Pedro
En cuanto Pau sale por la puerta principal, Vance empieza a agitar las manos delante de él y a gritar:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!
¿De qué está hablando? Y ¿qué cojones está haciendo aquí? Odio a Pau por haberlo llamado. Lo retiro: jamás podría odiarla pero, joder, a veces me saca de quicio.
—Nadie te quiere aquí —digo, y noto que tengo la boca dormida.
Me arden los ojos. ¿Dónde está Pau? ¿Se ha marchado? Creía que sí, pero ahora estoy confundido. ¿Cuánto tiempo hace que vino? ¿Estaba aquí de verdad? No lo sé.
—Enciende el fuego.
—¿Para qué? ¿Quieres que arda con la casa? —pregunto.
Una versión más joven de él apoyado contra la chimenea de la casa de mi madre inunda mi mente. Me estaba leyendo.
—¿Por qué me estaba leyendo?
«¿He dicho eso en voz alta? No tengo ni puta idea.» El Vance del presente se me queda mirando, como esperando algo.
—Todos tus errores desaparecerían conmigo —suelto. El metal del mechero me quema la piel áspera del pulgar, pero sigo encendiéndolo.
—No, quiero que quemes la casa —replica él—. Tal vez así encuentres algo de paz.
Creo que es posible que me esté gritando, pero apenas puedo ver con claridad, y mucho menos medir el volumen de su voz. ¿En serio me está dando permiso para quemar esta cueva?
«¿Quién ha dicho que necesite permiso?»
—¿Quién eres tú para darme el visto bueno? ¡Joder! ¡No te he preguntado!
Bajo la llama hasta el brazo del sofá y espero a que prenda. Espero a que el fuego devorador destruya este lugar.
Pero no sucede nada.
—Menudo desastre estoy hecho, ¿eh? —le digo al hombre que asegura ser mi padre.
—Eso no va a funcionar —dice. O igual soy yo quien habla, vete tú a saber.
Alcanzo una vieja revista que descansa sobre una de las cajas y acerco la llama a la esquina. Se enciende inmediatamente. Observo cómo el fuego asciende por las páginas y la lanzo sobre el sofá. Alucino al ver lo rápido que el fuego lo engulle, y juro que puedo sentir cómo los putos recuerdos arden con él.
Después le llega el turno al reguero de ron, que arde formando una línea irregular. Apenas puedo seguir el ritmo de las llamas, que avanzan danzando por los tablones de madera, parpadeando y crepitando, emitiendo sonidos que me resultan tremendamente reconfortantes. Las llamas brillan con furia y atacan con ferocidad el resto de la habitación.
Por encima del crepitar del fuego, Vance grita:
—¿Estás satisfecho?
No sé si lo estoy.
Pau no lo estará. Le entristecerá que haya destruido la casa.
—¿Dónde está? —pregunto inspeccionando la estancia, que veo borrosa y cargada de humo. Como esté aquí dentro y le suceda algo...
—Está fuera. A salvo —me asegura Vance.
¿Confío en él? Lo odio a muerte. Todo esto es culpa suya. ¿Sigue Pau aquí? ¿Me estará mintiendo?
Pero entonces caigo en la cuenta de que Pau es demasiado lista para esto. Seguro que se ha marchado, lejos de esta mierda, lejos de mi destrucción. Y si este hombre me hubiese criado, no me habría convertido en la mala persona que soy. No habría hecho daño a tanta gente, sobre todo a Pau. No quiero hacerle daño, pero siempre lo hago.
—¿Dónde estabas? —le pregunto.
Ojalá las llamas aumentaran de tamaño. Si siguen así de pequeñas, la casa no se quemará por completo. Puede que tenga otra botella escondida en alguna parte, pero no soy capaz de pensar con la suficiente claridad como para recordarlo. El fuego no me resulta lo bastante grande. Las minúsculas llamas no compensan la intensidad de mi puta ira, y necesito más.
—En el hotel, con Kimberly. Marchémonos antes de que llegue la policía o de que resultes herido.
—No. ¿Dónde estabas tú aquella noche? —La habitación empieza a girar, y el calor me está asfixiando.
Vance parece verdaderamente sorprendido. Se detiene y se yergue por completo.
—¿Qué? ¡Ni siquiera estaba aquí, Pedro! Estaba en Estados Unidos. ¡Yo jamás dejaría que algo así le sucediese a tu madre! ¡Pero ahora tenemos que irnos! —grita.
¿Por qué íbamos a marcharnos? Quiero ver cómo arde este maldito agujero.
—Pues le sucedió —digo, y mi cuerpo se vuelve cada vez más pesado.
Debería sentarme, pero si yo tengo que ver estas imágenes en mi cabeza, él también.
—La golpearon hasta hacerla papilla. Todos se turnaron para abusar de ella, se la follaron una y otra y otra vez... —Me duele tanto el pecho que me dan ganas de meterme las manos y arrancarme todo lo que tengo dentro. Todo era mucho más fácil antes de conocer a Pau; nada me hacía daño. Ni siquiera esta mierda me dolía de esta manera. Había aprendido a bloquearlo hasta que ella hizo que... hizo que sintiese cosas que no quería sentir, y ahora no puedo dejar de hacerlo.
—¡Lo siento! —exclama Vance—. ¡Siento muchísimo que eso sucediera! ¡Yo lo habría evitado!
Levanto la vista y veo que está llorando. ¿Cómo se atreve a llorar cuando él no tuvo que presenciarlo? Él no ha tenido que verlo cada vez que cerraba los ojos para dormir, año tras año.
Unas luces azules parpadeantes entran entonces por las ventanas y se reflejan en todos los cristales de la habitación, interrumpiendo mi hoguera. Las sirenas suenan fuerte de cojones, ¡joder, qué ruidazo!
—¡Vámonos! —me ordena Vance—. ¡Tenemos que salir ya! Ve a la puerta trasera y métete en mi coche! ¡Ve! —grita.
Qué dramatismo.
—Vete a la mierda —le suelto. Me tambaleo; la habitación gira ahora más deprisa, y las sirenas me perforan el oído.
Antes de que pueda detenerlo, me pone las manos encima y empuja mi cuerpo ebrio por el salón, en dirección a la cocina y hacia la puerta trasera. Intento resistirme, pero mis músculos se niegan a cooperar. El aire frío me golpea y hace que me maree, y entonces mi culo aterriza sobre el hormigón.
—Ve al callejón y entra en mi coche —creo que dice Christian antes de desaparecer.
Me levanto como puedo después de caerme unas cuantas veces e intento abrir la puerta trasera de la cocina, pero tiene el cerrojo echado. Dentro oigo varias voces que gritan y algo que zumba. «¿Qué cojones es eso?»
Saco mi teléfono del bolsillo y veo el nombre de Pau en la pantalla. Puedo ir a buscar el coche en el callejón y enfrentarme a ella, o volver adentro y dejar que me arresten. Miro su cara borrosa en la pantalla y la decisión está tomada.
No tengo ni puta idea de cómo coño voy a conseguir llegar al otro lado de la calle sin que la poli me descubra. Veo la pantalla del móvil doble y no para de moverse, pero de algún modo consigo llamar al número de Pau.
—¡ Pedro! ¡¿Estás bien?! —grita por el auricular.
—Recógeme al final de la calle, delante del cementerio.
Quito el pestillo de la puerta de la valla del vecino y corto la llamada. Al menos no tengo que atravesar el jardín de Mike.
¿Se habrá casado con mi madre hoy? Por su bien, espero que no.
«No querrás que esté sola siempre. Sé que la quieres; sigue siendo tu madre», resuena la voz de Pau en mi cabeza.
Genial, ahora oigo voces.
«No soy perfecta. Nadie lo es», me recuerda su dulce voz. Pero se equivoca, se equivoca muchísimo. Es ingenua, pero perfecta.
Consigo llegar hasta la esquina de la calle de mi madre. El cementerio a mi espalda está oscuro; la única luz procede de las sirenas azules en la distancia. El BMW negro aparece unos momentos después, y Pau lo detiene delante de mí. Me meto en el coche sin mediar palabra, y apenas he cerrado la puerta cuando arranca a toda velocidad.
—¿Adónde voy? —dice con voz grave mientras intenta dejar de sollozar, aunque fracasa estrepitosamente.
—No lo sé... No hay muchos sitios por aquí —me pesan los ojos—, es de noche, es muy tarde... y no hay nada abierto...
A continuación, cierro los ojos y todo desaparece.
El sonido de las sirenas me despierta de un sobresalto. Doy un brinco y me golpeo la cabeza contra el techo del coche.
«¿El coche? ¿Qué cojones hago en un coche?»
Me vuelvo y veo a Pau en el asiento del conductor, con los ojos cerrados y las piernas flexionadas contra el cuerpo. Me recuerda al instante a un gatito durmiendo. Me va a estallar la cabeza. Joder, he bebido demasiado.
Es de día, el sol está escondido detrás de las nubes, dejando un cielo gris y deprimente. El reloj del salpicadero me informa de que faltan diez minutos para las siete. No reconozco el aparcamiento en el que nos encontramos, e intento recordar cómo coño acabé en el coche.
Ya no hay coches de policía ni sirenas... Debo de haberlos soñado. Me palpita la cabeza, y cuando me subo la camiseta para limpiarme la cara, un fuerte olor a humo inunda mis fosas nasales.
Flashes de un sofá ardiendo y de Pau llorando se reproducen en mi mente. Me esfuerzo por ordenarlos; sigo medio borracho.
A mi lado, ella se estira y sus ojos parpadean antes de abrirse. No sé qué vio anoche. No sé qué dije ni qué hice, pero sé que su manera de mirarme en este mismo momento hace que desee haber ardido... con esa casa. Imágenes de la casa de mi madre me vienen entonces a la cabeza.
—Pau, yo... —No sé qué decirle; mi mente no funciona, y mi puta boca tampoco.
El pelo decolorado de Judy y Christian empujándome por la puerta trasera de la casa de mi madre rellenan algunos de los huecos de mi memoria.
—¿Estás bien? —me pregunta en un tono suave y áspero al mismo tiempo. Es evidente que casi se ha quedado sin voz.
¿Me está preguntando ella a mí si estoy bien?
Observo su rostro confundido por su pregunta.
—Eh..., sí. Y ¿tú? —No recuerdo la mayor parte de la noche..., joder, del día o de la noche, pero sé que tiene motivos para estar enfadada conmigo.
Asiente despacio mientras también analiza mi rostro.
—Intento recordar... La poli llegó... —Voy repasando los recuerdos conforme me vienen a la mente —. La casa estaba en llamas... ¿Dónde estamos? —Miro por la ventanilla e intento averiguarlo.
—Estamos..., pues no estoy muy segura de qué lugar es éste. —Se aclara la garganta y mira de frente a través del parabrisas. Debe de haber gritado mucho. O llorado. O ambas cosas, porque apenas puede hablar—. No sabía adónde ir y tú te quedaste dormido, así que seguí conduciendo, pero estaba muy cansada. Al final tuve que parar a un lado de la carretera.
Tiene los ojos rojos e hinchados, con el rímel corrido por debajo, y sus labios se ven secos y cortados. Me cuesta reconocerla. Sigue estando preciosa, pero he agotado toda su energía.
Al mirarla, veo la falta de calidez en sus mejillas, la pérdida de esperanza en sus ojos, la ausencia de felicidad en sus labios carnosos. He cogido a una chica maravillosa que vive para los demás, a una chica que siempre ve lo bueno en todo, incluso en mí, y la he transformado en una cáscara cuyos ojos vacíos me observan en este mismo momento.
—Voy a vomitar —espeto, y abro la puerta del acompañante.
Todo el whisky, todo el ron y todos mis errores salpican contra el suelo de hormigón, y vomito una y otra vez hasta que no me queda nada dentro más que la culpa.
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