. Menea un objeto de piel negra delante de mi cara.
—Tu cartera.
—Ah.
Me la entrega, desaparece un momento y reaparece a mi lado con un humeante vaso para llevar de café en cada mano justo cuando llego a la caja.
Deposito el montón de cosas sobre el mostrador.
—¿Consultas nuestra ubicación en el móvil mientras pago? —pregunto quitándole a Pau los enormes vasos de sus pequeñas manos.
—¿Qué?
—La ubicación, en tu teléfono..., para ver dónde estamos.
El hombre corpulento tras el mostrador coge el bote de aspirinas, lo agita antes de escanear el código de barras y dice:
—Estáis en Allhallows.
Inclina la cabeza mirando a Pau y ella sonríe amablemente.
—Gracias. —Su sonrisa se intensifica y el pobre diablo se ruboriza.
«Sí, ya sé que está buena. Pero será mejor que apartes la mirada antes de que te arranque los ojos de las cuencas —quiero decirle—. Y la próxima vez que hagas un puto ruido
cuando tengo resaca, como acabas de hacer con ese bote de aspirinas, será tu fin.»
Después de lo de anoche, no me vendría mal liberar tensiones, y no estoy de humor para aguantar que este triste individuo repase con la mirada las tetas de mi chica a las putas siete en punto de la mañana.
Si no fuera tremendamente consciente de la falta de emoción en la mirada de Pau, seguramente ya lo habría sacado a rastras del mostrador, pero su falsa sonrisa, sus ojos manchados de negro y su vestido sucio me detienen y me olvido de mis violentos pensamientos. Parece tan perdida, tan triste, tan jodidamente perdida...
«¿Qué te he hecho?», pregunto para mis adentros.
La mirada de Pau se dirige a la puerta, por la que entran una mujer joven y una niña cogidas de la mano. La miro mientras las observa y sigue sus movimientos, a mi parecer, con demasiado descaro; roza lo perturbador. Cuando la pequeña mira a su madre, el labio inferior de Pau empieza a temblar.
«¿A qué viene esto? ¿Es a causa de mi reacción por la nueva revelación sobre mi familia?»
El cajero ha guardado todas mis cosas y sostiene la bolsa de un modo un poco grosero delante de mi cara para captar mi atención. Por lo visto, en el instante en que Pau ha dejado de mirarlo, ha decidido ser desagradable conmigo.
Agarro la bolsa de plástico y me inclino hacia ella.
—¿Lista? —pregunto dándole un golpecito con el codo.
—Sí, perdona —balbucea, y recoge los cafés del mostrador.
Lleno el depósito del coche mientras me planteo las consecuencias de conducir hasta el mar con el coche de alquiler de Vance. Si estamos en Allhallows, tenemos la costa al lado; llegaríamos en un momento.
—¿A qué distancia estamos del bar Gabriel’s? —pregunta Pau cuando me reúno con ella—. Nuestro coche de alquiler está allí.
—A una hora y media, teniendo en cuenta el tráfico.
«El coche se hunde lentamente en el mar, lo que a Vance le costaría decenas de miles de libras, y nosotros cogemos un taxi hasta Gabriel’s por unas doscientas. Es un trato justo.»
Pau le quita el tapón al pequeño bote de aspirinas y me echa tres en la mano. Después frunce el ceño y mira la pantalla de su móvil, que acaba de iluminarse.
—¿Quieres hablar de lo de anoche? —me pregunta—. Acabo de recibir un mensaje de Kimberly.
Un montón de interrogantes empiezan a abrirse paso entre las borrosas imágenes y las voces de anoche y emergen a la superficie de mi mente... Vance me cerró la puerta y volvió a la casa en llamas...
Pau sigue mirando la pantalla de su teléfono y yo cada vez estoy más preocupado.
—No estará... —No sé cómo plantear esta pregunta. No consigo que atraviese el nudo que tengo en la garganta.
Pau me mira y sus ojos se inundan de lágrimas.
—Está vivo, claro, pero...
—¿Qué? ¿Qué le ha pasado? —inquiero.
—Dice que tiene quemaduras.
Un ligero y desagradable dolor intenta atravesar las grietas de mis defensas. Unas grietas que ella misma abrió.
Se seca un ojo con el dorso de la mano.
—Sólo en una pierna. Kim dice que sólo en una pierna, y que lo arrestarán en cuanto le den el alta en el hospital, que será pronto; al parecer, de un momento a otro.
—¿Que lo arrestarán? ¿Por qué? —Conozco la respuesta antes de que me la dé.
—Le ha dicho a la policía que fue él quien provocó el incendio.
Pau me planta su mierda de teléfono delante de la cara para que lea yo mismo el larguísimo mensaje de Kimberly.
Lo leo entero y compruebo que no dice nada más, aunque me hago buena cuenta del pánico de Kimberly. No digo nada. No tengo nada que decir.
—Y ¿bien? —pregunta Pau con suavidad.
—Y ¿bien, qué?
—¿No estás ni siquiera mínimamente preocupado por tu padre? —Después, al ver mi mirada asesina, añade—: Quiero decir, por Christian.
«Está herido por mi culpa.»
—No debería haberse presentado allí —replico.
Pau parece horrorizada ante mi indiferencia.
— Pedro. Ese hombre fue allí para ayudarme, y para ayudarte a ti. Al intuir el comienzo de un discursito, la interrumpo:
—Pau, ya sé que...
Pero ella me sorprende levantando una mano para hacerme callar.
—No he terminado. Por no hablar de que ha cargado con las culpas de un incendio que tú has provocado y que está herido. Te quiero, y sé que ahora mismo lo odias, pero te conozco, conozco al verdadero Pedro, así que no te quedes ahí sentado fingiendo que no te importa una mierda lo que le pase, porque sé perfectamente que no es así.
Una tos violenta finaliza su furioso discurso, y le acerco la botella de agua a la boca.
Me tomo un instante para rumiar sus palabras mientras su tos se calma. Tiene razón, por supuesto que la tiene, pero no estoy preparado para enfrentarme a ninguna de las cosas que acaba de mencionar. Joder, no estoy preparado para admitir que ha hecho algo por mí, no después de todos estos años. No estoy preparado para que, de repente, se comporte como un padre conmigo. Joder, ni hablar. No quiero que nadie, y menos él, piense que esto de alguna manera compensa la balanza, que de algún modo olvidaré toda la mierda que se perdió, todas las noches que me pasé oyendo cómo mis padres se gritaban, todas las veces que subí la escalera corriendo al oír el sonido de la voz ebria de mi padre, y el hecho de que él lo sabía y no me lo dijo en todo ese tiempo.
Y una mierda. Esto no compensa nada de todo eso, y nunca lo hará.
—¿Crees que voy a perdonarlo por una quemadura de nada en la pierna y porque haya decidido autoinculparse? —me paso las manos por el pelo—. ¡¿Esperas que lo perdone por haberme mentido durante veintiún putos años?! —pregunto gritando mucho más de lo que pretendía.
—¡No, por supuesto que no! —dice ella, levantando también la voz. Me preocupa que se le rompa alguna cuerda vocal o algo, pero Pau continúa—: Pero me niego a dejar que le quites importancia como si esto fuese una minucia. Va a ir a la cárcel por ti, y actúas como si ni siquiera te importara su estado de salud. Estuviera o no presente, te mintiera o no, sea tu padre o no, te quiere, y anoche te salvó el culo.
«No me lo puedo creer...»
—Joder, ¿de qué lado estás tú?
—¡No hay ningún lado! —grita, y su voz resuena en el reducido espacio y no ayuda en absoluto a mi dolor de cabeza—. Todo el mundo está de tu lado, Pedro. Sé que tienes la sensación de estar solo contra el mundo, pero mira a tu alrededor: me tienes a mí, a tu padre (a los dos), a Karen, que te quiere como si fueses su hijo, a Landon, que te quiere más de lo que ninguno de los dos admitiréis jamás... — Pau sonríe ligeramente al mencionar a su mejor amigo, pero continúa con su sermón—: Kimberly te provoca a veces, pero a ella también le importas, y Smith..., tú eres literalmente la única persona que le gusta a ese niño.
Me coge las manos entre las suyas temblorosas y me acaricia las palmas suavemente con los pulgares.
—Si lo piensas, es irónico: el hombre que odia al mundo entero es el más amado por él —susurra, y sus ojos se inundan de lágrimas. Lágrimas por mí, demasiadas lágrimas por mí.
—Nena. —Tiro de ella hacia mi asiento y se coloca a horcajadas sobre mi cintura. Rodea mi cuello con los brazos—. ¿Cómo puedes ser tan bondadosa?
Entierro el rostro en su cuello, casi intentando esconderme en su pelo desaliñado.
—Permite que entren, Pedro. La vida es mucho más sencilla de ese modo. —Me acaricia la cabeza como si fuera alguna especie de mascota... pero, joder, me encanta.
Hundo el hocico más aún en su pelo.
—No es tan fácil —replico.
Me arde la garganta, y siento que sólo puedo respirar cuando inhalo su esencia. Está ligeramente empañada por el ligero olor a humo y a fuego que, al parecer, he trasladado al coche, pero sigue resultando tranquilizadora.
—Lo sé. —Continúa pasándome las manos por el pelo, y quiero creerla.
¿Por qué es siempre tan comprensiva conmigo cuando no lo merezco?
El sonido de un claxon me saca de mi escondite y me recuerda que estamos junto a los surtidores. Por lo visto, al camionero que tenemos detrás no le apetece esperar. Pau se aparta de mi regazo y se abrocha el cinturón en el asiento del acompañante.
Me planteo dejar el coche aquí parado sólo para fastidiar, pero entonces oigo rugir las tripas de Pau y cambio de idea. ¿Cuándo fue la última vez que comió? El hecho de que ni siquiera me acuerde significa que hace demasiado tiempo.
Me alejo de los surtidores y me dirijo a un aparcamiento vacío que hay al otro lado de la calle, donde dormimos anoche.
—Come algo —digo colocándole una barrita de cereales en las manos.
Aparco casi al final, cerca de un grupo de árboles, y enciendo la calefacción. Ya es primavera, pero el aire matutino es fresco y Pau está tiritando. La rodeo con el brazo y hago un gesto como si estuviera ofreciéndole el mundo.
—Podríamos ir a Haworth, para ver el pueblo de las hermanas Brontë —sugiero—. Podría mostrarte los páramos.
Me sorprende echándose a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —Enarco una ceja y le doy un bocado a un muffin de plátano.
—Después de la noche que has pasa... pasado —se aclara la garganta—, ¿me propones llevarme a los páramos? —Sacude la cabeza y coge su humeante café.
Me encojo de hombros y mastico pensativo.
—No sé...
—¿A qué distancia está? —pregunta con mucho menos entusiasmo de lo que esperaba.
Sin duda, si este fin de semana no hubiese acabado siendo una auténtica mierda, probablemente le haría mucha más ilusión. También le prometí llevarla a Chawton, pero los páramos encajan mucho mejor con mi estado de ánimo actual.
—A unas cuatro horas.
—Está muy lejos —dice, y bebe un sorbo del café.
—Pensaba que querrías ir —digo en tono severo. —Y quiero...
Es evidente que le preocupa algo de mi sugerencia. Joder, ¿por qué razón siempre tengo que causarles algún problema a esos ojos grises?
—Entonces ¿por qué te quejas del trayecto? —me termino el muffin y abro el envoltorio de otro.
Pau parece ligeramente ofendida, pero su voz sigue siendo suave y áspera.
—Sólo me estoy preguntando por qué estás tú dispuesto a conducir hasta allí para ver los páramos. —Se coloca un mechón de pelo suelto detrás de la oreja y respira hondo—. Pedro, te conozco lo suficiente como para saber que estás taciturno y apartándote de mí.
—Se desabrocha el cinturón de seguridad y se vuelve para mirarme—. El hecho de que quieras llevarme a los páramos que inspiraron Cumbres borrascosas en vez de a algún lugar de una novela de Jane Austen me preocupa aún más de lo que ya lo estoy.
Me lee como si fuese un libro abierto. «¿Cómo lo hace?»
—No —miento—. Sólo he pensado que te gustaría ver los páramos y el pueblo de las hermanas Brontë. Perdona, ¿eh? —Pongo los ojos en blanco para evitar esa maldita expresión en los suyos. Me niego a admitir que está en lo cierto.
Sus dedos juguetean con el envoltorio de su barrita de cereales.
—Bueno, pues preferiría no ir. Sólo quiero volver a casa.
Exhalo profundamente, le quito la barrita de las manos y abro de un tirón el envoltorio.
—Tienes que comer algo. Tienes pinta de ir a desmayarte de un momento a otro.
—Sí, me siento como si fuese a hacerlo —dice en voz baja, aparentemente más para sí misma que para mí.
Me planteo embutirle la puta barrita en la boca, pero entonces me la coge de las manos y le da un bocado.
—¿Quieres volver a casa, pues? —digo por fin. No quiero preguntarle a qué se refiere exactamente al decir casa.
Hace un mohín.
—Sí, tu padre tenía razón: Londres no es como lo había imaginado.
—Porque yo te lo he fastidiado —repongo.
No lo niega, pero tampoco lo confirma. Su silencio y su mirada vacía hacia los árboles me incitan a decir lo que tengo que decir. Es ahora o nunca.
—Creo que debería quedarme aquí una temporada... —declaro al espacio que nos separa. Pau deja de masticar, se vuelve y me mira entornando los ojos.
—¿Por qué?
—No tiene sentido que regrese allí.
—No, lo que no tiene sentido es que te quedes aquí. ¿Por qué te lo planteas siquiera?
He herido sus sentimientos, tal y como había imaginado, pero ¿qué otra opción tenía?
—Porque mi padre no es mi verdadero padre, mi madre es una mentirosa de coj... —me detengo antes de decir algo de lo que me pueda arrepentir—, y mi padre biológico va a ir a la cárcel porque yo he incendiado su casa. Es un culebrón dramático. —Después, para intentar obtener alguna reacción por su parte, añado irónicamente—: Lo único que nos falta es agregar a un montón de jovencitas con demasiado maquillaje y poca ropa y sería todo un éxito.
Sus ojos tristes analizan los míos.
—Sigo sin ver qué motivos tienes para quedarte aquí, muy lejos de mí. Porque eso es lo que quieres, ¿verdad? Quieres alejarte de mí. —dice la última parte como si, al pronunciarla, se confirmara como verdad.
—No es eso... —empiezo a decir, pero me detengo. No sé cómo expresar mis pensamientos, ése ha sido siempre mi puto problema—. Es sólo que creo que, si estuviéramos un tiempo separados, te darías cuenta de lo que te estoy haciendo. Mírate. —
Se encoge, pero yo me obligo a continuar—: Te estás enfrentando a problemas a los que jamás te habrías enfrentado de no ser por mí.
—No te atrevas a actuar como si estuvieras haciendo esto por mí —me espeta con la voz fría como el hielo—. Eres autodestructivo, y ése es tu único motivo detrás de esto.
Lo soy. Sé que lo soy. Y a eso es a lo que me dedico: a hacer daño a otras personas, y a hacérmelo a mí mismo después, antes de que los demás puedan devolvérmelo. Soy un puto desastre, ésa es la pura verdad.
—¿Sabes qué te digo? —exclama, cansada de esperar a que diga algo—. Que adelante. Dejaré que nos hagas daño a los dos en esta misión de autoprivación que te has...
La cojo de las caderas y la tengo encima de mí antes de que pueda terminar la frase. Intenta apartarse y me araña los brazos cuando no dejo que se mueva ni un centímetro.
—Si no quieres estar conmigo, suéltame —silba.
No hay lágrimas, sólo rabia. Puedo soportar su rabia; son las lágrimas las que me matan. La rabia consigue que cesen.
—Deja de forcejear. —Le agarro las dos muñecas por detrás de la espalda y las sostengo en el sitio con una sola mano.
Pau me fulmina con la mirada.
—No tienes derecho a hacer esto cada vez que algo te hace sentir mal. ¡No tienes derecho a decidir que soy demasiado buena para ti! —me grita a la cara.
Ignoro sus gritos y acerco la boca a la curva de su cuello. Su cuerpo salta de nuevo, esta vez de placer, no de furia.
—Para... —dice sin ninguna convicción.
Está intentando rechazarme porque cree que es lo que debería hacer, pero ambos sabemos que esto es justo lo que necesitamos. Necesitamos la conexión física que nos traslada a una profundidad emocional que ninguno de los dos somos capaces de explicar y a la que ninguno de los dos nos podemos negar.
—Te quiero, y lo sabes —digo.
Chupo la piel suave de su cuello y me deleito observando cómo se vuelve rosácea por la succión de mis labios. Continúo chupando y mordisqueándola lo justo para crear un montón de marcas, pero no lo bastante fuerte como para que permanezcan ahí más de unos segundos.
—Pues no lo parece. —Su voz es grave, y sus ojos observan cómo mi mano libre se desplaza por su muslo descubierto.
Su vestido está recogido a la altura de la cintura de un modo que me está volviendo completamente loco.
—Todo lo que hago es porque te quiero. Incluso mis mayores estupideces. —Alcanzo el encaje de sus bragas y gime cuando paso un solo dedo por la humedad que ya se ha formado entre sus muslos—. Siempre estás tan húmeda para mí, incluso ahora...
Le aparto las bragas e introduzco dos dedos en su jugosa carne. Gime y arquea la espalda hacia atrás, contra el volante, y noto cómo su cuerpo se relaja. Hago que el asiento retroceda para tener más espacio dentro del pequeño vehículo.
—No puedes distraerme con...
Extraigo los dedos y vuelvo a sumergirlos, cortando sus palabras antes de que terminen de escapar de sus labios.
—Sí, nena, claro que puedo. —Acerco los labios a su oreja—. ¿Dejarás de forcejear si te suelto las manos?
Ella asiente. En cuanto las suelto, las traslada a mi cabello y hunde los dedos en mi espesa mata de pelo revuelto. Le bajo la parte delantera del vestido con una mano.
Su sujetador blanco de encaje resulta pecaminoso a pesar de la pureza de su color. Pau, con su cabello rubio y sus prendas claras, contrasta sobremanera con mi pelo oscuro y mi ropa negra. Algo en ese contraste me resulta erótico de cojones: la tinta de mis muñecas cuando mis dedos desaparecen de nuevo en su interior, la piel limpia e inmaculada de sus muslos, y el modo en que sus suaves gemidos y jadeos inundan el aire cuando mis ojos recorren sin pudor su firme vientre hasta su pecho.
Aparto la vista de sus tetas perfectas el tiempo suficiente como para inspeccionar el aparcamiento. Las lunas del coche están tintadas, pero quiero asegurarme de que seguimos solos en este lado de la calle. Le desabrocho el sujetador con una mano y ralentizo el movimiento de la otra. Ella gimotea a modo de protesta, pero yo no me molesto en disimular la sonrisa de mi rostro.
—Por favor —me ruega para que continúe.
—¿Por favor, qué? Dime qué es lo que quieres —la incito, como lo he hecho siempre desde el comienzo de nuestra relación.
Todo el tiempo he tenido la sensación de que, si no pronuncia las palabras en voz alta, no pueden ser ciertas. No es posible que me desee del mismo modo que yo la deseo a ella. Alarga la mano y vuelve a colocar la mía entre sus muslos.
—Tócame.
Está hinchada, ansiosa y empapada de la hostia. Me desea. Me necesita. Y yo la amo más de lo que ella jamás podría llegar a comprender. Necesito esto, necesito que me distraiga, que me ayude a escapar de toda esta mierda, aunque sea sólo durante un rato.
Le doy lo que me pide y ella gime mi nombre con aprobación y se muerde los labios. Su mano desciende por debajo de la mía y me agarra la polla a través de los vaqueros. La tengo tan dura que me hace daño, y las caricias y los apretones de Pau no ayudan.
—Quiero follarte ahora mismo. Tengo que hacerlo. —Deslizo la lengua por una de sus tetas.
Ella asiente y pone los ojos en blanco. Succiono la protuberancia sensible de uno de sus senos mientras masajeo el otro con la mano que no tengo entre sus piernas.
—Pe... dro... —gime.
Sus manos están ansiosas por liberarme de mis vaqueros y mi bóxer. Elevo las caderas lo suficiente como para que pueda bajarme los pantalones por los muslos. Mis dedos siguen enterrados en ella, moviéndose a un ritmo suave, el justo y necesario como para volverla loca. Los saco y los elevo hasta sus carnosos labios. Los hundo en su boca. Ella los chupa y desliza la lengua hacia arriba y hacia abajo lentamente. Gimo y los aparto antes de que ese simple gesto haga que me corra. La levanto por las caderas y la bajo de nuevo hacia mí.
Ambos compartimos el mismo gemido de alivio, desesperados el uno por el otro.
—No deberíamos separarnos —dice tirándome del pelo hasta que mi boca está al mismo nivel que la suya. ¿Acaso puede saborear mi cobarde despedida en mi aliento?
—Tenemos que hacerlo —replico cuando ella empieza a menear las caderas. «Joder.» Pau se eleva lentamente.
—No voy a obligarte a desearme. Ya no. —Me entra el pánico, pero todos mis pensamientos desaparecen cuando desciende de nuevo contra mí lentamente sólo para volver a elevarse y a repetir el mortificante movimiento.
Se inclina hacia adelante para besarme y lame mi lengua en círculos mientras se hace con el control.
—Te deseo —exhalo en su boca—. Joder, siempre te deseo, y lo sabes. —Un sonido gutural escapa de mi garganta cuando acelera el movimiento de sus caderas. Joder, me va a matar.
—Vas a dejarme —replica, y desliza la lengua por mi labio inferior.
Bajo la mano hasta el lugar donde nuestros cuerpos se unen y atrapo su hinchado clítoris entre los dedos.
—Te quiero —digo, incapaz de encontrar otras palabras, y ella se ve obligada a guardar silencio mientras pellizco y froto su punto más sensible.
—Dios... —Deja caer la cabeza sobre mi hombro y rodea mi cuello con los brazos—. Te quiero — dice casi sollozando mientras se corre y me estrecha con todos sus músculos.
Yo me corro también inmediatamente después, y la inundo con cada gota de mí, literal y metafóricamente.
Pasamos unos minutos en silencio. Mantengo los ojos cerrados y rodeo su espalda con los brazos. Ambos estamos empapados de sudor; el calor sigue entrando a través de las rejillas de ventilación, pero no quiero soltarla ni para apagar la calefacción.
—¿En qué piensas? —pregunto por fin.
Su cabeza descansa sobre mi pecho, y su respiración es lenta y regular. No abre los ojos cuando responde:
—En que desearía que te quedaras conmigo para siempre.
Para siempre. ¿Acaso he querido alguna vez otra cosa con ella?
—Yo también —observo, y ojalá pudiera prometerle el futuro que merece.
Al cabo de unos minutos de silencio más, el móvil de Pau empieza a vibrar en el suelo. Me agacho a recogerlo como por acto reflejo y elevo su cuerpo con el mío.
—Es Kimberly —digo, y le paso el teléfono.
Dos horas después, estamos llamando a la puerta de la habitación de hotel de Kimberly. Estoy casi convencido de que estamos en la habitación equivocada cuando, por fin, abre. Tiene los ojos hinchados y no lleva nada de maquillaje. Me gusta más así, pero parece destrozada, como si hubiese estado llorando todas sus lágrimas y las de alguien más.
—Pasad. Ha sido una mañana muy larga —dice, y su descaro de costumbre ha desaparecido por completo.
Pau la abraza al instante. Rodea la cintura de su amiga con los brazos, y Kimberly empieza a sollozar. Me siento tremendamente incómodo aquí plantado en la puerta, dado que Kim me irrita de la hostia y sé que no le gusta tener público cuando se siente vulnerable. Las dejo en el salón de la gran suite y me dirijo al área de la cocina. Me sirvo una taza de café y me quedo mirando la pared hasta que los sollozos se transforman en voces amortiguadas en la otra habitación. Mantendré la distancia por ahora.
—¿Va a volver mi padre? —pregunta entonces una vocecita desde alguna parte, cogiéndome por sorpresa.
Bajo la vista y veo que Smith, con sus ojos verdes, está sentado en una silla de plástico a mi lado. Ni siquiera lo había oído entrar.
Me encojo de hombros y me siento al lado de él, mirando fijamente la pared.
—Sí, supongo que sí. —Debería decirle lo fantástico que es su padre... nuestro padre...
«Joder.»
Este extraño espécimen de niño es mi puto hermano. No logro asimilarlo. Miro a Smith, que se toma mi mirada como una invitación a continuar con su interrogatorio.
—Kimberly ha dicho que está en un lío, pero que puede pagar para salir de él. ¿Qué significa eso?
No puedo evitar la carcajada que escapa de mi boca a causa de este pequeño fisgón y sus preguntas.
—Estoy seguro de que sí —farfullo—. Lo que quiere decir es que no tardará en salir de ese lío. ¿Por qué no vas a sentarte con Kimberly y Pau? —me arde el pecho cuando el sonido de su nombre sale de mi boca.
El crío mira hacia la dirección de la que proceden sus voces y después me observa con ojos sabios.
—Están enfadadas contigo. Sobre todo Kimberly, pero está más enfadada con mi padre, así que no te preocupes.
—Con el tiempo aprenderás que las mujeres están siempre enfadadas.
Asiente.
—Menos cuando se mueren —dice—. Como mi madre.
Me quedo boquiabierto y lo miro a la cara.
—No deberías decir esas cosas. A la gente le resultarán... raras.
Se encoge de hombros como si quisiera decir que la gente ya lo encuentra raro. Y supongo que tiene razón.
—Mi padre es bueno. No es malo.
—Vale... —Miro la mesa para evitar enfrentarme a esos ojos verdes.
—Me lleva a muchos sitios y me dice cosas bonitas. —Smith deja un vagón de un tren de juguete sobre la mesa. ¿Qué le pasa a este niño con los trenes?
—¿Y...? —digo tragándome los sentimientos que me provocan sus palabras.
¿Por qué no para de hablar de eso ahora?
—A ti también te llevará a muchos sitios, y te dirá cosas bonitas —añade.
Lo miro.
—Y ¿por qué iba yo a querer que hiciera algo así? —pregunto, pero sus ojos verdes me revelan que sabe mucho más de lo que pensaba.
Smith ladea la cabeza y traga un poco de saliva mientras me observa. Es lo menos científico y lo más infantil y vulnerable que le he visto a este pequeño bicho raro.
—No quieres que sea tu hermano, ¿verdad? —dice entonces.
«Maldita sea.» Busco desesperadamente a Pau, esperando que venga a salvarme. Ella tendrá las palabras perfectas para una ocasión así.
Miro de nuevo a Smith e intento aparentar calma, pero no lo consigo.
—Yo no he dicho eso.
—No te gusta mi padre.
Afortunadamente, en ese momento, Pau y Kimberly entran y me ahorran tener que responder.
—¿Estás bien, cielo? —le pregunta Kimberly alborotándole ligeramente el pelo.
Smith no dice nada. Se limita a asentir una vez, se peina con la mano y coge su vagón de tren y se lo lleva consigo a la otra habitación.
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