Divina

Divina

lunes, 28 de diciembre de 2015

After 4 Capitulo 50


Pau

Estoy incómoda, nerviosa y tengo un poco de frío vestida sólo con una bata, y sentada en esta consulta de hospital, que es como el resto de las que hay en el pasillo. Deberían poner un poco de color en las habitaciones, con algo de pintura bastaría, o incluso una foto enmarcada como en cualquier otra de las consultas en las que he estado. Menos en ésta. 

Aquí todo es blanco: paredes, mesa y suelo.

Debería haber aceptado el ofrecimiento de Kimberly de acompañarme. Estoy bien sola, pero un poco de apoyo, aunque fuera algo del sentido del humor de Kim, me habría ayudado a calmarme. Esta mañana me he despertado encontrándome mucho mejor de lo que merezco, sin rastro de resaca. Me sentía más o menos bien. Me dormí con una sonrisa provocada por el vino y por Pedro y he dormido más a gusto que en semanas.

No dejo de darle vueltas a todo, como siempre cuando se trata de él. Repasando una y otra vez nuestra divertida conversación de anoche, no ha dejado de sacarme una sonrisa, por muchas veces que haya leído los mensajes.

Me gusta ese Pedro amable, paciente y juguetón. Me encantaría conocerlo un poco mejor, pero temo que no se quede el tiempo suficiente como para conseguirlo. Yo tampoco voy a quedarme mucho. Me voy a Nueva York con Landon y, cuanto más se acerca la fecha, más nerviosa y agitada estoy por dentro. No sé si son nervios buenos o malos, pero hoy no puedo controlarlos, y en estos momentos se han multiplicado.

Los pies me cuelgan de la incómoda camilla y no sé si dejar las piernas cruzadas o no. Es una decisión trivial, pero consigue distraerme del frío y de las extrañas mariposas que revolotean en mi estómago.

Saco el móvil del bolso y le escribo un mensaje a Pedro, sólo para mantenerme ocupada mientras espero, claro.

Le mando únicamente un simple «Hola» y espero, mientras cruzo y descruzo las piernas.

«Me alegro de que me escribas, porque sólo iba a esperar una hora más antes de hacerlo yo», contesta.

Sonrío a la pantalla, aunque no debería gustarme la exigencia que se esconde tras sus palabras. Está siendo tan sincero últimamente que me encanta.
Estoy en el médico y llevo esperando un rato. ¿Cómo estás hoy?

Me responde enseguida:

No seas tan formal. ¿Qué haces en el médico? ¿Estás bien? No me has dicho que ibas a ir. 

Estoy bien, no te preocupes, aunque me he encontrado a Nate e intenta que vaya a verlos 
luego. Como si eso fuera a ocurrir.

Odio la forma en la que me duele el pecho al pensar que Pedro pueda salir con sus viejos amigos. No es asunto mío lo que haga o cómo pase el tiempo, pero no puedo deshacerme de lo que siento cuando pienso en los recuerdos que se asocian a ellos.

Unos segundos más tarde:

No es que tuvieras que decírmelo, pero podrías haberlo hecho. Podría haberte acompañado.

No pasa nada. Estoy bien sola.

Sin embargo, no puedo evitar desear haberle dado la oportunidad.

Has estado demasiado sola desde que te conozco.

«No tanto», le contesto. No sé qué más decir porque estoy algo confusa a la par que contenta de que se preocupe por mí y lo diga abiertamente.

La palabra «Mentirosa» llega con un par de vaqueros y una bola de fuego. Me tapo la boca con la mano para reprimir una carcajada cuando el médico entra en la consulta.

El médico ha llegado, te escribo luego.

Avísame si no tiene las manos quietecitas.

Dejo el móvil a un lado e intento borrar la sonrisa tonta de mi cara mientras el doctor West se pone los guantes de látex.

—¿Qué tal todo?

«¿Qué tal todo?» No tiene intención de escuchar la respuesta a eso y tampoco tiene tiempo para hacerlo. Es un médico, no un psiquiatra.

—Bien —respondo, temiendo una pequeña charla mientras se dispone a examinarme.

—Le he echado un vistazo a la analítica que te hicimos en la última visita y no ha habido nada que me llamara la atención.

Dejo escapar un suspiro de alivio.

—Sin embargo —dice en tono sombrío, y hace una pausa. Debería haber sabido que habría un «sin embargo»—, al mirar las imágenes de la ecografía, concluyo que tienes el cuello del útero muy estrecho y, por lo que puedo ver, también corto. Me gustaría enseñarte lo que quiero decir, si te parece bien.

El doctor West se coloca bien las gafas y yo asiento. Cuello del útero corto y estrecho. He buscado lo bastante en internet como para saber qué significa eso.

Diez largos minutos después, me ha mostrado con detalle todo cuanto ya sabía. Sabía cuál sería su conclusión. Lo supe en cuanto me fui de su consulta hace menos de tres semanas. Mientras me visto, sus palabras se repiten como un eco en mi cabeza.

«No es imposible, pero sí bastante improbable.»
«Hay otras opciones, mucha gente elige la vía de la adopción.»
«Todavía eres muy joven. Con los años, tú y tu pareja podréis estudiar las mejores opciones para ti.» «Lo siento, Paula.»

Sin pensar, marco el número de Pedro de camino al coche. El buzón de voz salta tres veces antes de que me obligue a guardar el móvil.

Ahora mismo no lo necesito, ni a él ni a nadie. Puedo lidiar con esto sola. Ya lo sabía. Ya me había enfrentado a esto mentalmente y se había acabado.

No importa que Pedro no haya cogido el teléfono. Estoy bien. ¿A quién le importa si no puedo quedarme embarazada? Sólo tengo diecinueve años y, de todos modos, el resto de los planes que tenía se han ido a pique. Sólo debo asimilar que esta última parte de mi plan perfecto también se ha ido al garete.

El trayecto de vuelta a casa de Kimberly es largo porque hay mucho tráfico. Odio conducir, lo tengo claro. Odio a la gente que se enfada al volante. Odio cómo llueve siempre aquí. Odio la música a todo volumen que ponen algunas chicas con las ventanillas bajadas incluso lloviendo. «¡Subid las ventanillas!»

Odio la forma en la que intento seguir siendo positiva y no volverme la patética Pau que 
era la semana pasada. Odio que sea tan difícil pensar en nada excepto en que mi cuerpo me ha traicionado de la forma más definitiva e íntima.

Nací así, dice el doctor West. Claro que sí. Igual que mi madre, no importa lo perfecta que intente ser, nunca sucederá. Pero hay algo bueno, al menos: de este modo no pasaré ninguno de sus genes a un hijo. Supongo que no puedo culpar a mi madre por mi útero defectuoso, pero quiero hacerlo. Quiero culpar a algo o a alguien, aunque no puedo.

Así funciona el mundo: si deseas algo con todas tus fuerzas, te lo arrebatan y lo ponen lejos de tu alcance. Igual que ha sucedido con Pedro. Ni Pedro ni bebés. Los dos conceptos no se habrían juntado nunca de todas formas, aunque estuvo bien fingir que podía disfrutar del lujo de tenerlos a ambos.

Al entrar en casa de Christian me alivia ver que no hay nadie. Sin mirar el móvil, me desnudo y me meto en la ducha. No sé cuánto tiempo paso allí dentro, viendo el agua colarse por el desagüe una y otra vez. Ya está fría cuando por fin salgo y me visto con una camiseta de Pedro que me metió en mi bolsa cuando me echó en Londres.

Estoy acostada aquí ahora, en esta cama vacía, y justo cuando empezaba a desear que Kimberly estuviera en casa, recibo un mensaje suyo diciendo que ella y Christian van a pasar la noche en el centro de la ciudad y que Smith se quedará con la canguro. Tengo toda la casa para mí sola y nada que hacer, nadie con quien hablar. Nadie ahora, y ni siquiera un bebé en algún momento al que querer y cuidar.

No dejo de compadecerme a mí misma y sé que es ridículo, pero no puedo evitarlo.

«Bebe un poco de vino y alquila una peli, ¡invitamos nosotros!», contesta Kimberly a mi mensaje de que disfruten de la noche.

Mi teléfono empieza a sonar en cuanto le mando un sms dándole las gracias. El número de Pedro parpadea en la pantalla y me debato entre cogerlo o no.

Para cuando llego a la nevera del vino en la cocina, la llamada se ha desviado al buzón de voz y yo he comprado una entrada para la Fiesta de la Pena.

Una botella de vino más tarde, estoy en el salón en mitad de una peli de acción malísima que he alquilado sobre un marine que se convierte en niñera y luego en cazador de alienígenas. Parecía la única película de la lista que no tenía nada que ver con amor, bebés, ni nada feliz.

¿Cuándo me he vuelto tan deprimente? Le doy otro sorbo al vino directamente de la botella. He abandonado la copa hace unas cinco explosiones de nave espacial.


El teléfono vuelve a sonar y, esta vez, al mirar la pantalla mis dedos borrachos responden por mí sin querer.

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