Pedro
Después de pasar a comprar unos tacos, Pau está llena y mi paciencia se desvanece con cada momento de silencio entre nosotros.
—Me he vuelto loco hablando de hijos, ¿verdad? —le digo—. Sé que te estoy soltando un montón de cosas de golpe, pero me he pasado los últimos meses guardándome cosas y ya no me apetece seguir haciéndolo...
Quiero contarle todas las locuras que hay en mi cabeza, quiero decirle que me quedaría mirando la forma cursi en la que el sol se refleja en su pelo en el asiento del acompañante hasta que no viera nada más. Quiero oírla gemir y cerrar los ojos cuando le da un bocado a un taco —yo juraría que saben a cartón, pero a ella le encantan— hasta no oír nada más.
Quiero chincharla con esa zona justo debajo de la rodilla que siempre olvida depilarse cuando se afeita las piernas hasta que no me quede voz.
—No es eso —me interrumpe, y yo levanto la vista de sus piernas.
—Entonces ¿qué pasa? Déjame adivinar: ¿te estabas cuestionando el matrimonio? ¿ahora tampoco quieres tener hijos?
—No, no es eso.
—Espero que no, porque sabes perfectamente que serás la mejor madre del mundo. De pronto, se echa a llorar con las manos sobre el abdomen.
—No puedo...
—Sí podemos.
—No, Pedro, yo no puedo.
La forma en la que mira su tripa y sus manos me hace dar gracias de que estemos parados, de lo contrario me habría salido de la puta carretera.
El médico, las lágrimas, el vino, la locura respecto a Karen y su bebé, el constante «no puedo» de hoy...
—No puedes... —Entiendo perfectamente lo que quiere decir—. Es por mi culpa, ¿no? Te he hecho algo malo, ¿verdad?
No sé qué he podido hacer, pero así es como funciona: a Pau le pasan siempre cosas malas por algo que he hecho yo.
—No, no. Tú no has hecho nada. Es algo dentro de mí que no está bien. —Le tiemblan los labios.
—Ah... —Me gustaría poder decir algo más, algo mejor, algo de verdad.
—Sí.
Se frota la parte baja del abdomen con la mano y siento que el aire desaparece del pequeño habitáculo del coche.
Tan destrozado como está, tan desgraciado como soy, siento que el pecho se me hunde y niñitas de pelo castaño y ojos azul grisáceo, niñitos rubios de ojos verdes, gorrito y calcetines minúsculos de animales, cosas que solían hacerme vomitar sin parar, me inundan la mente y noto que me mareo cuando desaparecen flotando en el aire, que se las lleva allá adonde vayan a morir los futuros que se destrozan.
—Es posible, o sea, hay una remota posibilidad —dice a continuación—. Además, habría un alto riesgo de aborto y mis niveles hormonales son un caos, así que no creo que llegue a torturarme intentándolo. No podría soportar perder un bebé, o intentarlo muchos años sin conseguirlo. No está escrito que pueda ser madre, supongo.
Está diciendo eso para intentar que me sienta mejor, pero no me convence, no cuando parece que lo tiene todo controlado y está claro que no es así.
Me está mirando, espera que diga algo, pero no puedo. No sé qué decirle y no puedo evitar la rabia que siento contra ella. Es estúpido y egoísta y no está nada bien, pero está ahí y me aterroriza abrir la boca y decir algo que no debo.
Si no fuera un completo gilipollas, la consolaría. La abrazaría y le diría que todo irá bien, que no necesitamos tener hijos, que podemos adoptar o algo parecido, lo que fuera.
Pero así es como funciona la realidad: los hombres no son héroes literarios, no cambian de un día para otro y ninguno hace las cosas bien aquí, en el mundo real. Yo no soy Darcy y Pau no es Elizabeth.
Está al borde de las lágrimas cuando gimotea:
—Di algo, ¿no?
—No sé qué decir. —Mi voz apenas es audible y se me está cerrando la garganta. Me siento como si me hubiera tragado un puñado de abejas.
—Tú no querías hijos de todas formas, ¿no es así? No pensé que fuera a afectarte tanto...
Si la miro, sé que me la encontraré llorando.
—Yo tampoco, pero ahora que sé que ya no puede ser...
—Oh.
Le agradezco que me haya interrumpido, porque vete tú a saber qué burrada habría soltado a continuación.
—¿Puedes llevarme de vuelta a...?
Asiento y pongo el coche en marcha. Es horrible cómo puede llegar a doler tanto algo que nunca has querido.
—Lo siento, es que... —Me callo. Parece que ninguno de los dos es capaz de acabar una frase.
—Está bien, lo entiendo.
Se apoya en la ventanilla. Supongo que intenta alejarse de mí tanto como pueda.
Mis sentimientos me piden que la consuele, que piense en ella, en cómo la está afectando todo esto y cómo se siente al respecto.
Pero mi cabeza es dura, durísima, y estoy cabreado. No con ella, sino con su cuerpo y con su madre por que la trajera al mundo con eso que no funciona bien en su interior. Estoy cabreado con el mundo por volver a darme en toda la boca, y estoy cabreado conmigo mismo por no ser capaz de decirle nada mientras atravesamos la ciudad en coche.
Unos minutos más tarde me doy cuenta de que el silencio pesa tanto que duele. Pau está intentando permanecer callada en su lado del coche, pero la oigo respirar al tiempo que trata de controlarse, de controlar sus sentimientos.
Siento una enorme presión en el pecho y ella está ahí sentada, dejando que mis palabras se cuezan en su mente. ¿Por qué siempre le hago esta mierda? Siempre digo lo que no debo por muchas veces que prometa que no lo haré. Por muchas veces que prometa que voy a cambiar, siempre hago lo mismo. Me quito de en medio y la dejo lidiar a ella sola con la mierda.
Otra vez no. No puedo volver a hacerlo, me necesita más que nunca, y ésta es mi oportunidad de demostrarle que puedo estar ahí como ella necesita.
Pau ni siquiera me mira cuando giro el volante y paro a un lado de la carretera. Pongo las luces de emergencia y rezo para que ningún maldito poli pase por aquí y la lía.
—Pau. —Intento llamar su atención mientras barajo mis pensamientos. No levanta la vista de sus manos, apoyadas en el regazo—. Pau, por favor, mírame.
Extiendo un brazo para consolarla, pero se aparta de golpe y se golpea contra la puerta con fuerza.
—Oye...
Me desabrocho el cinturón, me vuelvo hacia ella y la cojo de las muñecas con una mano como hago a menudo.
—Estoy bien. —Levanta el mentón un poco para probarlo, pero la humedad que veo en sus ojos cuenta justo lo contrario—. No deberías parar aquí, es una autopista con mucho tráfico.
—Me importa una mierda dónde estemos. Estoy jodido, mi cabeza no está bien. —Intento buscar palabras que tengan sentido—. Lo siento muchísimo. No debería haber reaccionado así.
Al cabo de un poco baja la vista y me mira a la cara, aunque evita mis ojos.
—Pau, no vuelvas a cerrarte en banda, por favor. Lo siento mucho, no sé en lo que estaba pensando.
Nunca me había planteado tener hijos y, de todos modos, aquí estoy, sintiéndome mal por esto.
La confesión suena aún peor cuando las palabras caen entre nosotros.
—También podrías estar enfadado —responde con calma—. Sólo necesitaba que dijeras algo, lo que fuera... —La última palabra la pronuncia en voz tan baja que apenas si se oye.
—No me importa que no puedas tener hijos —le suelto. «Mierda, joder...»—. Quiero decir que no me importan los hijos que no podamos tener.
Trato de curar la herida que he abierto, pero su cara me da a entender que estoy haciendo lo contrario.
—Lo que estoy intentando decirte es que te quiero y que soy un cerdo insensible por no estar para ti justo ahora. Siempre me coloco yo en primer lugar, y lo siento.
Mis palabras parecen sacarla de su ensimismamiento y hacen que me mire a los ojos.
—Gracias —dice. Tira de una de las muñecas que tengo agarradas y yo dudo si soltarla o no, pero me alivia ver que levanta la mano para secarse las lágrimas—. Lamento que sientas que te he quitado algo.
Sin embargo, sé que tiene más cosas que decir.
—No te contengas, te conozco: di lo que tengas que decir.
—No me ha gustado nada cómo has reaccionado —resopla.
—Lo sé, y...
Levanta una mano y replica:
—No he terminado. —Se aclara la garganta—. Quiero ser madre desde que tengo uso de razón. De pequeña era igual que cualquier niña con sus muñecas, tal vez un poco más. Ser madre era muy importante para mí. Nunca me he cuestionado si podía serlo ni me he preocupado por si no podía.
—Lo sé, yo...
—Por favor, déjame hablar —dice entre dientes.
Tengo que cerrar el pico de una vez. En lugar de responder, asiento y guardo silencio.
—Siento una tremenda pérdida en mi interior —prosigue—. Y no tengo la fuerza como para preocuparme porque me culpes. Me parece bien que tú también sientas esa pérdida, quiero que seas sincero siempre sobre lo que sientes, pero el que se ha destruido no es uno de tus sueños. Tú no querías tener hijos hasta hace diez minutos, así que no me parece justo que estés así.
Aguardo unos segundos y la miro levantando una ceja, buscando su permiso para hablar. Ella asiente, pero entonces el fuerte sonido de la bocina de un camión casi la hace saltar del coche.
—Te llevaré a casa de Vance —le digo—. Aunque me gustaría entrar y quedarme contigo.
Pau está mirando por la ventanilla, pero asiente suavemente.
—Quiero decir, para consolarte..., como debería haber hecho.
Con un gesto tan suave como cuando ha asentido, la veo poner los ojos en blanco.
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