Pau
Compruebo mi teléfono, que está cargándose en el enchufe de la pared.
—Ya ha pasado más de una hora desde que se fue.
Intento llamarlo de nuevo.
—Seguramente es sólo que se está tomando su tiempo —dice Kimberly, pero detecto la duda en sus ojos mientras intenta reconfortarme.
—No lo coge. Como haya vuelto a ese bar...
Me pongo de pie y empiezo a pasearme.
—Llegará en cualquier momento —responde ella.
Entonces Kim abre la puerta y se asoma. Mira hacia ambos lados y después hacia adelante. Dice mi nombre en voz baja, pero hay algo en su voz que no me gusta. Algo no va bien.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
«¿ Pedro está fuera?»
Corro junto a ella y veo que se agacha... y recoge mi equipaje del pasillo.
El pánico se apodera de mí y me postra de rodillas. Apenas siento que mi amiga me abraza mientras abro el bolsillo delantero de la bolsa.
Un billete de avión. Sólo hay un billete de avión. Junto a él, encuentro el llavero de Pedro con las llaves de su coche y del apartamento.
Sabía que esto iba a pasar. Sabía que se alejaría de mí en cuanto encontrara la ocasión. Pedro no puede soportar ningún tipo de trauma emocional, no posee las herramientas para hacerlo. Yo podría, debería, haberme preparado para esto, de modo que, ¿por qué me pesa tanto este billete en las manos y siento que me arde el pecho? Lo odio por hacerme esto, tan rápido y por mera furia, y me odio a mí misma por no haberme preparado. Debería ser fuerte en estos momentos; debería recoger la poca dignidad que me queda, levantarme y marcharme con la cabeza bien alta. Debería coger este billete, mi maldita maleta y largarme de Londres. Así es como actuaría cualquier mujer que tuviera amor propio.
Parece sencillo, ¿verdad? Continúo con eso en mente, pero mis rodillas no se mueven y mis manos me cubren el rostro para tapar la vergüenza que siento mientras me rompo en mil pedazos por ese chico, otra vez.
—Es un capullo —lo insulta Kimberly, como si yo no supiera que lo es—. Sabes que volverá; siempre lo hace —dice contra mi pelo.
La miro y veo la rabia y la amenaza de una amiga protectora en sus ojos.
Me aparto suavemente de sus labios y niego con la cabeza.
—Estoy bien. De verdad, estoy bien —digo, más para convencerme a mí misma que a Kim.
—No, no lo estás —me corrige, y me coloca un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
De repente visualizo las manos de Pedro haciendo el mismo gesto, y me aparto.
—Necesito una ducha —le digo a mi amiga justo antes de desmoronarme.
No, no estoy rota. No estoy rota. Estoy vencida. Lo que siento ahora mismo es pura derrota. Me he pasado meses y meses luchando contra lo inevitable, contra una corriente que era demasiado fuerte como para enfrentarme a ella yo sola, y ahora se me ha tragado y no hay ningún salvavidas a la vista.
—¡¿Pau? Pau, ¿estás bien?! —grita Kimberly desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño.
—Estoy bien —consigo responder, pero las palabras reflejan la debilidad que siento por dentro. Aunque no siento ni la más mínima fuerza, puedo intentar ocultar un poco la debilidad.
El agua sale fría, lleva saliendo fría varios minutos..., puede que una hora incluso. No tengo ni la menor idea de cuánto tiempo llevo aquí, acurrucada en el suelo de la ducha, con las rodillas contra el pecho y el agua fría cayendo sobre mí. Antes notaba un dolor tremendo, pero mi cuerpo se ha vuelto insensible hace ya rato, cuando Kimberly me ha preguntado por enésima vez si estaba bien.
—Tienes que salir de esa ducha —insiste—. No creas que no soy capaz de echar la puerta abajo.
No dudo ni por un momento de que sea capaz de hacerlo. Ya he pasado por alto su amenaza unas cuantas veces, pero en esta ocasión alargo la mano y cierro el grifo del agua. No obstante, sigo sin moverme del suelo.
Aparentemente satisfecha de que el agua haya cesado de correr, pasa otro rato más hasta que vuelvo a oírla. Sin embargo, la siguiente vez que llama a la puerta le contesto que salgo dentro de un momento.
Para cuando me levanto, las piernas me tiemblan y tengo el pelo casi seco. Rebusco en mi bolsa y me visto en modo automático. Me pongo los vaqueros: una pierna, luego la otra.
Levanto los brazos. Me bajo la camiseta por el estómago. Me siento como un robot, y cuando paso la mano por el espejo, veo que también lo parezco.
«¿Cuántas veces va a hacerme esto?», le pregunto en silencio a mi reflejo.
«No, ¿cuántas veces voy a dejar que me haga esto?» Ésa es la pregunta que debo plantearme.
—Ni una más —digo en voz alta a la extraña que me devuelve la mirada.
Voy a buscarlo, por última vez, sólo por su familia. Sacaré su culo de Londres y haré lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.
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